La actriz porno Savannah ha sido siempre un ejemplo a seguir. A cada paso que yo daba sentía que copiaba inexorablemente la dirección que había llevado su carrera. O sea, que no me era del todo nueva la posibilidad de acabar apareciendo en el futuro en películas para adultos. Y, al mismo tiempo, todavía no me sentía preparada. Una chica realmente ha de tener ordenadas su mente y su vida antes de hacer porno. Por desgracia ése no fue el caso de Savannah. Tras estrellarse con su Corvette desfigurándose el rostro cuando volvía a casa de una noche de fiesta, Shannon Wiley (ése era su verdadero nombre) se suicidó de un tiro en la cabeza. Tenía veintitrés años, estaba deprimida y acosada por las deudas.
Cuando conocí las noticias, me pareció al principio incomprensible que una chica tan guapa pudiese hacerse a sí misma algo así. Pero luego reflexioné sobre mi propia vida: mi carrera avanzaba a pasos acelerados, pero mi familia y mi vida personal estaban hundidas en la mierda. Parecía estar siguiendo la fórmula exacta para un final igualmente trágico. Con una base tan inestable, cuanto más alto sea el edificio de la fama que construyas encima, más difícil te resultará controlarlo y acabará derrumbándose. Había tantas cosas que todavía me faltaba aprender por mí misma.
Pero en lugar de hacerlo, los engaños de Jack me condujeron al negocio del porno antes de lo que yo había previsto. En mi cama, cada noche, me imaginaba viviendo esa otra vida sobre la cual él no sabría nada y que sería incapaz de controlar: una identidad secreta que lo destrozaría cuando la descubriese.
La otra tentación era económica: Suze pagaba trescientos dólares diarios. Por aparecer en una película, yo podía ganar entre dos mil y seis mil dólares por apenas unas horas de trabajo. Eso equivale a muchos bolsos nuevos.
La mayoría de las chicas obtiene su primera experiencia en películas gonzo[4], donde se las lleva a algún piso-estudio de mierda en Mission Hills y son penetradas en todos los agujeros posibles por algún gilipollas que las considera a todas unas perras despreciables. Y estas chicas, algunas de las cuales poseen el potencial para transformarse en auténticas estrellas de la industria, se van a casa y juran que nunca volverán a hacerlo, pues ha sido una experiencia terrible. Pero, desafortunadamente, no pueden volver atrás y olvidar la experiencia, de modo que viven el resto de sus días aterrorizadas por la idea de que sus parientes, compañeros de trabajo o sus hijos lleguen a descubrirlo alguna vez. Lo que siempre acaba sucediendo.
Eso podría haberme ocurrido. Por suerte decidí empezar con lentitud. Primero experimenté realizando en Las Vegas un par de escenas para una compañía llamada Sin City (Ciudad del Pecado). Lo único que debí hacer fue posar para fotografías delante de una cámara de vídeo en lugar de una de imágenes fijas. Como fue enormemente sencillo, decidí dar el siguiente paso adelante: porno blando, para lo cual ni siquiera tuve que abrirme de piernas y mostrar el clavel. No me importaba en absoluto mostrar las partes externas de mi cuerpo, pero exponer mi sexo en todas sus dimensiones todavía me parecía un poco brutal. Hasta el día de hoy, todavía no puedo ver con comodidad mis propias escenas sexuales.
El director de porno blando más prestigioso del momento era Andrew Blake, uno de los pocos visionarios en el género de la excitación más sutil. Es un artista obsesionado con reproducir en la pantalla de cine el estilo fotográfico exuberante de Helmut Newton[5] y con las chicas guapas, sobre todo modelos de alto nivel de Penthouse con pechos naturales. También había filmado con Savannah. De modo que, por supuesto, con él quería trabajar pese al hecho de que él buscaba modelos más sofisticadas y provistas de curvas. De todos modos, nadie pierde las ilusiones por pequeños márgenes de éxito. Le dije a Julia Parton que quería aparecer en una película de Andrew Blake. Julia me había permitido gentilmente convertir su número telefónico en mi línea de negocios, a fin de que Jack no se enterase de lo que yo estaba haciendo.
—Tengo el número de Andrew —respondió—. ¿Quieres que le telefonee?
—No, está bien —le dije—. Lo haré yo.
Por entonces ya conocía unos pocos trucos sobre cómo venderme a mí misma, especialmente ante los tíos.
Le telefoneé al día siguiente y le informé de inmediato:
—Hola, me llamo Jenna Jameson. Realmente me encantaría aparecer en una de tus películas.
No me colgó.
—Sé quién eres —replicó—. He visto una de tus sesiones fotográficas.
De todos modos, le resumí mi experiencia.
—Te propondré una cosa —advirtió por fin—. Filmaré con Kaylan, Nicole, Celeste y Julia Ann dentro de un par de semanas. Quizá haya algo en lo que te agrade participar.
Yo era tan ambiciosa que, en realidad, me sentí decepcionada. Al escuchar los nombres de esas destacadas modelos, comprendí que no sería la estrella.
—Vale —aseguré—. Cuenta conmigo.
—¿Estás dispuesta a hacer una escena de dos chicas?
Eso no me molestaba en absoluto. Lo único que no deseaba era tener que intimar con alguna drogadicta perdida. De modo que sugerí:
—¿Podré escoger a la chica?
—¿A quién tienes en mente?
Yo sabía con exactitud a quién quería: Nikki Tyler.
—Déjame analizar la cuestión —dijo—, y te telefonearé.
La semana siguiente, Nikki había sido aprobada y yo estaba una vez más a bordo de un avión rumbo a Los Ángeles. Hasta entonces sólo había trabajado con Suze, donde había una única maquilladora y tú debías coger tu ropa de su armario. En cambio, la unidad de producción de Andrew Blake era enorme, con dos maquilladores, una estilista y media docena de coches remolque. Cuando entré en el set, todo me miraron extrañados. No se me ocurría el motivo. Me dirigí directamente al coche color miel del maquillaje y vi en el primer sillón a una chica de pelo negro. Estaba echada en el asiento con pose desgarbada y en tan pésimo estado que apenas podía mantener la cabeza erguida. Era la primera vez que yo veía a una chica en la industria del porno que se había dejado caer tan bajo.
Nikki aún no había llegado, de modo que no lo comenté con nadie. Cuando fue mi turno para maquillarme, me senté en el sillón y esperé lo que me pareció una eternidad. El maquillador se estaba tomando conmigo un gran trabajo (repetidas veces me creó un nuevo rostro y lo inspeccionó en detalle para luego removerlo sin más). Al fin reuní coraje y le pregunté qué sucedía:
—Cielo —me dijo—. Digamos tan sólo que eres todo un desafío. Y lo digo en el mejor sentido de todos, cariño.
—Soy una chica adulta —le repliqué—. Puedes ser sincero.
—Te ves como si tuvieses doce años, querida —aseguró—. Quiero decir, algunas de las otras chicas pensaron que alguien había traído a su hija al set.
Acabó resolviendo el problema, o al menos eso creyó, colocando maquillaje negro alrededor de mis ojos, de manera que parecía una gallina con el antifaz del Llanero Solitario. Luego rizó mi pelo para que pareciese una bailarina de los años veinte y decidió que ya estaba lista.
Nikki llegó poco más tarde y exclamó efusiva:
—¡Hola, cría! ¿Cómo está mi niñita?
Y enseguida todo se volvió más relajado. Me senté y escribí en mi agenda diaria mientras el maquillador la arreglaba. La siempre maternal Nikki había llevado al set un equipo de pedicura, y como todo se había retrasado (lo que, luego me enteré, no era nada inusual), ella se sentó a mis pies y me los repasó. Todas las demás personas del set nos miraban como si fuésemos monos quitándonos mutuamente los bichos del pelaje.
Cuando hicimos una pausa para almorzar, me dirigí en línea recta a la mesa de frutas. Mientras revisaba las bananas como todo buen mono, se me acercó una morena alta, delgada y guapa. Era Shauna Ryan, una mascota de Penthouse y, claramente, la mujer alfa de la tribu. Me observó de arriba abajo y luego inquirió despreciativa:
—¿Qué edad tienes? ¿Once años?
Me volví hacia ella y repliqué:
—Soy unas pocas décadas más joven que tú.
Luego regresé a mis bananas.
Lo extraño sobre los matones es que, si asumes sus abusos, nunca tendrán fin. Pero una vez que reúnes el valor para enfrentarlos, te respetan y se mueven hacia otro blanco débil. Yo nunca volví a escuchar una palabra insultante de sus labios. Fue así de sencillo (y así de complicado).
Después de comer fue el momento de mi escena. Al quitarme la ropa, Andrew Blake se aproximó con su cámara Bolex y exclamó jadeante:
—¡Guau! ¡Qué cuerpazo! ¡Tienes hermosos pechos!
Si un tío en un club de strip-tease me hubiera dicho eso, habría pensado que era un cretino. Pero proviniendo de un director que era a la vez una figura de autoridad, me pareció el mejor de los elogios posibles. Como la escena era de porno blando, no teníamos que mostrar nuestras partes privadas, así que fue bastante difícil concentrarse para llevarla adelante. De hecho, me pareció lamentable.
Andrew nos trasladó a diferentes escenarios. Cuando estábamos en el cuarto, frente a una cascada artificial, Nikki y yo habíamos experimentado ya tanto deseo contenido que la parte interna de nuestros muslos estaba poniéndose azul. Para la escena, yo le daba la espalda y se suponía que ella debía inclinarse sobre mí, besarme el cuello y fingir que me estaba estimulando el coño con sus dedos. Desde el punto de vista de la cámara no era visible, pero Nikki empezó a frotarme el clítoris con gran suavidad mientras la cámara Bolex zumbaba y chasqueaba. Ese sonido era muy acogedor y tranquilizador. Cerré los ojos e imaginé ser una actriz de los años veinte realizando su debut cinematográfico en Hollywood. De pronto empezó a temblarme el cuerpo y se me combaron las rodillas. Arqueé mi espalda y un tenue suspiro escapó de mis labios. Me estaba corriendo.
Abrí los ojos y vi a Andrew allí sentado, mirándonos con una gran sonrisa en el rostro. Nos habíamos abstraído por completo del entorno, y estoy segura de que para él era poco habitual filmar sexo genuino en una escena de porno blando. Es decir, si la cámara está funcionando realmente.
En el avión, de vuelta a casa, me sentí en pleno éxtasis. ¡Filmar películas era tan sencillo y divertido! Y estaba segura de que Andrew Blake me quería. Al menos, deseaba mi cuerpo y mis pechos, y le habíamos proporcionado una interpretación auténtica. Pero él nunca volvió a telefonear. Supongo que su tipo de chica tenía el pelo negro, grandes curvas y aspecto de ser lo bastante adulta como para votar. Hasta el día de hoy, incluso en entrevistas, Andrew afirma que yo era humilde y tranquila, que nada en mí resaltaba y que le pareció que no triunfaría en el negocio. Y debo reconocer su honestidad, pues casi todos los demás suelen intentar vanagloriarse de haber descubierto a quienes luego han triunfado.
Me decepcionó no volver a tener noticias suyas, pues la experiencia me había fascinado (y también el resultado final). La escena me pareció hermosa, con imágenes granulosas en blanco y negro para la parte del orgasmo. Me daba la impresión de que la cámara todavía estaba rodando.