XVIII

OYÉNDOSE pasos, una voz de hombre y otra de mujer una carcajada, entrando a poco los visitantes en el salón: eran Safo Shtoltz y un joven que contestaba al nombre de Vásika, cuyo rostro expresaba la satisfacción y una salud algo exuberante: las trufas, el vino de Borgoña y las carnes casi crudas habían producido en aquel hombre un efecto demasiado activo. Vásika saludó a las dos damas al entrar, pero su mirada fue fugaz, y atravesó el salón detrás de Safo, fijos en ella sus brillantes ojos. La dama, una rubia de ojos negros, entró con desenvoltura, irguiéndose sobre sus tacones enormes, y fue a estrechar vigorosamente la mano a las damas, como lo hacen los hombres.

Anna quedó admirada al ver la hermosura de aquella nueva deidad, que aún no conocía, y cuyo traje tocaba en los últimos límites de la elegancia. La baronesa llevaba en la cabeza una verdadera armazón de cabello verdadero y postizo, de un bonito color de oro; este tocado, muy alto, comunicaba a la cabeza poco más o menos la misma altura de firme y bien modelado busto, muy escotado por delante. La impetuosidad de sus movimientos era tal que con cada paso se dibujaban las formas de las rodillas y la parte superior de las piernas debajo del vestido… tan descubierto por arriba y tan disimulado y envuelto por abajo y por detrás.

Betsi se apresuró a presentar a su amiga Anna.

—Figúrese usted —comenzó a decir la baronesa, guiñando los ojos con una sonrisa y desviando la cola de su vestido— que hemos estado a punto de aplastar a dos soldados. Yo iba con Vaska… ¡Ah!, se me olvidaba que usted no lo conoce.

Y designó al joven por su nombre de familia, ruborizándose por haberlo llamado así delante de extraños. El joven saludó por segunda vez, sin decir palabra, y volviéndose hacia Safo, repuso:

—Ha perdido usted la apuesta, hemos llegado primero; tiene que pagar.

—…

—Es igual. Ya lo cobraré luego.

—Bueno, bueno. ¡Ah, Dios mío! —exclamó de pronto, volviéndose hacía la dueña de la casa—. Soy una aturdida; se me olvidaba decir a usted que le traigo un huésped: helo aquí.

La personalidad presentada por Safo, un joven a quien no se esperaba, resultó tener una importancia tal que las damas se levantaron para recibirlo.

Era el nuevo adorador de Safo, y así como Vásika, la seguía por todas partes.

En aquel momento entraron el príncipe Kaluzhski y Liza Merkálova con Striómov. Liza era una morena algo flaca, de aspecto indolente, tipo oriental, con ojos que se juzgaban impenetrables; su traje oscuro, que Anna observó desde luego, estaba en perfecta armonía con su género de belleza. Si Safo era brusca y resuelta, Liza, en cambio, se caracterizaba por su suavidad y cierta negligencia.

Para el gusto de Anna, Liza era mucho más atractiva.

Cuando Betsi hablaba de ella, solía criticar sus modales de niña inocente; pero no tenía razón, pues Liza era en realidad una mujer encantadora por su indolencia y dejadez. Así como Safo, siempre llevaba cosidos a la falda dos adoradores que la devoraban con la vista, uno joven y otro viejo; pero había en ella algo superior a las personas que la rodeaban; era como un diamante entre simples abalorios; y de sus hermosos ojos enigmáticos radiaba el brillo de la piedra preciosa; al verla se creía leer en su interior, y no se podía verla sin amarla. Al divisar a Anna, su rostro expresó la mayor alegría.

—¡Ah, cuánto me alegra verla! —exclamó acercándose—. Ayer tarde quise hablarle en las carreras, pero acababa usted de marcharse cuando pude llegar a su tribuna. ¿No es verdad que aquello era horrible? —añadió, con una mirada en que se leía su sinceridad.

—Ciertamente; jamás hubiera creído que eso pudiese conmover tanto —contestó Anna, ruborizándose.

Los jugadores de críquet se levantaron para ir al jardín.

—Yo no bajo —dijo Liza, sentándose junto a Anna— y supongo que usted tampoco —añadió, mirando a esta—. ¿Qué diversión puede haber en ese juego?

—Pues no de la de agradarme a mí —repuso Anna.

—¿Cómo se arregla usted para no aburrirse? Usted vive y yo me muero de hastío.

—Pero ¿cómo puede usted aburrirse, siendo su casa una de las más alegres de San Petersburgo? —preguntó Anna.

—Tal vez aquellos que nos creen alegres se aburren acaso más que nosotros, aunque yo no me divierto nunca y me acosa el tedio cruelmente.

Safo encendió un cigarrillo, y seguida de los jóvenes, se fue al jardín. Betsi y Striómov permanecieron junto a la mesa de té.

—Vuelvo a repetirlo —continuó Liza—, ¿cómo hace usted para no conocer el aburrimiento? He aquí una mujer que puede ser feliz o desgraciada, pero que nunca se aburre.

—No hago nada —replicó Anna, ruborizándose por aquella insistencia.

—Es lo mejor que se puede hacer —dijo Striómov, mezclándose en la conversación.

Era hombre de unos cincuenta años, de cabello gris, pero bien conservado; aunque feo, se distinguía por su tipo original y su rostro de expresión inteligente. Liza Merkálova era sobrina de su mujer y pasaba junto a ella todos sus ratos de ocio. Al encontrar a Anna en sociedad procuró mostrarse con ella amable, como hombre bien educado, y precisamente porque estaba en mala inteligencia con su marido.

—El mejor medio es no hacer nada —repitió Striómov—, y hace ya mucho tiempo que se lo he dicho. Para no aburrirse basta no creer en el aburrimiento, así como cuando se padece de insomnio no se ha de pensar que no se dormirá nunca. Esto es lo que ha querido decir Anna Arkádievna.

—Me complacería haber dicho efectivamente eso —repuso Anna, sonriendo—, puesto que es una verdad.

—Pero ¿por qué es tan difícil dormir como no aburrirse?

—Para dormir es preciso haber trabajado, y para divertirse, también.

—¿Para qué voy a trabajar si nadie lo necesita?… No sé fingir solo por hacer algo, ni quiero hacerlo.

Como verá rara vez a Anna, Striómov no podía decirle otra cosa que no fueran trivialidades acerca de su vuelta a San Petersburgo, de su amistad con la condesa Lidia Ivánovna, pero las decía con una expresión que señalaba su sincero deseo de serle agradable y de mostrarle su respeto.

—Es usted incorregible —replicó Striómov.

—Ruego a usted que no se vaya —dijo Liza, al saber que Anna pensaba retirarse.

Striómov intervino también:

—Hallará usted un contraste demasiado notable —dijo— entre la sociedad de aquí y la de la anciana Wrede, y además, siempre será usted blanco de su maledicencia; mientras que entre nosotros despierta sentimientos muy diferentes.

Anna quedó pensativa un momento; las palabras lisonjeras de aquel hombre de talento, la simpatía infantil y cándida de Liza y aquel centro mundano a que estaba acostumbrada, y en el cual le parecía respirar en libertad, comparado con lo que le esperaba en su casa, la hicieron vacilar. Pensó si podría aplazar el momento terrible de la explicación; pero recordando la necesidad absoluta de adoptar un partido, y su profunda desesperación de la mañana, se levantó y se despidió.

Ana Karenina
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