XXV

VRONSKI y Anna permanecieron en el campo todo el verano y una parte del otoño sin dar paso alguno para regularizar su situación, pero resueltos a quedarse en casa: cuanto más tiempo se quedaban allí, particularmente solos en otoño, no iban a soportar aquella vida y tendrían que cambiarla. Al parecer, no les faltaba nada de lo que constituye la felicidad; eran ricos, jóvenes y gozaban de buena salud; tenían una hija; sus ocupaciones los agradaban, y, sin embargo, después de haberse marchado sus huéspedes, reconocieron que su género de vida debía sufrir alguna modificación.

Anna seguía cuidando mucho de su persona y de su tocado, leía de continuo y enviaba a pedir al extranjero las obras de valor citadas por las revistas. No se mostraba indiferente a ninguno de los asuntos que podían interesar a Vronski; dotada de excelente memoria, lo admiraba por sus conocimientos de agronomía y de arquitectura, tomados de libros o periódicos especializados, y acostumbraba a consultarla sobre todas las cosas, incluso las referentes a la equitación o a la cría caballar. El interés que se tomaba en la instalación del hospital iba en aumento, y aportaba ideas personales que sabía muy bien hacer ejecutar. El objeto de su vida era agradar a Vronski, compensando lo que por ella había dejado; y él, conmovido por esta abnegación, sabía apreciarla también. Sin embargo, la atmósfera de ternura celosa con que lo rodeaba oprimió al fin a Vronski, haciéndole experimentar el deseo de obtener su independencia; le parecía que su felicidad hubiera sido completa si cada vez que deseaba salir de casa no hubiese tenido que luchar contra una viva oposición por parte de Anna.

Vronski se aficionaba cada vez más a sus funciones de gran propietario, y reconocía en sí las mejores disposiciones para la administración de sus bienes. Sabía descender a los detalles, defender obstinadamente sus intereses, escuchar e interrogar a su intendente alemán sin dejarse convencer por él cuando se trataba de hacer gastos exagerados, y aceptar a veces las innovaciones útiles, sobre todo cuando podían producir efecto; pero jamás traspasaba los límites que se había trazado. Gracias a esta prudencia, y a pesar de las considerables sumas que le costaban sus construcciones y otras mejoras, no comprometía su fortuna.

En la provincia de Kashin, donde estaban situadas las tierras de Vronski, de Sviyazhski, de Oblonski, de Koznyshov y, en parte, las de Lievin, debía reunirse en el mes de octubre una asamblea provincial, a fin de proceder a la elección de sus mariscales; y a causa de tomar parte en ella ciertas personas notables, llamaba la atención general. Se esperaba gente de Moscú, de San Petersburgo y hasta del extranjero; Vronski había prometido asistir también.

Había llegado el otoño, sombrío, lluvioso y singularmente triste en el campo.

La víspera de su marcha, el conde anunció con tono frío y breve que se ausentaba por algunos días, preparado como estaba para una lucha en la que tenía empeño de salir vencedor; mas no fue poca su sorpresa al ver que Anna recibía la noticia con mucha tranquilidad, contentándose con preguntar cuál sería con exactitud la fecha de regreso.

—Espero que no te aburrirás —dijo, observando la fisonomía de Anna y receloso de la facultad que tenía de concentrarse en sí completamente cuando adoptaba alguna resolución extrema.

—¡Oh, no! —contestó Anna—. Acabo de recibir una caja de libros de Moscú, y con esto me entretendré.

«Habrá adoptado ahora un nuevo tono», pensó Vronski, y aparentó creer sinceramente lo que se le decía.

Se despidieron sin más explicación, cosa que no les había sucedido nunca, y aunque con la esperanza de que su libertad sería respetada en lo sucesivo, Vronski se separó de su amante dominado por una vaga inquietud, ambos conservaron una penosa impresión de aquella escena.

Ana Karenina
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