XXXI

POR más que Anna se hubiese preparado de antemano, no esperaba que le produjera tan violentas emociones la contemplación de su hijo; y cuando entró en su alojamiento, tardó en entender dónde estaba y para qué estaba allí. Se decía, mientras se dejaba caer en un sillón junto a la chimenea, sin quitarse el sombrero: «¡Todo ha concluido; me he quedado sola!». Fijó la mirada inmóvil en el reloj de bronce próximo a la ventana y comenzó a reflexionar.

La doncella francesa que Anna había traído del extranjero entró para recibir órdenes: Anna pareció extrañarse al verla, y contestó:

—Más tarde.

Un criado que se presentó después para preguntar si servía el café, recibió igual contestación.

La nodriza italiana entró a su vez, llevando a la niña, que acababa de vestir; la criatura, al ver a su madre, sonrió, agitando los brazos como un pez sus aletas; golpeaba los pliegues de su vestido bordado, y se inclinaba hacia Anna, que no se resistió a recibirla. Era imposible no sonreír, no besar a la niña; imposible no dejarle coger el dedo, al que ella se asió chillando y saltando con todo su cuerpo, imposible también no ofrecerle los labios que ella, persiguiendo un beso, tomó con su boquita. Besando las frescas mejillas y los redondos ojos de su hija, la dejó cogerse a su mano con gritos de alegría, la tomó en brazos y la hizo saltar sobre sus rodillas; pero la presencia misma de aquella encantadora criatura la obligó a reconocer la diferencia que su corazón establecía. Lo que sentía Anna al ver a esa niña, rellenita y encantadora, no podía considerarse ni siquiera amor, comparando con lo que experimentaba por su hijo. Todo en aquella niña era bonito, pero, sin saber por qué, no llegaba a su corazón.

En otro tiempo había concentrado todo su amor y ternura en aquel niño, hijo de un hombre a quien no amaba, y nunca su hija, nacida en las más tristes condiciones, había recibido la centésima parte de las caricias prodigadas a Seriozha. La niña, por otra parte, solo representaba para ella esperanzas, mientras que su hijo era casi un hombre, que conocía ya la lucha con sus sentimientos y sus ideas: amaba a su madre, la comprendía, y tal vez la juzgaba… Lo creía así al recordar las palabras de su hijo, de quien estaba separada moral y materialmente sin ver ya remedio para esta situación.

Después de entregar la niña a su nodriza, y cuando esta se hubo retirado, Anna abrió un medallón que contenía un retrato de Seriozha cuando tenía la misma edad de la niña, y después buscó otros retratos de él en un álbum; los sacó todos para compararlos. Quedaba la última, la mejor fotografía, representaba a Seriozha a caballo en una silla, con blusa blanca, la sonrisa en los labios y las cejas un poco fruncidas; era su expresión más característica; y con sus dedos nerviosos, Anna quiso sacar el retrato del álbum para compararlo con los demás, pero no pudo. Para desprender la tarjeta de su marco, la empujó con otra fotografía; la primera que le vino a la mano.

Era un retrato de Vronski, hecho en Roma, con cabello largo y sombrero hongo.

«Helo aquí», se dijo; y al contemplar la imagen, recordó de pronto que representaba al autor de todos sus padecimientos.

No había pensado en él en toda la mañana, pero al ver aquel rostro varonil y de noble expresión, que tan bien conocía y amaba tanto, su corazón palpitó de amor.

«¿Dónde está? ¿Por qué me deja así sola, presa de mi dolor?», se preguntó con amargura, olvidando que ella le ocultaba con cuidado todo cuanto se refería a su hijo. En el mismo instante envió a decirle si podía subir, y con el corazón oprimido estaba pensando en las palabras con que se lo explicaría todo, e imaginando las frases de amor, que él buscaría para consolarla. El criado volvió diciendo que Vronski tenía visita, y que le enviaba a preguntar si podría recibirlo con el príncipe Yashvin, recientemente llegado a San Petersburgo. «No vendrá solo —pensó Anna—, y eso que no me ha visto desde ayer a la hora de comer; nada podré decirle si viene Yashvin.» Y una idea cruel cruzó por su mente. «¿Y si ha dejado de amarme?», murmuró.

Esta idea la indujo a repasar en su memoria todos los incidentes de los días anteriores, y en ellos creyó ver confirmado este pensamiento terrible. La víspera no había comido con ella; no ocupaba las mismas habitaciones, y en aquel momento deseaba presentarse acompañado, como si temiese una entrevista a solas.

«Pero su deber es confesármelo —se dijo—, así como el mío enterarme; si es verdad, ya sé lo que debo hacer», añadió, aunque no se hallaba en estado de imaginar lo que sería de ella si se probaba la indiferencia de Vronski. Esta inquietud, que rayaba en desesperación, la sobreexcitó; llamó a su doncella para pasar al tocador y se vistió con el mayor esmero, como para enamorar otra vez a Vronski si este se mostraba indiferente. La campanilla resonó antes que terminase su tocado.

Al entrar en el salón, la primera persona que vio fue a Yashvin. Vronski, mientras tanto, examinaba los retratos de Seriozha, olvidados sobre la mesa.

—Somos antiguos conocidos —dijo Anna, dirigiéndose hacia él y apoyando su pequeña mano en la diestra enorme del gigante, que miraba a su interlocutora con timidez, sentimiento que constrastaba singularmente con la talla gigantesca de Yashvin y sus acentuadas facciones—. Nos hemos visto el año pasado en las carreras…; déme usted eso —dijo tomando de la mano de Vronski los retratos de su hijo mientras que sus brillantes ojos le dirigían una significativa mirada—. ¿Han sido brillantes las carreras este año? —prosiguió—. Nosotros las hemos visto en Roma, en el Corso; pero me parece que a usted no le gusta vivir en el extranjero —añadió Anna con cariñosa sonrisa—. Ya lo conozco a usted, y aunque no nos hayamos visto hace tiempo, recuerdo sus gustos.

—Lo siento, porque los míos son generalmente malos —contestó, mordiéndose el bigote.

Después de algunos momentos de conversación, el príncipe, observando que Vronski consultaba su reloj, preguntó a Anna si se proponía permanecer largo tiempo en San Petersburgo, y tomando su quepis se levantó.

—No lo creo así —contestó Anna, mirando a Vronski con cierta turbación.

—Entonces ya no nos veremos —dijo Yashvin, volviéndose hacia Vronski—. ¿Dónde comes? —preguntó a este último.

—Venga usted a comer con nosotros —dijo Anna, con tono resuelto. Y contrariada por no poder disimular su inquietud siempre que se revelaba su falsa situación ante un extraño, se ruborizó—. La comida no es muy buena aquí —añadió—; pero, cuando menos, volveremos a vernos; sé que de todos sus compañeros de regimiento, usted es el que Alexiéi aprecia más.

—Con mucho gusto —contestó Yashvin, sonriendo de un modo que demostró a Vronski que Anna lo agradaba mucho.

El príncipe se despidió, quedándose Vronski atrás

—¿Te vas tú también? —preguntó Anna.

—Ya me he retrasado. Sigue andando —gritó a su amigo—, ya te alcanzaré.

Anna cogió la mano de su amante, fijó en él la vista pensando en lo que podría decirle para retenerlo.

—Espera —murmuró, oprimiendo la mano de Vronski contra su mejilla—; quiero preguntarte una cosa: ¿te parece que he hecho mal en convidarlo a comer?

—Nada de eso —contestó Vronski, con tranquila sonrisa, besándole la mano.

—Alexiéi —continuó Anna estrechándole una mano contra las suyas— ¿no has cambiado para mí? Ya no puedo resistir más aquí. ¿Cuándo nos marcharemos?

—Muy pronto, muy pronto; no puedes figurarte cuánto me pesa la vida de aquí.

Y retiró su mano.

—¡Pues bien, vete! —repuso Anna, algo resentida y alejándose presurosa.

Ana Karenina
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