VIII

LIEVIN salió del comedor muy contento y encontró a su suegro en la sala contigua.

—¿Qué dices de este empleo de la indolencia? —preguntó el anciano príncipe, cogiéndose del brazo de su yerno—. Vamos a dar una vuelta.

—No deseo otra cosa, porque esto me interesa.

Hablando y saludando a sus antiguos amigos al paso, los dos atravesaron las salas donde se jugaba a los naipes o al ajedrez, y pronto llegaron al billar, en el que un grupo de jugadores rodeaba una mesa llena de botellas de champaña; después dirigieron una mirada a la sala infernal, donde vieron a Yashvin, y, por último, visitaron el gabinete de lectura y otra habitación a la que el príncipe daba el nombre de «sala de los sabios», donde solo hallaron a tres caballeros discutiendo sobre política.

—Príncipe, lo esperan a usted —dijo uno de sus compañeros de juego, que lo buscaba por todas partes.

Una vez solo, Lievin, recordando las conversaciones sobre política oídas aquella mañana, no quiso escuchar la de aquellos tres señores, y se alejó en busca de Túrovtsyn y de Oblonski, con los cuales no se aburría.

Los encontró en la sala de billar, donde Stepán Arkádich y Vronski hablaban junto a la puerta.

Lievin oyó que el último decía: «No es que ella se aburra, pero esa indecisión la enerva», y quiso alejarse, pero Stepán Arkádich lo llamó.

—No te vayas, Lievin —le dijo, con los ojos húmedos, como los tenía siempre después de beber o de enternecerse; aquel día era lo uno y lo otro.

—Es mi mejor amigo —dijo, dirigiéndose a Vronski—, y como también me une contigo una sincera amistad, quisiera que os apreciaseis, porque sois dignos uno de otro.

—Ya no nos falta más que abrazarnos —contestó Vronski alegremente, ofreciendo a Lievin una mano, que este estrechó con la mayor cordialidad.

—Quedo muy complacido —dijo.

—Yo también —repuso Vronski.

A pesar de esta mutua satisfacción, ninguno de los dos supo decir nada.

—¡Trae champaña! —gritó Oblonski a un criado, y volviéndose hacia Vronski, añadió—. Ya sabes que Lievin no conoce a Anna, y por tanto quiero presentarlo.

—Se alegrará mucho —replicó Vronski—. Yo os hubiera rogado que fuéramos ahora mismo, pero estoy inquieto por Yashvin, y quiero vigilarlo.

—¿Está perdiendo?

—Todo cuanto posee; solo yo tengo alguna influencia sobre él, y, por consiguiente, voy a buscarlo.

Y Vronski se alejó para reunirse con su amigo. Lievin descansaba de la fatiga intelectual producida por la conversación con Katavásov. Le alegraba su reconciliación con Vronski, y no le abandonaba ni por un instante una sensación de serenidad y satisfacción.

—¿Por qué no hemos de ir a casa de Anna sin él? —preguntó Stepán Arkádich, cogiendo del brazo a Lievin cuando estuvieron solos—. Hace mucho tiempo que he prometido presentarte. ¿Qué piensas hacer esta noche?

—Nada de particular; vamos allá si lo deseas.

—Muy bien. Manda acercar el coche —dijo Oblonski a un lacayo.

Levin se acercó a la mesa, pagó la apuesta perdida en el partido, cuarenta rublos; pagó el gasto que había hecho en el club a un lacayo viejecito en la puerta, que de una manera particularmente misteriosa ya sabía cuánto era; y moviendo mucho los brazos, a través de diversas salas se dirigió hacia la puerta.

Ana Karenina
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