Mi madre había nacido un 24 de abril. Y ese día, todos los años, me quedaba en casa y pensaba en ella. Siempre me había extrañado que, desde su muerte, su rama familiar nos hubiese evitado a mi hermano y a mí. No habían asistido al funeral ni ayudaron a mi padre a pagar sus cuentas de hospital. No se ofrecieron a cuidarnos mientras papá trabajaba. Yo estaba dispuesta a perdonárselo, pero mi hermano y mi padre nunca lo harían. Quizá eso fuese porque en aquel momento yo era muy pequeña y su ausencia no me había afectado tanto.
Cada vez que yo preguntaba por los parientes de mamá, papá y mi hermano me decían que eran gente mala y no me convenía hablarles. Así que eventualmente construí un muro mental y me convencí de que ellos no formaban parte de mi vida.
Sin embargo, una vez más, en el que hubiera sido el cumpleaños número cincuenta y seis de mamá, volví a pensar en ellos. Papá me había telefoneado pocas semanas antes. Era la primera vez que hablaba con él desde que lo había salvado de los cazadores de recompensas. Me llamó para contarme que había muerto su madre, la que me había cuidado con enormes cantidades de mantequilla cuando yo me libraba de las metanfetaminas. Tras una larga batalla contra el cáncer, la enfermedad se había extendido a sus nódulos linfáticos para luego desparramarse por todo su cuerpo. Ella era lo más cercano a una madre que yo había tenido, por más que a veces le robase la cocaína a Tony. Y perderla también a ella a manos del cáncer fue devastador.
Papá todavía estaba haciéndose el galán en Nueva Jersey. Mi hermano se había quedado en Florida con su esposa y su hijo, Gage. Tony atravesaba un momento duro. Se había convertido en un exitoso capataz de construcción, pero su espalda empezó a causarle problemas y ya no era capaz de trabajar y mantener a su familia. Así que decidió ganarse la vida como artista del tatuaje. Por más que no había tenido una pistola de tatuaje en sus manos nunca antes en su vida.
Con mi hermano y mi padre tan lejos y envueltos en sus propios problemas, mi mente volvió a pensar en los parientes de mamá, sobre todo en su madre, que había sido muy cariñosa conmigo cuando era pequeña. Le hablé a Nikki al respecto.
—Sólo telefonea a tu abuela ahora mismo —me dijo.
—No sé si puedo. Ha pasado tanto tiempo. Me hace sentir mal.
—No puedes portarte con cobardía en esto —insistió—. Tienes que hacerlo o te sentirás culpable el resto de tu vida.
Mi abuelos siempre habían vivido en la misma pequeña casa de Las Vegas y mantenían el mismo número telefónico. Cogí el teléfono y marqué el número.
—Hola —atendió la voz de un hombre. Era mi tío, Dennis.
—Hola, Dennis. Soy Jenna. ¿Está la abuela por ahí?
Se produjo un silencio del otro lado.
—¿Hola? ¿Dennis?
Agucé el oído y escuché que él lloraba.
—Jenna —añadió por fin—. La abuela está muerta. Murió hace dos semanas.
—¡Oh, no! ¿Qué le pasó?
—Tenía cáncer de ovario.
Cuando pronunció la palabra «cáncer», presionó en mi interior un botón autodestructor y empecé sencillamente a lloriquear, a gemir.
—Gracias, adiós —balbuceé y colgué deprisa. Ni siquiera pude charlar con él. Y no he vuelto a hacerlo desde entonces.
Meses más tarde intenté llamar otra vez pero el teléfono había sido desconectado. No había ningún número al cual llamar en su lugar.
Me arrepiento de pocas cosas, pero una de ellas es no haber estado junto a mi abuela cuando ella estaba enferma y moribunda, pues su dolor debe de haber sido tan terrible como el de mi madre. Hasta el día de hoy me torturo a mí misma por no haberla telefoneado en todos esos largos años para decirle que la amaba y la perdonaba. Es probable que haya muerto pensando que yo la odiaba y la había abandonado.
Después de la llamada sentí un ataque de pánico. Estaba segura de que me moriría de cáncer a una edad temprana, igual que mi mamá. Y eso significaba que me quedaban unos pocos años para crear una familia propia. No podía seguir huyendo de la responsabilidad y el compromiso de la edad adulta hallando excusas para seguir de gira, pues en ese caso no acabaría mejor que mi padre. Además, Nikki y yo empezábamos a hartarnos mutuamente. Yo estaba lista para huir de ella y sacármela de encima de un golpe la siguiente vez que me cayese encima en escena. Eso me exasperaba… y me dolía, ya que ella pesaba casi el doble que yo.
Así que aminoré el ritmo y empecé a telefonear a Jay con mayor frecuencia. Había estado evitándolo, pues sentía que él era alguien de quien podía llegar a enamorarme. Pero ahí estaba Jay cuando yo lo necesitaba, tan constante como los cazadores de recompensas que iban tras papá. Empezamos a mantener conversaciones amistosas cada vez más seguido y sentí ansias de volver a verlo. Quería divertirme a su lado. Quería abrazarlo. Quería su amistad. Quería acostarme con él. Necesitaba dejar de ocultarme y sentar la cabeza.
Tommy estaba aún de gira con Mötley Crüe y yo había acabado mi tour en Vancouver cuando él tocaba allí. Asistí al concierto y me puso apenas escondida detrás de la batería. En medio de Home Sweet Home (Hogar, dulce hogar) se volvió hacia mí y me apuntó con las baquetas. No sentí nada. Y fue entonces cuando comprendí que no lo amaba.
Tommy era sólo una distracción momentánea. Me gustaba vivir cerca de él, pero él estaba enamorado de Pamela Anderson y siempre lo estaría, sin importar cuánto dijese que la odiaba por meterlo en prisión e intentar alejarlo de los niños que tanto amaba. (Aunque parezca extraño, cuando conocí a Pamela un año más tarde en los Premios de Vídeos Musicales MTV, corrió hacia mí como una vieja amiga; cuando le dije que me encantaba conocerla al fin, ella respondió: «¿Cómo? ¿Es que no nos habíamos conocido antes?».)
Más tarde, aquella misma noche, Tommy vino a verme bailar. Mientras me tomaba las Polaroids, no dejó de besarme y colgarse de mí. No me gusta que los tíos hagan eso en el club, y no lo disfruto mientras estoy trabajando. Me hace sentir incómoda. Para coronarlo, Tommy le había comentado al aire a Howard Stern que yo era su nueva novia. Fue conmovedor que, a diferencia de las otras celebridades que yo había conocido, él no desease tan sólo una única noche clandestina para luego negar que algo hubiese sucedido. A pesar de eso, me encolericé (al igual que un cierto radioyente de Phoenix).
Era extraño tener a Tommy cortejándome todo el tiempo. Yo había sido de adolescente una gran admiradora suya, pero verlo tan necesitado le quitó toda la mística. Cuando conoces a la gente que solías idolatrar, sentir emoción por alguien se vuelve complicado, pues todos parecen estar a tu mismo nivel.
Siempre me había parecido muy guay, por ejemplo, que Sylvester Stallone no se me hubiese acercado en el Planet Hollywood de Bangkok. Pero entonces volví a verlo mientras yo comía con Joy en un club llamado Barfly en Los Ángeles. Envió una botella de vino a nuestra mesa y nos invitó a acompañarlo. Pero cuando lo hicimos, él fue tan directo que me hizo sentir incómoda. No parecía poder despegar sus ojos de mis pechos. Al día siguiente, Joy y yo asistimos al estreno del Cirque du Soleil en Santa Mónica y nos cruzamos con Stallone y su esposa o novia. Nos clavó la mirada como rogándonos que fingiésemos no conocerlo.
Después de aquello, comprendí que me estaba convirtiendo en una persona que no quería ser. Me estaba comportando igual que mi padre cuando se había paseado de pareja en pareja tras la muerte de mamá, buscando algún modo de aligerar su responsabilidad en la vida sin invertir ninguna emoción extra en nada más. No quería convertirme en otra chica en la lista de Tommy, o la siguiente en una larga hilera de muñecas rubias de otra estrella de rock. Quería lograr lo único que realmente había deseado siempre: tener una familia.
Desde que era adolescente y escribía mi diario personal, había deseado ser esposa y madre. No fue nunca algo que yo pudiese explicar a nivel intelectual. Sencillamente era un capricho, un impulso, como la urgencia por quedar embarazada cuando perdí la virginidad. Quizá sólo quería saber cómo se sentía el amor incondicional, mirar a mi propio bebé a los ojos y hacer que su vida fuese maravillosa en todo aquello que la mía jamás lo había sido.
Cuando Nikki y yo por fin concluimos nuestro tour, apenas nos hablábamos entre nosotras en buenos términos. Durante nuestro último show, teníamos los nervios tan exaltados por el cansancio, el alcohol y las drogas que montamos en cólera. Ella me acusó de haberle robado dinero en algún momento, y me tuve que emplear hasta la última gota de autocontrol para no volver a hacerle sangrar el rostro con mi tacón. Así que, de regreso a casa, dormí por primera vez en el desván en lugar de compartir la cama con ella.
Mientras yacía allí sola, aquella noche, me percaté de que me había convertido por completo en una adicta. En algunas ocasiones tomaba tanto Vicodin que al día siguiente no podía siquiera recordar dónde había estado la noche anterior o cómo había llegado a casa. Constantemente me dolía el estómago y tenía permanentes cambios de humor. Además, la droga ya no me producía ningún tipo de euforia. Me había vuelto un doloroso manojo de nervios expuestos.
Reconocí el camino descendente por el que avanzaba, pues ya lo había transitado antes. La droga no justificaba los problemas que me provocaba. Necesitaba expulsarla de mi sistema junto a toda esa ansiedad por recuperar mi adolescencia perdida. Así que me dije: «Nunca más». Luego ingerí tres píldoras y me fui de fiesta. La tarde siguiente repetí: «Nunca más», y volví a hacerlo todas las tardes sucesivas. Por fin, un día cogí mi enorme tubo de píldoras blancas Vicodin y las eché por el váter con la concluyente certeza de haberme deshecho de todos los hombres de mi vida desde que había dejado a Jack.
Durante los días posteriores padecí estremecimientos, temblores y dolores en cada parte de mi cuerpo. Sentía como si me hubieran golpeado la espalda, las rodillas y la cabeza con una cachiporra. Aunque abandonar las drogas puede llevar meses, en una semana ya lo había conseguido. Y dejé también mi dieta de choque. Se supone que el Vicodin retrasaba el metabolismo del cuerpo, pero en mí pareció hacer el efecto contrario. Estaba tan esquelética que al lado mío Kate Moss se veía como Carnie Wilson antes de su cirugía. Las lechugas y las barras de fibra de dieta habían concluido de forma oficial.
Cuando se me aclaró la mente, miré a Nikki y comprendí que estaba por completo perdida. Se había hinchado a causa del alcohol y las fiestas, y no me parecía probable que viese en breve la luz del otro lado. Eso se debía en gran parte a que había empezado a salir con otro tío perdedor, que se había mudado al apartamento. Nikki no parecía capaz de romper el ciclo autodestructivo. Yo estaba harta de ese tío y no deseaba permitir que la mierda me absorbiese otra vez.