X
AL acercarse al término de su expedición, Lievin y Stepán Arkádich tuvieron el mismo pensamiento: librarse de su incómodo compañero.
—¡Qué hermoso pantano! —exclamó Stepán Arkádich, cuando después de una vertiginosa carrera llegaron al sitio en el momento culminante del calor—. Mirad cuántas aves de rapiña; esto es siempre indicio de mucha caza.
—El pantano comienza en ese islote, señores —dijo Lievin, examinando su escopeta.
Y les indicó un punto más oscuro que se destacaba sobre la inmensa llanura húmeda, segada en varias partes.
—Si a ustedes les parece —añadió—, nos separaremos en dos grupos, dirigiéndonos primero hacia esa arboleda y después al molino. Yo he matado allí hasta diecisiete becadas en poco tiempo.
—Pues bien, tomad la derecha —dijo Stepán Arkádich con tono indiferente—, pues no hay espacio más que para dos; yo iré por la izquierda.
—Eso es —replicó Váseñka—; ya verá usted cómo somos más hábiles.
Forzoso le fue a Lievin aceptar este arreglo; pero después de la aventura del tiro escapado, desconfiaba de su compañero de caza, y le recomendó que no se quedase atrás.
—No se ocupe usted de mí —contestó este—, yo no lo molestaré.
Aun así, Levin no podía evitar recordar las palabras de Kiti al despedirse: «No vayáis a mataros uno al otro sin querer», y no se fiaba de su compañero.
Los perros partieron y se alejaron, comenzando a buscar la pista cada cual por su lado. Lievin conocía bien los movimientos de Laska, y creía oír ya el grito de la becada.
De repente oyó varias detonaciones: era Váseñka, que tiraba a los ánades; media docena de becadas remontaron el vuelo unas tras otras, y Stepán Arkádich, aprovechando el momento, mató dos, las cuales recogió al punto con aire satisfecho, alejándose después por la izquierda con su perro, mientras que Lievin, menos feliz, cargaba de nuevo su escopeta. En cuanto a Veslovski, tiraba a diestro y siniestro sin mirar nada. Cuando Lievin erraba su primer tiro, solía perder la serenidad y no hacía ya nada bueno, esto fue lo que le sucedió aquel día. Las becadas eran tan numerosas, que nada hubiera sido tan fácil como reparar su primera torpeza, pero cuanto más avanzaba, más perdía la calma. Laska, mirando a los cazadores con expresión de duda, parecía censurarlos, y apenas buscaba. A lo lejos se oían las detonaciones de la escopeta de Oblonski, cuyos tiros parecían tocar siempre en el blanco, pues repetía a intervalos: «Krak, tráelo aquí». Lievin no llevaba en su morral más que tres avecillas cuando llegaron a una pradera, perteneciente a unos campesinos y situada en medio del pantano.
—¡Eh, cazadores! —gritó un aldeano, que estaba sentado en un trineo, elevando sobre su cabeza una botella de aguardiente que brilló a la luz del sol—. ¡Vengan ustedes a echar un trago!
—¿Qué dicen? —preguntó Veslovski.
—Nos ofrecen beber con ellos; y yo aceptaría de buena gana —repuso Lievin con segunda intención, esperando tentar a Váseñka.
—Pero ¿por qué quieren obsequiarnos?
—En señal de regocijo; vaya usted; esto lo divertirá.
—Pues allá voy; será curioso.
—Ya encontrará usted la senda para llegar hasta el molino —gritó Lievin, muy satisfecho de ver a Veslovski alejarse.
—Ven tú también —gritó el campesino a Lievin.
Un trago de vodka y un trozo de pan no hubiera estado de sobra para Konstantín, pues se sentía ya cansado y levantaba con trabajo los pies en aquel suelo pantanoso; pero como viese a Laska al acecho, recobró su energía. La presencia de Veslovski le llevaba mala suerte, según él creía; pero no fue más feliz en la caza, aunque esta abundaba, cuando su compañero estuvo lejos. Llegado al punto en que debía reunirse con Stepán Arkádich, solo llevaba cinco míseras avecillas en el morral.
Krak precedía a su amo con aire triunfante, y detrás iba Stepán Arkádich bañado en sudor y arrastrando las piernas, pero con el morral tan lleno que se desbordaba.
—¡Qué pantano! —exclamó—. Veslovski ha debido molestarte, pues nada hay tan incómodo como cazar dos con un perro —añadió, para dulcificar el efecto de su triunfo.