En los mitos de todos los personajes, desde Hércules hasta Buda, las recompensas no llegan sin una lucha previa. Hay que acometer grandes esfuerzos, superar pruebas y vencer adversidades. Los finales felices son el producto de trágicos comienzos. Jay había pasado su prueba (aunque no en forma del todo heroica) cuando yo me marché para filmar Dreamquest. Por eso, no debió de sorprenderme que, una mañana, en medio de nuestra recientemente conseguida dicha, Jay pronunciara tres breves palabras que desmoronaron mi mundo.

—Tengo que irme —dijo.

—¿Adónde? —pregunté—. ¿Y por cuánto tiempo? ¿Un día? ¿Un mes?

—Aún no lo sé.

—Pero todo ha sido tan maravilloso… Lo estamos pasando tan bien…

—Jenna, he vivido una vida singular —añadió—. Y en esa vida singular, he cometido algunos errores que me han valido algunos enemigos. Me he enamorado de ti y quiero que lo nuestro dure. Y el único modo de lograr eso es enfrentar a estos fantasmas de mi pasado, pues de otro modo nos perseguirán a ambos.

—¿Y eso qué significa?

—Ya te lo he dicho —subrayó—. Tengo que irme y no puedo decirte a qué lugar me iré. Lo único que te prometo es que regresaré.

—¿Se trata de otra mujer?

—Se trata de negocios.

—¿Por qué tienes que irte? —gimoteé—. Todo está bien.

—Porque si no me ocupo de esto ahora, podría acecharnos luego y lastimarnos. Nunca seré feliz contigo ni podré construir una familia si tengo el temor de que un día cualquiera mi pasado me pase factura. No quiero de ningún modo que vuelvas a sufrir.

—Entonces no te marches. Deshazte del problema.

—No puedo —aseguró—. Tengo que afrontarlo. Y luego todo irá bien. Es apenas un bache, no todo el camino.

Sentí que me derribaban. La escena me recordó a mi padre y sus secretos, y todo lo que yo había debido atravesar durante su huida. No podía soportarlo… No del hombre que amaba. No después de todo lo que había experimentado. No otra vez. Pero no me quedaba alternativa.

Al igual que en el funeral de Vanessa, me negué a llorar. Quise ser fuerte para Jay. Así que contuve todas mis emociones y le permití partir. A fin de mantenerme ocupada y no pensar en él, me puse a ordenar mis fotos en álbumes. Pero, por supuesto, pensaba en él todos los días. Estaba viviendo sola en nuestra casa recientemente amueblada en una ciudad extraña. Los fantasmas de Jay lo invadían todo. Cuando me iba a la cama, su almohada sin aplastar yacía junto a mí. Cuando miraba la tele, los canales de deportes grabados en la memoria del control remoto me recordaban a él. Sobreviví sólo porque mi mente nunca abandonó una sencilla convicción: él me amaba. Y yo lo amaba a él.

Después de una semana, el hermano de Jay pasó por mi casa con una nota para mí. La había sacado del sobre y no pude siquiera sospechar desde dónde había sido enviada. La leí aquella noche y lloré ya ante las primeras dos palabras: «Querida Jenna».

Jay derramaba su corazón en la carta de un modo que nunca antes lo había hecho.

«Pienso en ti en cada instante», me escribió. «Pienso en lo hermosa que eres cuando duermes, como un pequeño ángel. Y pienso en la pelusa rubia que te recorre la curva de la espalda. Espero con ansiedad el momento de poder volver a casa y besar cada milímetro de tu pequeño rostro.»

Era página tras página de ternura y afecto, combinados con el dolor de estar lejos. Me produjo escalofríos. Nunca había escuchado salir palabras semejantes de la boca de Jay, y hasta el día de hoy aún no me ha sucedido. Después de eso me fue imposible salir de la cama durante varios días. Estaba enferma de amor. Poco después llegó una segunda carta, a la que siguió una tercera dos días más tarde. Transcurridas tres semanas, tenía ya un paquete con seis cartas sin abrir. No me animaba a leerlas. Sabía que volverían a enfermarme y que caería en una espiral descendente. De pronto comprendí la diferencia entre las penas de amor auténticas y la obsesión, que era lo que yo había vivido en realidad con Jack. Me era posible confiar en Jay. Más allá de todos nuestros problemas, él siempre había estado atento a mí y listo para acudir en mi ayuda. Y cuando se marchó, lo hizo con la intención de fortalecer la relación, no de debilitarla.

Cuando ya había pasado un mes, Jay volvió a casa tan súbitamente como se había marchado. Al verlo, mi cuerpo en verdad se sacudió de la emoción. No era que las perogrulladas de la ausencia conmoviesen más mi corazón, sino que supe con certeza que había hecho lo correcto al esperarlo. Parecía muy ajeno a mi carácter no cuestionar los sentimientos y las intenciones de alguien cercano a mí, pero, contra mi naturaleza, por una vez había conseguido seguir junto a mi pareja. Y durante su ausencia, también Jay había cambiado. Seguía siendo un cabrón encantadoramente fastidioso, pero a la vez se lo veía mucho más sensible y expresivo en cuestiones del amor. Por fin era la hora de comenzar nuestra vida juntos.

Y así fue como Jay y yo nos convertimos, no sólo en amantes, sino en socios comerciales. Tras dejar Wicked, yo no tenía ninguna intención de venderme a otro amo: ya era lo bastante conocida como para probar mi sueño de dirigir mi propia compañía. No se me escapaba que Jay tenía un talento fuera de lo normal para los negocios, pues cuando promediaban apenas los treinta años él y su hermano estaban ambos retirados. En uno de sus planes para hacerse ricos rápidamente, habían comprado todos los números telefónicos cercanos al 1-800-CALL-ATT. De ese modo, cada vez que alguien marcaba mal el número la compañía de Jay colocaba el sistema de cobro de llamadas y se quedaba con el beneficio. Su compañía se llamaba Fast Fingers (Dedos Rápidos).

Nos llevó un año instalar el Club Jenna, alquilar una oficina, contratar personal y detectar a todos los cabrones que tenían registradas páginas de Internet con mi nombre. Para mi gran sorpresa, uno de los cabrones que había registrado uno de los sitios más populares era un conocido mío: el tío que tanto malestar había ocasionado con su club de strip-tease en Anaheim.

Dado que en los últimos tiempos no había hecho muchas películas, me daba la impresión de que debería empezar desde la nada. Pero de algún modo yo seguía siendo la persona más requerida de la red. Y pese a que ni Jay ni yo sabíamos lo más mínimo acerca de internet, el Club Jenna fue sumamente productivo ya en su primer mes. Así que lo que había comenzado como un negocio creado sólo para marcar terreno pronto se convirtió en un exitoso negocio dirigido por mujeres, ya que añadí a mi sitio las páginas de otras chicas (veinticinco hasta el día de hoy) bajo el paraguas del Club Jenna.

Cuando hice una pausa y reflexioné sobre mi vida, entre mi cada vez más interdependiente relación con Jay y la nueva compañía que estábamos comenzando juntos, quedé desconcertada. Parecía todo por completo ajeno a mi carácter, pues a fin de que todo estuviese en movimiento y alcanzase el éxito, era preciso que yo me mantuviese estable. Y eso me asustaba. No hacía demasiado tiempo que yo andaba de gira hecha trizas con Nikki, eludiendo todo lo que pudiese parecerse a la responsabilidad. Los deberes recientemente hallados parecían demasiado repentinos, y para protegerme de mi peor enemiga (yo misma) necesitaba un respaldo adicional. Aún carecía de amigos en Phoenix, así que la primera persona en la que pensé fue mi padre. Quería que, de alguna forma, él estuviese involucrado en la nueva vida que me estaba construyendo.

Papá y yo apenas habíamos hablado en los cerca de ocho meses transcurridos desde los cazadores de recompensas, y no me parecía bien sencillamente expulsarlo de mi vida. En la infancia, tú crees que tus padres son perfectos; en la adolescencia comprendes que no lo son; siendo adulta, comprendí que debía aceptarlos por lo que eran, seres humanos falibles como nosotros mismos. Así que me tragué mi orgullo y lo llamé a su celda dorada de Nueva Jersey.

—No deberíamos pasar tanto tiempo sin hablar —le dije.

—Soñé contigo la otra noche —respondió—. Y al despertar supe que me llamarías. Sueño contigo todo el tiempo.

No había amor en su voz, sino una pizca de tristeza. Era una emoción extraña, proviniendo de él. Pero la verdadera sorpresa llegó un instante después.

—Quiero agradecerte la ayuda en Miami —prosiguió—. No sé si te lo he agradecido como debía. Creo que es porque me avergonzó haber tenido que pedirte ayuda. Una de las cosas más humillantes para un padre es tener que suplicarle a su propia hija que le dé dinero.

—Te echo de menos —repliqué mientras empezaba a sollozar—. Y me doy cuenta de que es en gran parte culpa mía, pues no te he devuelto las llamadas, así que te pido que me disculpes.

A medida que conversábamos, la tristeza no abandonaba su voz. Sonaba derrotado. Supuse que sería el impuesto que pagaba su alma al dejarse mantener por una mujer rica a la que no amaba, pero la cuestión era más profunda.

—Van a operarme la próxima semana —afirmó cuando le pregunté cómo estaba.

Me contó que después de mudarse a Nueva Jersey estaba todo el tiempo cansado y sediento, sin importar cuánto durmiese o bebiese. Poco más tarde sus manos y piernas empezaron a adormecerse. Y entonces, un día, despertó viéndolo todo borroso. Por mucho que intentaba enfocar, su visión no se aclaraba.

Así que cedió y fue a consultar a un médico. Y entonces descubrió que era diabético. Le dijeron que corría el riesgo de quedarse ciego, y que necesitaban operarlo en unos pocos días.

Y allí estaba, lánguido, un hombre mantenido sin seguro de salud propio que, a la vez, se percataba de la importancia de estar junto a su familia. Nunca parecíamos admitir estas cosas hasta que parecía casi demasiado tarde, hasta que ya habíamos llevado nuestros errores al límite posible.

Así que empecé a telefonear a mi padre con mayor frecuencia, como una madre asustada. Al principio hablábamos una vez por semana y, finalmente, todos los días.

Aunque resulte extraño, no me sentía incómoda ni extraña por hablar de pronto día tras día con mi padre. Sólo me parecía que hacía lo correcto.

Cómo… hacer el amor igual que una estrella del porno
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