Después del funeral, Jack empezó por fin a distanciarse del Predicador. Dejó la tienda de tatuajes y decidió abrir una tienda propia con Matt junto a un club de moteros rival. A propósito de inversores, encontraron uno: yo, que había ahorrado miles de dólares con el trabajo de stripper. ¡Me había comprado ya tantos pares de zapatos! De modo que no sólo le di mi dinero, sino que aprendí a colocar azulejos, pintar paredes y soldar. Estuve en la nueva tienda todas las horas diurnas que podía, y eran muchas, pues me había propuesto no dejar de hacer cosas a fin de evitar pensar en la muerte de Vanessa.
Por fin, en enero, terminamos el salón de tatuajes. Decidimos inaugurarlo el primer día de febrero. Pero aquella mañana, cuando llegamos a la tienda, todo estaba destruido. El techo había desaparecido, las ventanas estaban hechas trizas y de los azulejos que yo había colocado con tanta dedicación no quedaba más que polvo y escombros. Tres coches de bomberos y una patrulla de policía estaban aparcados en el exterior.
Al parecer, alguien había colocado una bomba en la tienda. Y Jack y yo sabíamos muy bien quién era ese alguien.
Una de las peores cosas que puedes hacer en la comunidad de moteros es fundar un club competidor. El Predicador tenía contactos en el crimen organizado, y me dijeron que, si quería seguir viva, lo mejor para mí sería alejarme de todo lo que se relacionase con salones de tatuajes o clubes de moteros mientras Jack reconstruía el suyo.
Así fue como me sumergí en el trabajo, desnudándome durante trece horas al día y reuniendo ridículas hileras de tíos. Me deprimía estar allí sin Vanessa para apoyarme y distraerme. Ahora, todas las tardes, cada vez que entraba al club, podía notar la competitividad, la envidia y el odio mezquino en los ojos de las otras chicas.
La gente comenta con frecuencia que el mundo sería mucho mejor si estuviese gobernado por mujeres. Pero las mujeres tienen tantos defectos como los hombres, aunque son defectos diferentes. Por eso, la verdad es que el mundo no sería mejor si lo gobernase una mujer: sería mejor si lo gobernase la mujer adecuada. Cuando los hombres corren carreras o luchan, lo único que hacen es poner a prueba su masculinidad o proteger su sentido del orgullo. Las mujeres, en cambio, no reaccionan ni razonan de la misma forma. Nuestras actitudes son un reflejo de lo que somos, de nuestros méritos y merecimientos. Para las peores de nuestro género, cualquier otra mujer atractiva representa una competencia y una amenaza.
Así, sin Vanessa, yo carecía de amigas en el club. Una tarde, sin embargo, observé a una chica a quien no había visto antes. Estaba sentada sobre el borde de un pequeño escenario en la parte trasera del salón. La luz de un único foco la iluminó, enmarcándola con un brillo angelical. Mientras que casi todas las strippers del club vestían vulgares sostenes de un verde fosforescente o bikinis con la bandera estadounidense, ella tenía puesto un sostén negro de encaje francés (de aspecto muy caro) y medias haciendo juego. En los hombros tenía un chal de encaje, sobre el cual caían con suavidad sus perfectamente lacios cabellos, de un negro similar al plumaje de un cuervo. Su cintura era pequeña, su trasero redondo y carnoso y sus pechos parecían pasteles coronados con hermosas pequeñas cerezas. Pero lo que realmente la hacía destacar era su postura, tan delicada como la de una geisha japonesa, dando la impresión de que pertenecía a un mundo más gentil y refinado. Cuando notó que yo la miraba, no respondió con un gesto de odio o defensa de su territorio como habrían hecho las demás chicas del club. Se limitó a bajar la mirada de forma recatada. Me resultaba arduo imaginar qué podía estar haciendo esa chica dulce y sofisticada en un sitio semejante.
Hacia el final de la noche, reuní el coraje para hablarle. Estaba sentada en una cabina, en un rincón del club. Me aproximé a ella.
—Eres la chica más hermosa que yo haya visto en toda mi vida —le dije.
—Dile eso a los hombres —susurró—. Todos quieren casarse conmigo, pero ninguno quiere verme bailar.
Sacó de su bolso un puñado de billetes de veinte dólares y los colocó sobre la mesa. Calculé que habría unos cinco billetes. Llegado ese punto de mis días de stripper, yo era muy buena en la disciplina de calcular esas cosas.
—Es todo lo que he conseguido esta noche —prosiguió ella—. Y fue una buena noche.
Yo había obtenido de mis clientes regulares casi cuatro mil dólares.
—Con tu apariencia, podrías ser una de las chicas más exitosas del club —le dije.
—No me parece posible —advirtió—. Me siento completamente fuera de lugar desnudándome.
—¿Entonces por qué lo haces?
De cerca era más hermosa todavía.
—Lo hago —replicó, y siguió una breve pausa— porque me ayuda a pagar mis cuentas.
Decidí que era mi deber enseñarle las rutinas, del mismo modo que Vanessa lo había hecho conmigo.
—Yo era tan inexperta como tú cuando llegué aquí —sostuve—. Era la chica más tímida que puedas imaginar. ¿Y sabes cómo conseguí salir adelante? ¿Conoces el cliché: fíngelo hasta que puedas hacerlo? Pues bien, es una gran verdad. Si te comportas como la mejor stripper y cobras cincuenta dólares por un baile, a la larga los tíos empezarán a pagarte cincuenta dólares por un baile. Y entonces uno te dará cien dólares. Y luego otro te dará doscientos.
Hablé con ella durante quince minutos, instruyéndola en lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que debía o no debía hacerse, las cosas prohibidas que había que evitar y las cosas prohibidas que había que realizar.
—Esto no es la vida real. Es un juego, un gran juego consistente en follar mentalmente. Si consigues ponerte a tono con los clientes y deducir, al hablar con ellos, quiénes son y qué están pensando, entonces podrás vencer. Quizá en lo más hondo no seas una persona manipuladora, pero aquí debes manipular. Y si aprendes a hacerlo del modo correcto podrás ganar lo que quieras.
Me sentí orgullosa de mí misma, como si fuese una experimentada profesional dispensando sabiduría y consejos a una joven novata que los necesitaba. Mientras le hablaba, ella se aproximó a mí, pasó del otro lado de la mesa, me puso una mano bajo la barbilla y me besó.
No fue un beso en los labios, ni uno de esos besos falsamente sensuales que las chicas se dan entre sí para excitar a los hombres. Fue un adorable y sentido beso en el que ella exploró mi boca con su lengua. Mi respiración se aceleró y mi mente empezó a funcionar a toda prisa. Me sentí escandalizada. Y sin embargo, al mismo tiempo, no lo estaba. De hecho, ése era el verdadero motivo por el cual me había acercado a ella. No había pretendido en absoluto ayudarla a ser una mejor stripper. Quería recorrer su pelo con mis manos, sentir sus mejillas contra las mías y sostenerla entre mis brazos. Tuve que tomar entonces una segunda decisión. Y el resultado de esa decisión fue positivo. Sí, me encantaba la idea de acostarme con esa chica.
Abandonó mi boca y me miró con suavidad a los ojos. Yo coloqué mi mano derecha en su nuca y ella presionó una vez más sus labios contra los míos. Me besó con la seguridad y la pasión de un hombre. Deslizó su mano a lo largo de mis muslos, bajo mi corta falda blanca, y la dejó descansar en el tope de mis medias. Respondí hundiendo mis dedos en las profundidades del cabello en su nuca, cerrando mi mano en un puño y empujando su cabeza hacia atrás. Ella gimió con un deseo tan animal que me dejé llevar por completo. Me era imposible creer que esa chica recatada ocultase dentro semejante fiereza. Mientras la sacaba a la superficie, sentí que se me humedecía la ropa interior. El mejor sexo sucede primero en la mente.
—¿Quieres que prosigamos en un lugar más privado? —me susurró con los ojos empañados y la respiración creciendo en intensidad a idéntico ritmo que la mía. Ahora estábamos en nuestro propio mundo y yo quería permanecer ahí.
Al tiempo que ella abría la puerta de su casa, me pregunté si estaría haciendo lo correcto. Nunca antes había estado con una chica, y nunca había pensado que algo así pudiese sucederme. Por supuesto que había divertido a Jack haciéndome arrumacos con una chica delante de él, pero esto era diferente. Era estar allí sólo yo y otra chica, las dos solas, para placer nuestro y de nadie más.
No bien atravesamos la puerta, ella puso sus manos alrededor de mi cuello, me empujó contra la pared y hundió su lengua en mi garganta. Si quien hacía eso hubiera sido un hombre, yo habría estado aterrorizada. Pero viniendo de ella me pareció excitante. Me subió la camiseta por encima de los hombros y empezó a lamerme lentamente el contorno de los pechos, describiendo círculos cada vez más cerca de mis pezones al tiempo que recorría con sus manos la curva de mi espalda. Su lengua y sus caricias eran muy diferentes a las de un hombre. Era igual de segura y fuerte, y sin embargo era tierna, con un toque maternal que me provocaba escalofríos en todo el cuerpo. Yo estaba enviciada, y dado que ella era una mujer la idea de estar engañando a Jack no me pasó ni un instante por la cabeza.
Ella me condujo a su dormitorio y me quitó la falda. Mi ropa interior estaba tan húmeda que sentí algo de vergüenza. Sentada sobre mí, ella se quitó su blusa, desabrochó su sostén y apretó su cuerpo contra el mío. Pude sentir el calor emanando de cada poro de su cuerpo. ¡Hacía tanto tiempo que yo no sentía una sensación de intimidad semejante!
Me besó en los labios durante lo que pareció una eternidad antes de abrirse paso por mi piel, besando cada pulgada de mi cuerpo. Entonces llegó a mis muslos, se detuvo y tapó mi coño con su mano. Sólo sentir su tibieza, tras tanto precalentamiento, me dio deseos de explotar. Cuando por fin ella me penetró, yo estaba prácticamente gateando por las paredes. Colocó dentro de mi uno de sus dedos, buscando mi punto G, y lamió mi clítoris. Alzó la mirada hacia mí, con la barbilla empapada de mi humedad, y me preguntó si me molestaba que ella usara un aparato sexual. Le dije que no, imaginando que ella sacaría alguna especie de fino vibrador rojo y querría frotarlo contra mi clítoris. En cambio, buscó debajo de la cama y extrajo un masajeador color crema con un asa larga y gruesa y una punta que parecía el extremo de una ducha. Involuntariamente, todo mi cuerpo se tensó. Quedé petrificada.
Ella puso una sábana sobre mi coño para que las vibraciones no fuesen tan intensas y directas y yo empecé a relajarme. Sin lugar a dudas, yo estaba en manos de una profesional calificada. Entonces encendió su monstruoso aparato y lo colocó en contacto sólo con el sector de la sábana que estaba sobre mi clítoris. Mi cuerpo empezó a crisparse y estremecerse sin control, forzándome a arquear la espalda hasta que por fin sucedió. Exploté, una y otra vez. No pude detenerme. Sentí como si una ola de color tras otra pasasen a través de mí. Cada vez que pensaba que todo había acabado, mi cuerpo era presa de otra serie de espasmos y yo hundía mis dedos más y más profundo en su cuello y pronunciaba todos los tacos existentes en el diccionario, e incluso unos cuantos más que inventé en el momento.
Cuando todo concluyó, me derrumbé y empecé a reír, y luego a llorar, y a continuación a reír y a llorar al mismo tiempo. Era como si mi cuerpo se estuviese recuperando de una conmoción traumática. Ella gateó encima de mí y me abrazó, acarició mi cabello y lamió las lágrimas de mi rostro. Nunca antes había tenido un orgasmo tan intenso, nunca en toda mi vida.
Aquella noche estuvimos juntas durante varias horas, alternando momentos de tiernas caricias con otros de ardiente lujuria. Ella tenía todo un arsenal de aparatos bajo la cama (de los cuales yo hasta entonces no había experimentado con ninguno) y parecía conocer todo lo que una mujer puede llegar a hacerle a otra para provocarle placer. Cuando me coloqué encima de ella, gritó tan fuerte y se movió con tanta violencia que literalmente rompió la lámpara de su mesita de noche. Los vecinos debieron de pensar que estaba siendo asesinada.
Cuando me marché de su casa, la tarde siguiente, sentía una emoción que había olvidado que pudiera experimentarse. Me sentía amada. Esa mujer me había hecho enloquecer, y quería volver a estar con ella. Me había brindado una sensación de seguridad que nunca había gozado junto a Jack. Habíamos estado tan conectadas a nivel emocional que apenas habíamos necesitado hablar. Y sin embargo yo estaba confundida. ¿Acaso era yo homosexual? ¿Era heterosexual? ¿La amaba? ¿Amaba a Jack? ¿O era tal vez uno de esos destellos que siguen al éxtasis sexual? ¡Había tantas dudas zumbando en mi mente! Pero por encima de todo me sentía feliz. Me sentía a salvo. Y en mi vida, eso era algo muy raro.
Eso sí. Ni siquiera sabía su nombre.