XXXI
VRONSKI obsequió con una gran comida al nuevo elegido y a sus favorecedores.
Al asistir a las elecciones, el conde había querido asegurar su independencia a los ojos de Anna, complacer a Sviyazhski y llenar los deberes que se imponía como propietario de importancia; pero sin presentir el apasionado interés que tomaría en las elecciones y el éxito con que desempeñaría su papel. Había conseguido, por lo pronto, atraerse la simpatía general, y no se engañaba al creer que inspiraba ya confianza. Esta súbita influencia era debida, en parte, a la hermosa casa que ocupaba en la ciudad, cedida por un antiguo compañero suyo, entonces director del banco de Kashin; a su excelente cocinero, a su compañerismo con el gobernador y, sobre todo, a sus modales sencillos y afables, con que se atrajo las simpatías, a pesar de su reputación y altivez. Los que hablaron con él aquel día, excepto Lievin, le atribuyeron el triunfo de Neviedovski, y experimentó cierto orgullo al pensar que dentro de tres años, si estaba casado, nada le impediría presentarse de por sí a las elecciones. En la mesa del banquete colocó a su derecha al gobernador, como hombre a quien respetaba la nobleza, de la cual había merecido los sufragios por su discurso, pero que para Vronski no era más que Máslov Katka —así lo llamaban en el cuerpo de pajes—, a quien Vronski intentaba mettre à son aise; y a su izquierda se sentó Neviedovski, joven de fisonomía impenetrable y expresión desdeñosa, que fue objeto de toda clase de consideraciones.
A pesar de su derrota parcial, Sviyazhski estaba muy satisfecho de que su partido hubiese triunfado, y refirió con mucho gracejo durante la comida diversos incidentes de las elecciones, en las que el anciano mariscal había hecho un papel tan ridículo. Oblonski, muy contento al ver la satisfacción general, estaba de broma, y así es que cuando después de la comida se expidieron telegramas a todas partes, también quiso enviar uno a Dolli «para complacer a todos», según dijo a sus amigos; pero Dolli, al recibir el parte, lamentó con un suspiro el rublo que le costaba, comprendiendo que su esposo había comido bien, porque era una de sus debilidades servirse del telégrafo después de un banquete.
Se brindó con vinos excelentes, que no tenían nada de ruso; se dio al nuevo mariscal el tratamiento de excelencia, tratamiento que, a pesar de su aire indiferente, le agradó sin duda tanto como a la casada joven le gusta que la llamen señora. No se olvidó beber a la salud de «nuestro amable anfitrión» y a la del gobernador.
Jamás hubiera esperado Vronski verse en provincia como centro de tan distinguida reunión.
Hacia el fin del banquete redobló la alegría, y el gobernador rogó al conde que asistiera a un concierto organizado por su esposa «en provecho de nuestros hermanos»; era antes de la guerra de Serbia.
—Se bailará después —dijo—, y verás a nuestra beldad, que es notable.
—Not in my line —contestó Vronski, sonriendo—; pero, en fin, iré.
En el momento en que se encendían los cigarros, al levantarse los convidados de la mesa, el ayuda de cámara de Vronski se le acercó, llevando una carta en una bandeja.
—Un mensajero la trae del campo —dijo.
La carta era de Anna, y antes de abrirla, Vronski adivinó su contenido; se había obligado a estar de vuelta el viernes, pero aún se hallaba ausente el sábado, a causa de haberse prolongado las elecciones. La carta debía estar llena de quejas, y sin duda se había cruzado con la que envió la víspera para explicar su retraso. El contenido de la carta fue más penoso aún de lo que esperaba; la niña estaba enferma y el médico temía una inflamación.
Aquí sola —decía— pierdo la cabeza, pues la princesa Varvara, en vez de auxiliar, es un estorbo. Te esperaba anteanoche, y te envío un mensajero para saber lo que ha sido de ti. Si no hubiese temido ser desagradable, hubiera ido yo misma. Da una contestación cualquiera, a fin de que yo sepa lo que debo hacer.
¡La niña estaba gravemente enferma, y Anna había querido ir ella misma!
El contraste de este amor exigente con la divertida reunión que era preciso abandonar, produjo en Vronski una impresión desagradable; pero marchó aquella misma noche en el primer tren.