XVI

DARIA Alexándrovna, aunque temiendo ser desagradable a los Lievin, que rehuían toda relación con Vronski, deseaba mucho ir a visitar a Anna para demostrarle su afecto. El corto viaje que proyectaba ofrecía ciertas dificultades, y a fin de no molestar a su cuñado, quiso alquilar caballos en el pueblo. Apenas lo supo Lievin, dirigió amargas quejas a Dolli.

—¿Por qué crees tú —le dijo— disgustarme a mí por ir a visitar a Vronski? Aunque así fuese, más me afligiría que te sirvieses de otros caballos que de los míos; los que te alquilen no podrán recorrer nunca setenta verstas de una tirada.

Dolli se sometió al fin, y en el día indicado se puso en marcha, bajo la protección del tenedor de libros, que para mayor seguridad se colocó junto al cochero a guisa de lacayo. El coche no era muy bueno, pero sí bastante sólido para recibir una larga carrera, y Lievin, además de cumplir así con un deber de hospitalidad, evitaba que hiciese un gasto considerable, atendidos sus medios.

Comenzaba a despuntar el día cuando Daria Alexándrovna emprendió la marcha; mecida por el movimiento regular de los caballos, se aletargó muy pronto, y no se despertó hasta llegar al paraje donde se había preparado el cambio de tiro; aquí tomó té en casa del aldeano donde Lievin se detuvo cuando fue a visitar a Sviyazhski, y después de descansar un rato, continuó su viaje.

En su atareada vida, y absorta siempre por sus deberes maternales, Dolli había tenido poco tiempo para reflexionar, y así es que aquella carrera solitaria de cuatro horas le proporcionó ocasión de entregarse a profundas meditaciones sobre su pasado, considerándolo desde diversos aspectos.

Primero pensó en sus hijos, confiados al cuidado de su madre y su hermana —con esta última contaba particularmente—; y después le preocuparon otros asuntos. Debía cambiar de habitación al volver a Moscú, arreglar la casa y comprar a su hija mayor un abrigo nuevo para el invierno. Otra cuestión ocupaba el pensamiento de Dolli. ¿Cómo se compondría para continuar convenientemente la educación de los niños? Las niñas la inquietaban poco, pero no así los muchachos. Le había sido dado ocuparse de Grisha aquel verano, porque su salud se lo permitió, pero si sobrevenía un embarazo… Y Dolli pensó que sería injusto considerar los dolores de este como una señal de la maldición que pesa sobre la mujer. «Lo malo no es el parto, sino el embarazo», pensó, al recordar su embarazo y la muerte de su último hijo. Y recordó una conversación con una campesina. A la pregunta de Dolli acerca de si tenía hijos, la campesina había respondido:

—Tenía una niña, pero Dios me ha dejado libre. La enterré en cuaresma.

—¿Sufriste mucho?

—¿Y por qué iba a sufrir? El viejo ya tiene bastantes nietos. No dan más que trabajo.

A Daria Alexándrovna aquella respuesta le pareció entonces repugnante. Ahora recordaba las palabras de la campesina. En su cínica respuesta había una parte de razón.

«En resumen —pensó Dolli, recordando sus quince años de matrimonio—, no he conocido más que embarazos, náuseas, completa embotadura de la inteligencia, indiferencia hacia todo y, sobre todo, fealdad. Hasta Kiti, joven y bonita, se ha estropeado. A mí los embarazos me afean mucho, lo sé. El parto, los dolores, dolores horrorosos, el último instante…, y después el pecho, noches de insomnio y nuevos dolores.» Al evocar este recuerdo se estremeció, reflexionando sobre sus padecimientos, sus largos insomnios, las privaciones sufridas para criar a sus hijos, las enfermedades de estos, las malas inclinaciones que debió combatir, los gastos de la educación y, lo que aún era peor que todo: la muerte. Su corazón de madre padecía aún al pensar en la pérdida del último nacido, arrebatado por la difteria. Solo ella lo había llorado, y la indiferencia general contribuyó a que su pena fuese más amarga.

«¿Y cuál sería el resultado de aquella vida llena de disgustos? Sin levantar la cabeza, unas veces por los embarazos, otras por la lactancia, siempre irritada, siempre de mal humor, amargada y amargando la vida de los demás, pasaré la vida, sin gustar a mi marido, y todo para criar unos hijos desgraciados, mal educados y pobres. ¿Qué habría hecho yo este verano si los Lievin no hubiesen tenido la atención de invitarme a pasar la temporada con ellos? Pero aunque sean muy afectuosos, no podrán hacerlo otra vez, porque más tarde también ellos tendrán hijos que ocuparán la casa. Papá, que se ha despojado casi por nosotras, no podrá tampoco ayudarnos, y siendo así, ¿cómo podré lograr que mis hijos sean hombres? Será preciso buscar protección, humillarme, pues no puedo contar con Stepán. ¡Y gracias que no sigan un mal camino!» Volvió a recordar su conversación con la campesina y de nuevo tuvo que reconocer la gran parte de verdad que había en sus palabras.

—¿Nos acercamos ya, Mijaíl? —preguntó Dolli al cochero para desechar sus tristes ideas.

—Aún faltan siete verstas a partir del pueblo.

El vehículo atravesó un pequeño puente, donde varias segadoras, con la guadaña al hombro, se detuvieron para verla pasar; todos aquellos semblantes parecían alegres y contentos, llenos de vida y salud.

«Todos viven y disfrutan de la existencia —pensó Dolli, mientras el vehículo franqueaba una pendiente—; solo yo parezco una prisionera a quien se ha puesto momentáneamente en libertad. Mi hermana Natalia, Váreñka, Anna, todas esas mujeres saben lo que es la existencia, pero yo lo ignoro. ¿Y por qué acusan a Anna? Si yo no hubiese amado a mi esposo, habría hecho otro tanto. Ella ha querido vivir, esta es una necesidad que Dios nos ha puesto en el corazón. ¿No me arrepentí yo misma de haber seguido sus consejos, en vez de separarme de mi esposo? ¿Quién sabe si hubiera podido comenzar la existencia de nuevo, amar y ser amada? ¿Es más decoroso lo que yo hago? Tolero a mi esposo porque lo necesito y nada más. Entonces tenía yo todavía alguna belleza.»

Dolli quiso buscar en su saco de viaje un espejito, pero se contuvo por temor de que la observaran los dos hombres que iban en el pescante. Sin necesidad de contemplar su imagen, pensó que aún podría agradar, recordando la amabilidad de Serguiéi Ivánovich, la abnegación del bueno de Turovtsin, que por amor a ella le ayudó a cuidar de sus hijos cuando estaban enfermos; y las atenciones de cierto joven que habían inducido a su esposo a darle broma sobre su asiduidad.

«Anna ha tenido razón —pensó—, porque ahora es feliz, y ha hecho dichoso al hombre que la ama; siempre bella y elegante, suscita ahora tanto interés como en otros tiempos.» Una sonrisa entreabrió los labios de Dolli, que forjaba en su imaginación una novela semejante a la de Anna, figurándose que era la heroína; se representaba el momento en que confesaba todo a su marido, y comenzó a reír al pensar cuál sería el asombro de Stepán.

Ana Karenina
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