Inicialmente yo era demasiado tímida como para hablar con los hombres o incluso con las otras desnudistas del club. Mi mote de «ratón» arraigó, pues así me movía yo por el club cuando bajaba del escenario. Los tíos tenían que acercarse a mí si deseaban charlar o bailar conmigo.

Durante mi segunda semana de trabajo, yo estaba dirigiéndome a una mesa vacía en una esquina para estar un instante a solas cuando, de pronto, alguien me cogió del hombro. Fue un gesto tan brusco y descuidado que choqué contra una silla cercana haciéndola caer al suelo. Al volverme encontré a una mujer latinoamericana entrada en años con una mata de pelos llenos de gel y teñidos del color del óxido. Tenía un enorme tatuaje de un tigre rugiendo, erguido sobre sus patas traseras y con las garras apuntando amenazantes hacia los límites de su espalda. Enseguida supe quién era: Opal.

Opal era la novia residente del Predicador. Y por más que debí sentir lástima por cualquier mujer casada con semejante tío antisocial, pronto advertí que Opal pertenecía al mismo palo que su pareja. Nunca le había hablado y sabía muy poco sobre ella, pero el envejecimiento físico nos delata y la persona que habitaba en el interior del cuerpo de Opal había empezado a salir al exterior. Deslucida reina de belleza de un parque de casas remolque, tenía las carnes algo blandas, pero menos de un milímetro por debajo de la piel toda ella era frío e impenetrable acero. Había vivido en principio junto al Predicador y la esposa de éste, Sadie, como una especie de juguete. Pero poco a poco logró abrirse camino manipulando el corazón del Predicador y apartándolo de Sadie.

Jack nunca me había contado que Opal trabajaba en el club y yo estaba absorta. Percatarme de que Opal estaría allí todas las noches convertía el hecho de ir a trabajar todos los días en algo parecido a un desafío. Por más que ella sabía perfectamente quién era yo se negaba a establecer contacto visual conmigo, con excepción, quizá, de una rápida sonrisa cuando salía junto a su trigésimo quinto cliente de la noche. Su silencio era peor que una abierta hostilidad, pues me hacía sentir infrahumana, sobre todo teniendo en cuenta que Opal controlaba a todas las demás desnudistas como si fuese una reina del hampa.

Un club de strip-tease tiene en el vestuario su propio sistema de castas. El grado de privacidad que posee una chica, la cercanía con respecto al lavabo, el número de luces que iluminan el sector donde se cambia… todo eso denota su rango. Las chicas más importantes no deben ni siquiera salir a escena, pues están demasiado ocupadas ofreciendo bailes privados. Opal era una de las chicas más importantes del lugar. Yo, por supuesto, comencé desde la base.

En su mayoría, las chicas sólo deseaban ganar unos pocos cientos de dólares por noche y marcharse a sus casas. Su trabajo no les importaba realmente. Y fuera del club, para Jack representaba una gran ironía el hecho de que él mismo me hubiese convertido en una stripper. Pero dado que yo soy una persona tan competitiva, en mi mente desnudarme representaba un serio desafío. Me preocupaba hacer bien mi trabajo, pues era para mí la primera señal de independencia personal en el mundo real. Por eso quería convertirme en la mejor de las desnudistas. Deseaba ocupar el camerino más cercano al lavabo. Cada noche me retiraba a casa y meditaba sobre las cosas que había hecho mal, las que podía hacer mejor y qué nuevas ideas podía intentar para enloquecer a un hombre de tal modo que fuese al cajero automático y sacase dinero para pagarme.

El Crazy Horse Too fue la mejor escuela a la que jamás haya asistido. La materia era «dinámica social». Resultaba sorprendente descubrir cómo el incentivo de obtener dinero en efectivo volvía para mí tan sencillo hablar con la gente. Antes, yo había carecido de toda motivación para aprender a ser agradable o mantener una conversación con un tío. Lo cierto es que todos ellos querían lo mismo. Al cabo de unas pocas semanas en el club, comenzó mi transformación: de ser una adolescente enfermizamente introvertida pasé a convertirme en un monstruo obsesionado por el dinero. Y me encantó el cambio.

No fue que descubriese en mí alguna habilidad latente para mantener conversaciones con naturalidad. En cambio, aprendí a ser una actriz, pues las cosas aún no me salían de forma espontánea. Mi trabajo consistía tan sólo en equipararme a las pobres habilidades dialécticas de los clientes a fin de parecerles abierta y protectora mientras ellos hablaban de sí mismos. Cuando me tocaba el turno de hablar, aprendí a mentir. Todo lo que salía de mi boca no eran más que absolutas patrañas. Una veloz mirada a cada sujeto me indicaba qué era lo que él deseaba escuchar. Así, les contaba que yo estaba estudiando para convertirme en agente inmobiliaria, salvavidas o trabajadora de la construcción.

Dado que muchos hombres se acercaban a mí pues tenía aspecto de ser muy joven e inocente, decidí acentuar ese rasgo. Como siempre decía mi abuela, «lo que no puedes disimular, resáltalo». Por eso una noche me hice trenzas altas en el pelo, me puse zapatos rosados y me coloqué al brazo un bolso de plástico de Barbie que me hacían contrastar entre el resto de las chicas. Fue entonces cuando conseguí mi primer cliente fijo, el presidente de un gran hotel de Las Vegas. Más que pronunciar disparates acerca de sí mismo, él quería escucharme hablar. Me daba dos mil dólares para charlar con él durante dos o tres canciones. Y no sólo el dinero era maravilloso, sino que esa circunstancia me ayudó a aproximarme más a Vinnie y a elevar mi rango en el club.

Vinnie no reñía a las chicas ni se propasaba con ellas. De hecho, rara vez abría la boca. Se limitaba a mirarte y tú sabías cómo debías comportarte. Administraba el lugar valiéndose de un temor mudo que lo impregnaba todo. Al culminar la noche, cuando yo le entregaba su comisión, nunca hablaba ni sonreía (sin importar cuánto me esforzase yo para provocarlo). Las únicas palabras que le escuché pronunciar durante mis primeros seis meses en el club fueron:

—¿Cuánto has obtenido esta noche?

Pero, por mucho que le guardase un respetuoso temor, también sabía que Vinnie era mi amigo. Podía percibirlo en sus ojos. Le agradaba mi ética laboral. A fin de diferenciarme de las demás chicas, le supliqué que me permitiese actuar bañada en cremas. Pero se negó argumentando que el escenario quedaría hecho un asco. Sin embargo, dado que yo era una confabuladora tan tenaz, hallé el modo de resaltar. Era un club de topless y teníamos que llevar la parte baja de los bikinis. Pero un día, mientras iba de compras, encontré una G-string que contaba apenas con un pequeño hilo delgadísimo, de modo que con apenas hacerlo a un lado los chicos gozaban de una visión completa. Una noche, mientras estaba en medio de mi danza contorneándome en el poste de una de las cabinas posteriores, Vinnie me cogió de la muñeca y, con ojos encendidos de ira, me espetó:

—¡Ve a cambiarte esa G-string de inmediato!

Aunque yo lo ignoraba, la ley de Las Vegas ordenaba que la tela de una G-string debía medir al menos veinticinco milímetros.

A pesar de eso, la noche siguiente di con una argucia legal para enfrentar la norma. Vestí la más pequeña y más transparente de las G-strings que pude conseguir y la humedecí antes de salir a escena, a fin de que los tíos pudiesen distinguir lo mejor posible cuanto había debajo. Noche tras noche, nunca dejé de atraer junto al escenario a la hilera de pervertidos, con los tíos alzando el cuello para ver lo mejor posible. En otras noches bailaba sobre patines, para lo cual yo era un poco inepta, pero los hombres demostraban su entusiasmo con billetes de dólar.

Justo cuando empezaba a despegar tras un mes y medio en el club, llegó septiembre y comenzó el colegio. Decidí permanecer en el club. Determinada a cursar el último año sin que nadie se enterase de lo que estaba haciendo, abandoné el equipo de porristas y a mis pocos amigos. Viví con el temor constante de ver a uno de mis profesores flanqueando la puerta del club. Lo que sucedió, sin embargo, fue que una noche vino a verme un grupo de jóvenes del equipo universitario de baloncesto y, tras observarme un rato, me preguntaron:

—¿No eres tú Jenna Massoli?

Me habían pillado.

—No —les respondí sin siquiera vacilar—. No sé de quién me estáis hablando.

Aquella noche volví temprano a casa. Estaba tan asustada por haber sido descubierta que no me fue posible trabajar. Mi intención era mantener mis dos vidas separadas: ser un ratoncillo durante el día y un tiburón durante la noche. Por fortuna, para entonces me era tan sencillo mentirles a los hombres que los jugadores de baloncesto, de hecho, me creyeron.

La vida cambió para mí en el Crazy Horse el día en que Jack me presentó a quien se convertiría en mi primera amiga allí. Una tarde en la tienda de tatuajes me contó que su prima se había trasladado de regreso a Las Vegas y bailaría en el club. Quería que yo la conociera.

Aquella noche ella fue a casa de Jack y quedé cautivada. Fue como mirarme en uno de esos espejos de las grandes tiendas en los que los clientes se ven diez veces mejor de lo que en realidad son. Ella era alta, rubia, delgada y tenía grandes pechos. Era tres años mayor que yo y lo sabía todo acerca del dinero. Nos entendimos de inmediato.

A diferencia de mi primera entrada en el Crazy Horse, cuando ella ingresó por primera vez fue recibida con atención y respeto. Parecía confiada y segura de sí misma. Su vida había sido tan complicada que, a modo de compensación, irradiaba fortaleza y belleza. En mi mente ella brillaba literalmente. Se llamaba Vanessa y era hija del Predicador.

En su primer día, Vanessa me hizo sentarme a su lado y me enseñó cómo moverme en el poste (era capaz de atraparlo entre sus muslos y colgarse boca abajo con una pierna) y qué decirles a los clientes.

—Cuando un tío llega a un club —me explicó—, la mayoría de las chicas se le acercan y le preguntan: «¿Quieres bailar?». Ésa es la última cosa que deberías hacer. Has de ser personal. Ganarte su favor. Darle conversación. Preguntarle acerca de su trabajo. Comportarte como si de verdad estuvieras interesada.

Ésa fue la primera lección, la básica. La segunda fue establecer por anticipado un pacto con la camarera para que echase agua en mi copa y un suplemento de alcohol en la del cliente y ordenar una ronda de bebidas tan pronto como me sentase con él…

—Consigue que se emborrache tanto como sea posible —me aconsejó—, y que te acompañe durante una y otra canción.

Si el sujeto aducía no estar seguro de querer bailar, Vanessa me instruyó que me quedase a su lado y conversase con él durante cuatro canciones. Entonces, cuando él por fin me pidiese bailar, le cobraría cinco canciones: las cuatro durante las cuales habíamos estado conversando y la quinta, que habíamos bailado. Para aquel momento, lo más probable sería que el tío me hubiese invitado a unas pocas bebidas aguadas, por cada una de las cuales la camarera se llevaba una tajada de dinero.

Vanessa era genial en el concepto de marketing de un club de strip-tease, un cajero automático humano que sólo admitía depósitos. Observé en detalle cada uno de sus movimientos cuando bailaba y escuché cada una de las palabras que les decía a los clientes. Comprendí entonces que desnudarse podía ser un arte refinado y lleno de detalles. Todo tenía que estar perfecto: el modo en que me peinaba el pelo, el conjunto con el que me vestía, el calzado que escogía, cuánto me bronceaba (Vanessa me explicó que muchas chicas cometían el error de broncearse demasiado).

—Las desnudistas crean una fantasía —me dijo—, de modo que todo en esa fantasía ha de ser perfecto. Incluso pese a que los tíos no suelen fijarse en cosas como el tipo de zapatos o las uñas, una manicura barata o un par de zapatos gastados pueden romper la ilusión.

Por fin me había hecho con una confidente, una mentora, una cómplice en el club. Tras dos meses de amistad, yo me había empapado en todas sus enseñanzas y era tan buena como ella. Juntas nos convertimos en el equipo perfecto, las mayores recaudadoras de dinero del club. Cuando escogíamos a un par de tíos, bailando para ellos las dos al mismo tiempo, todas las cabezas masculinas del club se volvían y ninguna otra chica podía conseguir un hombre para el cual bailar.

En lo que se refería a nosotras, estas escenas no tenían que ver sólo con el dinero, sino también con el fluir de la adrenalina. Era excitante dominar la voluntad de un cliente. Ellos estaban atontados, borrachos y se lo merecían. Al menos eso era lo que yo pensaba por entonces. Las desnudistas pueden ser maliciosas. La idea es que si esos tíos van a embaucarnos, entonces nosotras debemos devolverles el engaño. Parecía un intercambio justo. Y me sirvió para construir mi propio carácter: por fin estaba aprendiendo a controlar a la gente en lugar de ser tan pasiva en las situaciones sociales.

Aquel año, Vanessa y yo nos convertimos en las bailarinas número uno del Crazy Horse Too. Éramos las chicas favoritas de Vinnie y sabíamos exactamente por qué: trabajábamos turnos de doce horas. Las demás chicas se tomaban un descanso y socializaban, pero nosotras nos desnudábamos sin pausa. Imaginábamos que cuanto mayor fuese el número de amigas que hacíamos allí, menor sería el dinero que haríamos.

Mientras que la mayor parte de las chicas llevaba a casa entre trescientos y quinientos dólares por noche, una buena suma en comparación con los clubs de buena parte de las otras ciudades, yo ganaba de dos mil a cuatro mil dólares por noche. De algún modo, me las componía para gastar buena parte de ese dinero en vestidos, bolsos y zapatos.

Dicen que el dinero no puede comprar la felicidad, pero ésa es una enorme simplificación. De hecho, depende del modo en que ganes tu dinero. Si haces malabares con inestables inversiones o dirigiendo a una veintena de empleados o inundando de llamadas telefónicas u ocultándole algo a las autoridades, la vida no será divertida. Pero si puedes caminar hacia un salón, arrear a un montón de tíos y luego marcharte con miles de dólares en efectivo en los bolsillos y ninguna obligación hacia ninguno de ellos (y ni siquiera la obligación de presentarte a trabajar al día siguiente), la vida es muy grata. De haber querido hacerlo, podría haber derrochado comprando seis botellas de champaña Cristal para mis amigos sin meditarlo un segundo. No me preocupaba el futuro. Mi objetivo principal era hacer dinero y alcanzaba ese objetivo noche tras noche.

Mi única competencia real era una joven rubia con unas enormes tetas operadas que trabajaba sólo una vez a la semana. Cuando estábamos en el club las dos al mismo tiempo, trabajábamos tan duro que parecía que ambas tuviésemos un motor en la espalda. No intercambiábamos ni una sola palabra, pero existía una muda sensación de rivalidad, e incluso odio. Si ella obtenía más dinero que yo alguna noche, eso me fastidiaba tanto que volvía a casa y meditaba escenas a fin de vencerla la noche siguiente. Mi único punto débil eran mis pechos: las chicas con pechos operados eran las únicas que hacían más dinero que yo, sobre todo porque en aquel entonces no eran tan comunes como ahora. Cada vez que un tío me decía que era flaca, yo interpretaba que mis pechos eran demasiado pequeños.

Sin embargo, cada defecto que yo creía tener podía compensarlo con algo más. Cuando Vanessa no estaba en los alrededores, descubrí que el modo más eficaz de hacer dinero era fastidiar a hombres insensatos. Si los clientes compraban sólo un baile, no hacía nada para ellos. Ni siquiera me aproximaba. Sólo los tentaba hasta que deseaban que los tocase o frotaba mis tetas contra su pecho con tanto énfasis que ansiaban pagar por otro baile. Y con cada baile me movía un poco más cerca y los tocaba cada vez más hasta que, en algunos casos, los forzaba a pagar doce bailes dejándolos tan excitados que corrían a casa a follar con sus esposas o se marchaban a donde fuera para masturbarse y luego regresaban.

Para una desnudista del Crazy Horse, eso no era nada común. Por lo general las chicas sólo dejaban a los tíos un poco calientes, pero yo nunca me conformaba sólo con eso. Y a los clientes del club yo les gustaba incluso más pues era inalcanzable. Me mantenía tan lejos de ellos como me era posible con mi pequeña G-string húmeda, meneándome ante ellos y acercándome apenas un instante para respirarles al oído o mirarlos fijamente a los ojos hasta que me gritaban:

—¡Por el amor de Dios, esta chica me está matando!

Algunos sujetos parecían a punto de explotar. Y unos pocos explotaban, corriéndose en sus pantalones sin que los hubiera tocado siquiera.

Pronto comprendí que no me era necesario cobrar cinco dólares el baile, como hacían las demás chicas. Podía cobrar lo que a mí se me ocurriese: veinte dólares, cincuenta, mil dólares por una sola canción.

Pronto, también, tuve tantos clientes regulares que lo único que tenía que hacer cada noche era satisfacerlos a ellos. Un tío me daría mil dólares por permitirle peinarme el pelo. Otro me frotaría los pies. De modo que yo me limitaba a sentarme allí, dejarme consentir y ¡bum!, ganaba otros mil dólares. No me era preciso bailar, hablar, coquetear o dejar que esos sujetos tocasen ni un milímetro de mi cuerpo. Un político local gozaba siendo dominado y, aunque mi personalidad natural era sumamente sumisa, una noche cogí su vaso de cerveza, lo llevé al lavabo, oriné dentro y luego lo obligué a beber. Le encantó. A la noche siguiente me dio como propina una papeleta rosada: el talón de propiedad de un Corvette reluciente.

Una tarde, una agencia de modelos vino al club a fin de fotografiar a las chicas para aparecer en mazos de cartas. Estaban haciendo mazos diferentes para cada uno de los clubes de Estados Unidos. Colocaron una cortina contra la pared posterior y nos fotografiaron a Vanessa y a mí juntas. Cuando se publicaron las cartas, fuimos identificadas como las «Gemelas Barbie» y el apodo tuvo éxito. Cuando yo tenía trece años, solía observar las revistas Playboy de mi padre y soñaba con ser una de las chicas que aparecían en sus páginas. Las fotos de Playboy lograban que las chicas pareciesen tan bellas y glamourosas, como modelos de perfecta feminidad. Los primeros planos de rostros sin falla alguna enmarcados por cabellos rubios reflejando los rayos del sol no dejaban de recordarme a las fotos de mi madre posando que mi padre guardaba en el cajón de su dormitorio. El sueño seguía vivo pese a que habían transcurrido cuatro años desde entonces y mi cuerpo ya se había desarrollado. Vanessa y yo charlábamos todo el tiempo acerca de posar para publicaciones masculinas, pero nunca habíamos pensado en conseguir un agente. Tampoco teníamos la menor idea de cómo hacerlo.

Fuera del club, Vanessa era una persona muy diferente, mucho más tranquila y contemplativa. Era mucho más lista que todos quienes había conocido con anterioridad. Parecía adecuarlo todo a la medida de su placer. Yo no estaba habituada a tener amigos que fuesen buenos conmigo, pero ella era leal y se preocupaba por mi bienestar. Saber que siempre había alguien para respaldarme me hizo mucho más sencillo ganar confianza en el club. Si alguna noche lo pasaba mal en el trabajo, ella me acercaba un bizcochito redondo con una vela encima. O adhería una nota a mi espejo diciéndome: «Ilumina esa sonrisa ganadora, nena, y vete fuera a ganártelos». Antes de pensar en sí misma, Vanessa siempre anteponía a los demás.

Cómo… hacer el amor igual que una estrella del porno
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