Amber Lynn, Ginger Lynn, Porsche Lynn, Hypatia Lee, Heather Hunter, Nina Hartley, Asia Carrera, Teri Weigel, Savannah. Cada una de ellas, junto a alguna de las otras cuatrocientas noventa y una modelos adultas y estrellas cinematográficas, tenían algo en común: todas habían pasado siendo muy jóvenes ante las lentes de la cámara de Suze Randall. Y, más que ninguna otra cosa, yo deseaba pasar también frente a esas lentes.

Desde los diez años me había hecho fotografías, deteniéndome luego a analizarlas esperando poseer lo que debía poseerse. No deseaba ser tan sólo una modelo más: quería ser la mejor, la más fotografiada, la más conocida. Quería que la gente dijese: «¡Claro que conozco a Jenna, la he visto en cientos de revistas!». Y mi pasaporte a eso era Suze Randall. Estaba en el negocio desde los años sesenta en Gran Bretaña, cuando estaba empleada en un hospital y hacía trabajillos como modelo. Su meta era sólo ayudar a pagar las cuentas mientras su marido intentaba escribir un libro. Pero cuando el libro estuvo terminado ella siguió posando. Paralelamente, fotografió desnudas a algunas de sus espléndidas amigas, y sus obras capturaron la atención de Hugh Hefner, quien la contrató como fotógrafa para sus publicaciones. Según se cuenta, después de aparecer desnuda en Hustler, Hefner la despidió y, a partir de entonces, Suze se convirtió en la referencia obligada para Penthouse, Hustler y cualquier otra revista masculina de envergadura. Yo esperaba con ansiedad que ella me viese. Y eso fue exactamente lo que Julia Parton prometió.

—Si me gustan las fotos que tomemos —explicó aquella noche en el Crazy Horse—, me aseguraré de que acaben en manos de Suze Randall.

La sesión fotográfica no era, de hecho, para ninguna revista específica como Penthouse. Julia y el fotógrafo eran buscadores de talentos y se ganaban la vida enviándoles fotos a los principales fotógrafos del negocio (Suze, Steven Hicks, Earl Miller, Clive McLean). Si alguien me contrataba, Julia recibiría un monto como descubridora. Ella era también buscadora de talentos para Playboy, pero no me pareció que yo diese la imagen para aparecer allí: las mujeres de Playboy daban la impresión de ser mucho más maduras. De modo que fijé mi mente en una meta más apropiada, es decir, cualquiera de las revistas que mi padre solía tener en casa: Penthouse o Hustler.

La verdad es que yo no contaba con gran experiencia como modelo. Más allá de haber sido fotografiada por un tío que proveía de fotos provocativas al mundo del entretenimiento de Las Vegas, mi única genuina sesión fotográfica (es decir, sin tener que pagarle al fotógrafo para que me retratase) había sido para la portada de Easy Rider casi un año atrás. En el círculo de las tiendas de tatuajes, la portada de Easy Rider era un evento mucho más prestigioso que Penthouse, Playboy o Newsweek. De modo que yo había enviado a dicha revista algunas fotos que me había tomado junto a Vanesa en un estudio improvisado. Eran poses extrañas, mal iluminadas y viradas a un tono sepia pues, por alguna razón, pensábamos que de esa forma parecerían más profesionales.

Y un mes más tarde habían llamado de Easy Rider, anunciando que me habían otorgado la portada. Lo único que debía hacer era acudir el viernes en bikini a un estudio en Las Vegas. Me tomé la noche libre en el trabajo, cogí un puñado de trajes de baño y llegué a las once de la mañana. Me maquillaron y luego me colocaron una peluca colorada. Mientras la rociaban con spray para el pelo, se presentaron Nikki Sixx y Tommy Lee, de Mötley Crüe. En lugar de aparecer sólo yo, la producción fotográfica incluiría también a Nikki y Tommy en sus motos, con chicas detrás.

La otra chica era Bobbie Brown, pero no la Bobbie Brown modelo-actriz-fan calientapollas del vídeo de Warrant. Esta chica le había robado el nombre (luego fue llevada a los tribunales por la auténtica Bobbie Brown). Y dado que Tommy Lee estaba saliendo por entonces con la auténtica Bobbie Brown, nadie quería dirigirle la palabra a su impostora. Me hubiese dado mucha pena si ella no se hubiera comportado de un modo tan desagradable y presumido.

La situación me excitaba tanto que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa. Me quité el bikini y me abalancé hacia la motocicleta de Nikki, envolviéndolo entre mis brazos. Tras la sesión de fotos, me hallaba en la sala de maquillaje quitándome la peluca cuando Nikki entró detrás de mí. No bien se percató de que yo era rubia, se pegó a mí como si fuese una manta húmeda.

—¡Eh! ¿Qué harás más tarde? —preguntó. (Las estrellas de rock nunca se ven obligados a aprender modales como el resto de nosotros.)

—Tengo que trabajar —repliqué.

—Vale, pues deberíamos salir —insistió.

—Me encantaría, pero no puedo —afirmé—. Quizá alguna otra vez.

No pude creer las palabras que estaban saliendo de mi boca. Una vez cumplidos los trece años (lo que en verdad había sucedido apenas cuatro años atrás), siempre me había sentido enamorada de Vince Neil y Nikki Sixx. Las fotos de esos dos tíos llenaban mi dormitorio. (Nunca me sentí muy atraída por Tommy Lee, de modo que no es de extrañar que acabase saliendo con él unos años más tarde.)

De cualquier forma, Nikki no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta. Siguió arrinconándome y preguntando una y otra vez si no quería salir con él. En cada ocasión le dije que no, hasta que se dio por vencido y abandonó la sala, humillado.

Cuando yo tenía catorce años y mi hermano me llevó a ver el tour Girls, Girls, Girls del grupo, recé con todas mis fuerzas para que Nikki me distinguiese entre la multitud y me llevase con él a los camerinos. No había dejado de insistirle a mi hermano:

—¡Tony, ponme sobre tus hombros! ¡Tony, Nikki acaba de señalarme directamente a mí!

Ahora, tres años más tarde, allí estaba yo, sola en una sala junto a Nikki Sixx en persona, dejando pasar la oportunidad de pasar la noche yendo de copas con un dios del rock. ¿Me había puesto nerviosa? No. ¿Me estaba portando como una chica recatada? Por todos los demonios que no. ¡Tenía tantos deseos de irme con él! Pero lo cierto es que en aquel momento… me había venido el período. Y lo rechacé por esa razón. Hasta este día, suponiendo que él me recuerde en absoluto, todavía ignora por qué le dije que no. ¡Pues de no haber estado con el período habría follado con él eternamente!

En mi siguiente auténtica sesión fotográfica, en la casa de Julia Parton en Las Vegas, yo ya era Jenna Jameson. Al firmar el contrato me sentí enormemente bien escribiendo «Jenna Massoli, alias Jenna Jameson». Era como si una persona pública de pronto saltase a la vida.

—Te pareces a Racquel Darrian —dijo Julia mientras me cogía la mano y me guiaba hasta el lavabo para maquillarme y peinarme.

Mi opinión es que no me parecía para nada a Racquel Darrian. Me veía como Savannah. Mi padre estaba suscrito al Canal Playboy, y cuando la vi una noche en una película me quedé sin aliento. No podía asimilar el hecho de que una mujer tan guapa que parecía intocable se dedicase a actuar en películas para adultos.

Emulando a Savannah, me alisé el pelo y me dejé flequillo. Y como solía pintarme el rostro de tal modo que el maquillaje resaltase en la semipenumbra de un club, me eché encima toneladas de polvos y delineador negro. Todo esto era un anatema para Julia, quien me hizo enjuagarme por completo y rehacer mi rostro con apenas un leve maquillaje. Luego me humedeció el pelo, estropeando horas de trabajo, y me proporcionó un toque más ondulado. Una escultural pelirroja entró a la sala. Julia presentó a la mujer como su «esposa» y lo primero que dijo su esposa fue que yo podría ser una excelente doble para Racquel Darrian.

Cuando Julia concluyó con mi rostro, avancé hacia las brillantes luces de su comedor, que durante las horas del día era convertido en estudio. Todos allí me clavaron la mirada expectantes. Querían que empezase a posar. Yo no tenía ni la menor idea de lo que debía hacer, de modo que me limité a permanecer allí, sintiéndome incómoda con el estilo que Julia había creado para mí y las miradas que me dirigía el fotógrafo. Por fin, Julia me llevó a un lado.

—Muy bien —indicó—, lo que necesitas hacer es mantener atrás los hombros, lograr que tus caderas sobresalgan de un lado y endurecer tantos músculos como puedas.

A continuación me puso a cuatro patas para una toma de mi culo y me pidió que volviese la cabeza observando a la cámara. Pero como en esa posición, comparada con mi trasero, mi rostro parecía demasiado pequeño, me pidió que inclinase el cuerpo a fin de que rostro y culo estuvieran a idéntica distancia de la cámara y ambos en foco. No tenía la menor idea acerca de a qué se refería.

Era un desafío tan enorme resultar sensual y relajada mientras manipulaba mi cuerpo en contorsiones tan incómodas como las que me solicitaba Julia. Incluso para las que Julia consideraba poses sencillas, como mirar sobre mi hombro de espaldas a la cámara, me veía forzada a arquearme tanto que me daban calambres en la parte inferior de mi espalda. Ahora, cuando vuelvo a ver esas fotos, me parece obvio que los sensuales pucheros que yo pensaba ofrecerle a la cámara no eran más que muy mal disimuladas muecas de dolor.

Cuando me quité el sostén, Julia llamó a su esposa a su lado. Ambas debatieron alguna cosa y luego se dirigieron al fotógrafo. Pronto, los tres discutían a viva voz. Por fin, Julia se volvió hacia mí.

—¿Son tus pechos naturales?

—¡Claro que son naturales!

Y luego, al unísono, su esposa y el fotógrafo insistieron:

—¡No! ¡No lo son!

—Juro que sí.

—Entonces —inquirió la esposa—, ¿a qué se debe que cuando los juntas tengas esa zona de carne elevada allí?

—Pues… ésa es mi costilla.

No creo que hayan creído jamás que mis pechos eran naturales. Quizá ya hubiesen olvidado cómo era tener dieciocho años, con los pechos firmes y vivaces.

Tras unas pocas tomas más, el fotógrafo me pidió que me quitase el resto de las ropas. Yo estaba habituada a desnudar los pechos, pero no las bragas, de modo que me sentí sumamente vulnerable.

Una vez desnuda, el fotógrafo pidió que me pusiese de pie como una «dama de honor».

—¿Qué coño es eso? —le pregunté a Julia. No tenía la menor idea de lo que significaba ese lenguaje. De manera que Julia me llevó consigo al cuarto de maquillaje. Me habló entonces de la dama de honor, la garza, la vaquera, la vaquera invertida, la vaquera de pie, la jinete de lado, la perrita, la perrita grosera, las tijeras, las tijeras dobles, el sesenta y nueve, el sesenta y nueve de pie, la mamada, la mamada invertida y la carretilla, la mayor parte de las cuales, por fortuna, no debí memorizar pues requerían la asistencia de un compañero.

Y justo cuando ya había interiorizado el vocabulario preciso, el fotógrafo quiso la «apertura de piernas estadounidense» (American split).

Estar desnuda era una cosa, pero echarme con las piernas extendidas fue mucho peor. Hasta entonces no supe lo intimidatorio que puede ser sentarse de piernas abiertas bajo focos resplandecientes en un salón repleto de gente vestida.

Una vez tras otra me gritaban «whiter» (más blanca) y yo ignoraba a qué se referían. Por fin me harté y pregunté. Resultó ser que lo que decían era «wider» (más abiertas). Lo peor estaba todavía por llegar.

—Vale —asintió el fotógrafo—. ¡Ahora muéstrame el clavel!

—¿De qué estás hablando? —consulté.

—Mmmm —replicó—. Tienes que abrirte los labios de este modo.

Juntó dos dedos de su mano apuntando hacia arriba y luego los separó lentamente. [3]

Aunque yo no deseaba otra cosa que complacerlo, me fue imposible. Enfrentada a un nuevo desafío, por lo general yo necesitaba irme a casa y practicar sola antes de intentarlo frente a otras personas. Y exponer mis partes privadas ante extraños era tan intimidante que, en lugar de desplegar mis labios con los dedos, no dejé de intentar cubrirlos.

Me sentía incómoda por varios motivos. Era mi primera vez, el fotógrafo era un tío y actuaba con tanta pasividad que yo no sabía si estaba haciendo lo que él quería o si la había cagado del todo. Deseaba tanto gustarle y que le diese mis fotos a Suze. Pero lo único que él pronunciaba era «más abiertas», «ábrete el coño un poco más» y «presiona un poco más allí».

Trabajaron conmigo unas siete horas antes de dejarme marchar. Juré que la vez siguiente les mostraría tanto clavel que pensarían que el sol se estaba poniendo.

Pero al segundo día la sesión fotográfica fue aún más intimidante: salimos al exterior, a Red Rocks, un montículo de tierra quemada al oeste de Las Vegas. No teníamos permiso, de modo que operábamos siguiendo el principio de toma la fotografía y huye. Trepamos hasta un punto retirado, extendimos una manta y enseguida me quité todas mis ropas e intenté recordar las poses. Con pocos segundos de distancia, algún turista, perdido espiaba desde una cresta. Y no pasó mucho tiempo hasta que tuvimos detrás nuestro una multitud, que me volvió imposible mostrar más clavel de lo que lo había hecho el día anterior.

Cuando regresé a casa, estaba segura de haberla cagado y de que no querrían volver a verme jamás. Nadie me había preparado para estar de pie como una dama de honor, abrirme de piernas en el American split o colocarme en el coño un postre de chocolate caliente con una cereza en el clítoris. Y sin embargo, dos días más tarde el teléfono de mi apartamento empezó a sonar. Era Suze Randall.

Cómo… hacer el amor igual que una estrella del porno
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