XXI
VENÍA a buscarte —dijo Petritski, entrando en la habitación—; tu balance ha durado mucho hoy. ¿Está ya al corriente?
—Sí —contesto Vronski, sonriendo solo con sus ojos y atusándose las puntas del bigote con tanto cuidado, como si cualquier movimiento más atrevido y brusco pudiera destruir el orden en que había dejado sus asuntos.
—Cuando sales de esos balances se diría que acabas de tomar un baño. Acabo de ver a Gritska[36] (así llamaban al coronel de su regimiento), y me ha dicho que te esperan.
Vronski miraba a su compañero sin contestarle, porque su pensamiento no estaba allí.
—¡Ah! —exclamó de pronto, escuchando el aire bien conocido de las polcas y valses de la música militar, que se oía a lo lejos—. En su casa será donde hay música. ¿Qué fiesta es?
—La llegada de Serpujovskói.
—No lo sabía —repuso Vronski, cuyos ojos brillaron con más viveza.
Había resuelto sacrificar su ambición a su amor y ser feliz; de modo que no podía resentirse de que el general no hubiese ido a verlo aún. Serpujovskói era su buen amigo, y Vronski se alegró al oír de él.
El coronel Diomin ocupaba una casa señorial enorme. Todos estaban en el amplio balcón de la planta baja. Lo primero, que vio Vronski, fueron los cantantes del regimiento, que permanecían en pie en el patio, alrededor de un pequeño barril de vodka; en el primer escalón del terrado, el coronel y sus oficiales gritaban con fuerza, dominando su voz los acordes de la música, y daba órdenes a un grupo de soldados que con algunos suboficiales se acercaban al balcón al mismo tiempo que Vronski.
El coronel, que había vuelto a la mesa con una copa de champaña en la mano, pronunció el brindis siguiente.
—A la salud de nuestro antiguo compañero e intrépido general príncipe Serpujovskói. ¡Hurra!
Detrás del coronel iba el general, también con una copa en la mano.
Vronski no lo había visto hace tres años. Le pareció más varonil, se había dejado crecer las patillas, pero seguía igual de esbelto, y sorprendía no tanto con su belleza, sino con el aspecto tierno y noble de sus facciones y su figura. El único cambio que observó Vronski fue esa aureola, tranquila y persistente, que adquieren los rostros de aquellos que han triunfado y además son conscientes de que los demás no ignoran su éxito. Vronski conocía esta aureola, y inmediatamente la vio en el rostro del general.
Al bajar la escalera, el general vio a Vronski, y una sonrisa de alegría iluminó su rostro, hizo una señal con la cabeza, levantando su copa, y le envió un saludo afectuoso.
—Me alegro de verte —gritó el coronel—, pues Yashvin aseguraba que estabas estos días de mal humor.
En aquel momento se acercó el general a Vronski.
—¡Celebro mucho verte! —exclamó, estrechándole la mano y separándose de los demás.
—Cuídese usted de ellos —gritó el coronel a Yashvin.
Y bajó para hablar a los soldados.
—¿Por qué no fuiste ayer a las carreras? —preguntó Vronski al general—. Esperaba verte allí.
—Llegué demasiado tarde…, dispénsame —añadió, volviéndose hacia un ayudante de campo. Y sacando de su cartera tres billetes de cien rublos, le dijo—: Distribúyase eso de mi parte.
—Vronski, ¿quieres comer o beber? —preguntó Yashvin.
—¡Hola!, que traigan algo al conde, y entre tanto bebe esto.
La fiesta se prolongó largo tiempo, se bebió mucho y el general fue conducido en triunfo, así como también el coronel; este último bailó después una danza de carácter, y algo cansado al fin, se sentó en un banco para demostrar a Yashvin la superioridad de Rusia sobre Prusia, particularmente en las cargas de caballería. El general fue a lavarse las manos en el gabinete tocador, donde encontró a Vronski, quien en mangas de camisa, la cabeza bajo un chorro de agua, se frotaba enérgicamente, y que después de terminar sus abluciones, se sentó en un pequeño diván, junto a su amigo.
—He sabido siempre por mi esposa cuanto a ti se refería, y me alegro que la veas a menudo.
—Es una amiga de Varia, y son las únicas mujeres de San Petersburgo a quienes tengo el gusto de visitar —contestó Vronski con una sonrisa, previendo el giro que iba a tomar la conversación, nada desagradable para él.
—¿Las únicas? —preguntó el general, sonriendo también.
—Sí; yo sabía también todo lo concerniente a ti, pero no era solo por tu esposa —dijo Vronski, eludiendo toda indirecta por la grave expresión de su rostro—. He celebrado tus triunfos, sin sorprenderme de ellos, pues todavía esperaba más.
El general sonrió, porque esta opinión lo lisonjeaba y no veía motivo para disimularlo.
—No esperaba tanto —repuso—; pero estoy muy contento, pues tengo la debilidad de ser ambicioso, y no lo oculto.
—Tal vez lo ocultaras si no te salieran tan bien las cosas.
—No creo. No llegaré a decir que sin ambición no valdría la pena de estar en este mundo; pero la vida sería monótona. Acaso me engañe, mas me parece que poseo las cualidades necesarias para el género de actividad que he elegido, y que el poder entre mis manos, cualquiera que fuese, estaría mejor colocado que en las de otros muchos que yo conozco. He aquí por qué cuanto más me acerque al poder más contento estaré.
—Esto será verdad para ti, mas no para todo el mundo; yo también he pensado como tú, y, sin embargo, vivo y me parece que la ambición no es el único objeto de la existencia.
—Ya estamos —dijo el general, sonriendo—. Comienzo por decirte que he sabido el incidente de tu negativa, y, como era natural, ha merecido mi aprobación. Opino que has obrado bien en el fondo; pero no en las condiciones que debías hacerlo.
—A lo hecho, pecho; ya sabes que yo no reniego de mis actos, y, por otra parte, no me va mal.
—Lo que dices será bueno por algún tiempo, pero no siempre te contentarás. Tu hermano será un buen muchacho, todo cuanto quieras; pero a ti no te basta con esto.
—No digo que me baste.
—Y además, los hombres como tú son necesarios.
—¿A quién?
—¿A quién? A la sociedad, a Rusia. Nuestro país necesita hombres y un partido; si esto falta, todo se lo llevará el diablo.
—¿Y qué entiendes por eso? ¿El partido de Bertiéniev contra los comunistas rusos?
—No —contestó el general, haciendo una mueca al pensar que se le podía creer capaz de semejante disparate—; tout ça est une blague: lo que ha sido, será siempre. No hay comunistas, y sí solo hombres que necesitan inventar un partido peligroso cualquiera, por espíritu de intriga. Lo que necesitamos es un grupo poderoso de hombres independientes como tú y yo.
—¿Para qué? Yo conozco varias personas de influencia, ¿por qué crees que no son independientes?
Vronski citó varios nombres.
—Si esos no lo son —repuso el general— es porque desde su nacimiento no tuvieron independencia más que de nombre ni han vivido, como nosotros, cerca del sol. Con el oro o los honores se puede comprarlos; mas para mantenerse deben seguir una dirección a la que ellos mismos no atribuyen a veces ningún sentido, que puede ser mala, pero cuyo objeto es asegurarles una posición oficial y cierto sueldo. Cuando observan sus manejos, no se ve más en el fondo. Tal vez yo sea peor que ellos, o más torpe; mas, en todo caso, tengo, como tú, la gran ventaja de que sea más difícil comprarme. Semejantes hombres son ahora más necesarios que nunca.
Vronski escuchaba atentamente, no tanto por el valor de las palabras como porque comprendía el alcance de las miras de su amigo. Mientras que él no se fijaba sino en los intereses de su escuadrón, el general, teniendo en cuenta la lucha con el poder, se creaba un partido en las esferas oficiales. También comprendió toda la fuerza que tenía Serpujovskói por su indiscutible capacidad de pensar y comprender las cosas, por su inteligencia y el poder de sus palabras, que apenas se encontraban en la sociedad en la que vivía.
No sin avergonzarse, Vronski reconoció que experimentaba un sentimiento de envidia.
—Me falta una cualidad esencial para elevarme —repuso Vronski—, y es el amor al poder: lo tuve y lo perdí.
—No lo creo —dijo el general en tono de broma.
—Pues te aseguro que es la verdad, al menos «ahora», si he de hablar con franqueza.
—«Ahora», tal vez; pero esto no durará siempre.
—Es posible.
—Tú dices que «es posible», y yo digo «ciertamente no» —continuó el general, como si adivinase el pensamiento de su interlocutor—; he aquí por qué deseaba hablar contigo. Admito tu primera negativa; mas para el porvenir te pido carta blanca. No la echo de protector contigo, aunque no sé por qué no lo haría, pues con frecuencia tú lo has sido mío. Nuestra amistad se sobrepone a todo. Sí, dame carta blanca y yo te empujaré sin que se conozca.
—Advierte que yo solo pido que el presente subsista.
El general se levantó, y colocándose delante de su interlocutor, le dijo:
—Te comprendo, pero escúchame: nosotros somos de la misma edad; tal vez hayas conocido más mujeres que yo —su sonrisa y ademán revelaron a Vronski la delicadeza con que tocaba este punto sensible—; pero yo soy casado, y no aseguraría quién sabe más sobre ello, si aquel que solo ha conocido y amado la suya o el que ha tratado con mil…
—Ya vamos —gritó Vronski, al oír a un oficial que se presentaba para llamarlos de parte del coronel; tenía curiosidad por saber en qué terminaría la explicación del general.
—En mi concepto —continuó Serpujovskói—, la mujer es la piedra de toque en la carrera del hombre; difícil es amar a una y hacer nada bueno; y la única manera de no verse reducido a la inacción por el amor es casarse. ¿Cómo te explicaré esto? —continuó el general, a quien agradaban mucho las comparaciones—. Supongamos que llevas una carga; mientras no te la sujeten al hombro, de poco te servirán las manos; y esto es lo que me ha sucedido a mí al casarme, pues ya las tenía sujetas, y después me quedaron libres; pero llevar esa carga sin el casamiento es imposibilitarse para toda acción. Acuérdate de Mazankov y de Krúpov… Gracias a las mujeres, perdieron su carrera.
—¡Sí, pero qué mujeres! —exclamó Vronski, al pensar en la actriz y en la francesa que habían encadenado a aquellos dos hombres.
—Cuanto más elevada es la posición social de la mujer mayor es la dificultad: entonces ya no es solo llevar una carga, sino quitársela al otro.
—Tú no has amado —murmuró Vronski, pensando en Anna.
—Tal vez, pero piensa en lo que te he dicho, y no olvides lo que voy a decirte: todas las mujeres son más materiales que los hombres; nosotros tenemos una concepción grandiosa del amor, pero ellas se quedan siempre terre-a-terre… Ahora iremos —dijo a un criado que entraba en la habitación; pero este no iba a buscarlos, sino que llevaba una carta a Vronski.
—De la princesa Tverskaia —dijo.
Vronski rasgó el sobre y se sonrojó al leer el contenido.
—Me duele la cabeza y vuelvo a casa—dijo al general.
—Entonces, adiós —dijo Serpujovskói—.
—¿Entonces me das carta blanca?
—Luego hablaremos. Te buscaré en San Petersburgo.