II

¡NO olvides hacer una visita a los Boll! —dijo Kiti a su marido cuando antes de partir, entró en su cuarto a las once de la mañana—. Sé que comerás en el club con papá, pero ¿qué harás antes?

—Iré a casa de Katavásov.

—¿Por qué tan temprano?

—Me ha prometido presentarme a un sabio de San Petersburgo, Metrov, con quien quiero hablar sobre mi libro.

—¿Y después?

—Al tribunal para un asunto de mi hermana.

—¿No irás al concierto?

—¿Qué quieres que haga allí solo?

—Te ruego que vayas, pues oirás dos composiciones nuevas que te gustarán.

—En todo caso volveré antes de comer para verte.

—Ponte la levita para ir a casa de los Boll.

—¿Lo crees necesario?

—Ciertamente, lo mismo hizo el conde para venir a vernos.

—He perdido de tal modo la costumbre de las visitas, que tengo cortedad; siempre me parece que van a preguntar con qué derecho se introduce en la casa un extraño como yo que no va para tratar de negocios.

Kiti soltó la carcajada.

—Bien hacías visitas cuando eras soltero.

—Es verdad, pero mi confusión era la misma. Ahora he perdido el habito por completo, y de verás, prefiero quedarme dos días sin comer a una visita de estas. ¡Que vergüenza! Siempre pienso que se van a enfadar y decir: ¿para que habrá venido si no tiene ningún asunto pendiente?

Y besando la mano de su esposa iba a retirarse, cuando esta lo detuvo.

—Kostia —le dijo—, ya sabes que solo me quedan cincuenta rublos; y me parece que no hago gastos inútiles —añadió, al notar que el semblante de su esposo se oscurecía—. El dinero desaparece tan pronto que sin duda nuestro sistema es vicioso por algún concepto.

—De ningún modo —contestó Lievin, con una tosecita seca que en él era indicio de contrariedad—. Ahora iré al banco; y, por otra parte, he escrito al intendente para que venda el trigo y cobre por adelantado el alquiler del molino. No faltará el dinero.

—A veces me arrepiento de haber escuchado a mamá, pues os canso a todos y se gasta mucho. ¿Por qué no nos habremos quedado en el campo, donde estábamos tan bien?

—Yo no me arrepiento de nada de lo que he hecho desde que me casé.

—¿De veras? —preguntó Kiti, mirando fijamente a su marido.

Lievin había dicho aquello sin pensarlo tan solo para consolarla. Pero cuando leyó en aquellos ojos sinceros una interrogación muda, repitió lo mismo de todo corazón. «Empiezo a olvidarla», pensó. Y recordó el acontecimiento que esperaban.

—¿Pronto? —le preguntó, tomándole ambas manos.

—Lo he pensado tantas veces que ya no sé nada.

—¿Tienes miedo?

Kiti sonrió con desprecio.

—En absoluto.

—Si ocurre algo, estoy en casa de Katavásov.

—No va a ocurrir nada. Iré a pasear con papá. Pasaremos por casa de Dolli. Te espero antes de comer. A propósito, ¿sabes que la posición de Dolli no es ya sostenible? Ayer hablamos con mamá y Arsieni, el esposo de nuestra hermana Natalia, y han acordado que tú hables a Stepán, porque papá no hará nada.

—Con Arsieni estoy dispuesto a todo; pero ¿qué quieres que hagamos nosotros? De todos modos iré a casa de los Lvov, y tal vez entonces vaya al concierto con Natalia.

El anciano Kuzmá, que hacía las funciones de mayordomo, anunció a su amo que uno de los caballos cojeaba. Al instalarse en Moscú, Lievin había procurado montar una cuadra conveniente que no le costase mucho; pero hubo de reconocer que los caballos alquilados eran más baratos, y optó por ellos, porque estaba decidido a suprimir todo exceso de gasto. El primer billete de cien rublos invertido fue el único que le causó pesar; se trataba de comprar libreas a los criados, y al pensar que aquel dinero le representaba el salario de dos trabajadores de verano, es decir de trescientos días laborales en total, preguntó si las libreas eran indispensables; pero el asombro de la princesa y de Kiti al oír esto le cerró la boca. El segundo billete de cien rublos, para la compra de las provisiones necesarias con motivo de darse una gran comida de familia, no le costó tanto, aunque calculaba mentalmente el número de medidas de avena que aquel dinero representaba.

Después de esto, los billetes desaparecieron como por encanto, pero Lievin no se preguntó ya si el placer que compraba con su dinero era proporcionado a las molestias que ocasionaba; olvidó sus principios fijos sobre el deber de vender el trigo al más alto precio que fuera posible; y ni aun pensó que los gastos que hacía le llenarían de deudas muy pronto.

Tener dinero en el banco para atender a las necesidades diarias de la casa fue en adelante todo su afán; hasta entonces no le había escaseado, pero la demanda de Kiti acababa de turbarlo. ¿Cómo adquiriría dinero más tarde? Sumido en estas reflexiones se dirigió a casa de Katavásov.

Ana Karenina
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