XXV

EL campo de las carreras, una elipse de cuatro verstas, se extendía ante el pabellón principal, presentando nueve obstáculos: el río; una gran barrera, bastante alta, frente al pabellón; un foso en seco; otro lleno de agua; una rápida pendiente; una banqueta irlandesa (el obstáculo más difícil), es decir, una valla cubierta de hierba, detrás de la cual un segundo foso invisible obligaba al jinete a saltar dos obstáculos a la vez, a riesgo de matarse; además de la banqueta, se contaban otros tres fosos, dos de ellos llenos de agua, y, por último, la meta, delante del pabellón. No era en el recinto mismo del círculo donde comenzaba la carrera, sino; a un centenar de sazhens[27] más allá, y en este espacio se hallaba el primer obstáculo, el río de tres arshin[28] de anchura, que se podía saltar o vadear, según se quisiera.

Los jinetes se alinearon para la señal, pero tres veces seguidas salieron en falso y fue preciso comenzar de nuevo.

El coronel que dirigía la carrera comenzaba a impacientarse cuando al fin los jinetes partieron a la cuarta orden.

Todas las miradas, todos los gemelos se fijaban en aquellos hombres.

—¡Ya han partido, ya están ahí! —gritaban por todas partes.

Y para verlos mejor, los espectadores se precipitaron aisladamente por grupos hacia el punto mejor situado. Los jinetes se dispersaron al principio; desde lejos se hubiera dicho que corrían juntos, pero los espacios que los separaban tenían su importancia.

Fru-Fru, agitada y demasiado nerviosa, comenzó por perder terreno, pero Vronski, aunque reteniéndola, tomó fácilmente la delantera a dos o tres caballos, y al fin solamente lo precedieron Gladiátor, que lo aventajaba por todo el largo del cuerpo, y la graciosa Diana, que, a la cabeza de todos, llevaba al desgraciado príncipe Kúzovlev, medio muerto de emoción.

Durante los primeros minutos, Vronski no era ya dueño de dominar su caballo, ni tampoco a sí mismo.

Gladiátor y Diana se aproximaron y franquearon el río de un salto, casi al mismo tiempo:Fru-Fru se lanzó ligeramente detrás de ellos, como si volara; en el momento en que Vronski cruzaba el aire, vio bajo los pies de su caballo a Kúzovlev, agitándose con Diana (había soltado las riendas después de saltar, y el caballo cayó sin jinete); Vronski no supo estos detalles hasta más tarde, y entonces solo vio una cosa: es decir, que Fru-Fru estaba a punto de aterrizar sobre el pie o la cabeza de Diana y que, semejante a un gato al caer, hacía un esfuerzo con el lomo y las patas y saltaba más allá del caballo caído.

Pasado el río, Vronski pudo ya dominar su caballo, y hasta lo retuvo un poco, con intención de saltar la barrera grande detrás de Majotin, al que no esperaba adelantarse hasta llegar al espacio libre de obstáculos. Dicha barrera se elevaba precisamente frente al pabellón imperial, donde el mismo emperador, la corte y una inmensa multitud los miraba al acercarse.

Vronski conoció que todos tenían la atención fija en él, pero solo veía las orejas de su caballo; la tierra desaparecía ante él, y Gladiátor batía el suelo con sus blancos pies, conservando siempre la misma ventaja sobre Fru-Fru. Gladiátor se lanzó al fin contra la barrera, agitó su corta cola y desapareció a los ojos de Vronski sin chocar con el obstáculo.

—¡Bravo! —gritó una voz.

En el mismo instante, sintió Vronski que las tablas de la barrera pasaban como un relámpago; su caballo saltó sin cambiar de aire, pero oyó tras sí un crujido: Fru-Fru, animándose al ver a Gladiátor, había saltado demasiado pronto, tocando la barrera con sus cascos posteriores; pero Vronski, que tenía el rostro lleno de barro, reconoció muy pronto que no había perdido ventaja al ver delante de sí la grupa de Gladiátor.

Fru-Fru hizo, al parecer, la misma reflexión que su amo, pues sin excitación alguna se aumentó marcadamente su velocidad y se acercó a Majotin, girando hacia la cuerda. Vronski se preguntaba si no podría tomarle ventaja al otro lado de la pista, cuando Fru-Fru, cambiando de pie, tomó por sí mismo la dirección. Su caballo, bañado en sudor, se acercó a la grupa de su rival; durante algunos segundos corrieron uno junto a otro; mas para acercarse a la cuerda, Vronski excitó a su caballo, y en el descenso se adelantó a Majotin, que, con la cara cubierta de lodo, sonreía irónicamente. Aunque lo precediera, Vronski oía siempre a su lado el mismo galope regular y la respiración precipitada, pero no fatigosa, de Gladiátor.

Los dos obstáculos siguientes, fueron franqueados sin dificultad; pero el golpe y el resoplido del caballo de Majotin se acercaban más y más. Vronski forzó el tranqueo de Fru-Fru y observó con alegría que aumentaba fácilmente su celeridad: ya no se oían tan cerca los cascos de Gladiátor.

El conde sostenía ahora la carrera como la deseaba, y según se lo recordara Kord: de modo que se creía seguro de la victoria. Su emoción y alegría y su cariño a Fru-Fru iban siempre en aumento; hubiera querido volverse, mas no se atrevía a mirar hacia atrás; procuraba calmarse y no abusar de su caballo. Solo faltaba un grave obstáculo que franquear, la banqueta irlandesa; y si después del salto se mantenía siempre a la cabeza su triunfo sería infalible. Así él como Fru-Fru vieron la banqueta desde lejos, y los dos, el jinete y el caballo, vacilaron un momento. Vronski lo observó en el cuadrúpedo por sus orejas, y ya levantaba el látigo cuando comprendió a tiempo que ya sabría Fru-Fru lo que debía hacer. El noble animal tomó su impulso y, según lo preveía Vronski, conservó la rapidez adquirida, que lo transportó mucho más allá del foso, continuando después el caballo su carrera sin esfuerzo y sin cambiar de pie.

—¡Bravo, Vronski! —gritaron varias voces, en las que el conde reconoció las de sus compañeros y amigos, situados cerca del obstáculo, donde también se hallaba Yashvin, aunque no lo vio.

—¡Bien, yegua mía!—murmuraba Vronski, escuchando lo que sucedía detrás de él… «Ha saltado también»; se dijo al oír próximo el galope de Gladiátor.

Faltaba el último foso, de poca anchura, y Vronski no le daba apenas importancia; pero queriendo llegar el primero, mucho antes de los demás, comenzó a picar su caballo. El animal perdía sus fuerzas, con el cuello bañado en sudor, así como la cabeza y las orejas; su respiración «empezaba a ser fatigosa; pero Vronski comprendía que aún le quedaba fuerza para franquear las doscientas sazhens que lo separaban de la meta, y no «observaba la celeridad sino porque iba tocando casi el suelo. El foso fue franqueado sin que Vronski lo notase; Fru-Fru voló más bien que saltó, pero en el mismo instante, el jinete reconoció con espanto que en vez de seguir el movimiento del cuadrúpedo, el peso de su cuerpo había caído en falso sobre la silla, por un movimiento tan imperdonable como difícil de explicar. ¿Cómo había sucedido aquello? Vronski no lo comprendió, pero sí reconoció que le pasaba algo terrible: el alazán de Majotin cruzó por delante como un relámpago.

Vronski tocaba el suelo con un pie sobre el cual cayó la yegua, y apenas había tenido tiempo de retirarlo cuando el animal se tendió completamente produciendo un ruidoso resoplido y haciendo con su delicado cuello, empapado en sudor, inútiles esfuerzos para levantarse, cual ave herida por el tiro del cazador. Vronski le había roto los ijares por el movimiento que hizo en la silla, pero no comprendió su falta hasta más tarde; solo veía una cosa en aquel momento, y era que Gladiátor se alejaba rápidamente y que él estaba allí solo, delante de la yegua tendida en tierra, que fijaba en él una triste mirada. Siempre sin comprender aquello, Vronski tiró de la brida; el pobre animal se agitó como un pez cogido en la red, tratando de ponerse en pie; pero no pudiendo mover las patas, volvió a caer de lado. Vronski, pálido y descompuesto por la cólera, le descargó con el tacón de su bota un golpe en el vientre para obligarla a levantarse; pero Fru-Fru no se movió, y fijando en su amo una elocuente mirada, hundió el hocico en el suelo.

—¡Dios mío!, ¿qué he hecho yo? —gritó Vronski, mesándose los cabellos—. ¿Qué acabo de hacer?

Y al pensar en la carrera perdida, en su humillante e imperdonable falta y en el pobre animal que tenía ante sí, volvió a repetir las mismas palabras.

El cirujano y su ayudante, sus compañeros y amigos, todo el mundo, en fin, corrían hacia Vronski, que, con gran pesar suyo, se veía sano y salvo.

El caballo tenía rota la espina dorsal y era preciso matarlo. Incapaz de pronunciar una sola palabra, Vronski no pudo responder a ninguna de las preguntas que le hicieron, y abandonó el campo de las carreras sin recoger la gorra que se le había caído, y andando a la casualidad sin saber adónde iba. Por primera vez en su vida era víctima de una desgracia que ya no tenía remedio, y de la cual se reconocía el único culpable.

Yashvin corrió tras de Vronski con la gorra y lo condujo a su alojamiento, donde al fin se calmó, volviendo del todo en sí; pero aquella carrera fue durante largo tiempo, uno de los recuerdos más penosos y crueles de su existencia.

Ana Karenina
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