15 de marzo de 2003

Querida Jenna:

Hola, cariño. ¿Cómo te encuentras? Aquí hemos vivido un largo invierno. Empiezo a disfrutar haberme retirado. Ya no siento la necesidad de hacer algo todo el tiempo. Me quedan el gimnasio y mi moto… y bastan para hacerme feliz.

Estoy a punto de marcharme de Nueva Jersey y dejaré a la mujer con la que he vivido aquí el último mes. Sus regalos no pueden superar ya sus exigencias. Me estoy librando de todo lo que poseo y me traslado con apenas una muda de ropa, la chaqueta de cuero que me regalaste cuando cumplí cuarenta años y una fotografía de tu madre.

Sé que el libro que estás escribiendo es importante para ti, de modo que creo oportuno que te cuente algunas cosas acerca de tu madre y cómo nos conocimos. Quizá te ayude a comprender algunas cosas sobre ti misma.

Me resulta muy complicado escribir esta carta. Como sabes, te he contado muy pocas cosas sobre Judy. Y la razón es que deseaba protegerte. No quería que pasases tu infancia deprimida por haberla perdido. Intentaba ahorrarte el sufrimiento que yo pasé hasta asegurarme de que eras lo bastante fuerte para asimilarlo. Por supuesto que te subestimé. Siempre has sido lo bastante fuerte.

No existía para mí nadie más en la vida aparte de Judy. Ella es la única mujer a la cual he amado. Durante los doce años que estuvimos juntos, no miré a ninguna otra mujer. Descubrirla fue para mí un cuento de hadas. Siempre lees esas perfectas historias de amor, pero nunca crees que algo así pueda llegar a sucederte.

Cuando la conocí mi vida era un absoluto caos. Merodeaba por Reno en compañía de Bobby Jolson, Johnny Anastasia (el sobrino de Albert Anastasia, de Asesinatos Inc.)[8] y Frank Sinatra Jr., quien por entonces aparecía en el club Harrah’s. Yo salía por entonces con una imitadora de Marilyn Monroe llamada Barbara. No era una relación muy profunda. Sin todo el maquillaje, ella se veía más parecida a Sonny Liston[9]. Solíamos merodear por el hotel Golden y tu madre bailaba en uno de los espectáculos que hacían allí. Se llamaba Golden Girls (Chicas doradas) y lo producía Barry Ashton. Todas las noches me reservaban un asiento en el bar, justo frente al escenario, y nunca le cedían ese asiento a nadie más hasta que el show había comenzado y estaban seguros de que yo no iría.

Desde el momento en que mis ojos se posaron en Judy, supe que ella era la mujer para mí, por más que en escena había una docena de chicas vestidas con idéntico vestuario. Ella tan sólo brillaba en comparación con todas las demás. Hasta el día de hoy me es imposible explicarlo. De más está decir que yo no lo esperaba. Fue como lo que mi madre siempre me había dicho sobre ser golpeado por un rayo. La miré, ella me miró y yo sentí una plena intensidad. Ya había sucedido. Fue sorprendente. Nunca antes me había ocurrido algo similar en toda mi vida. Allí estaba yo, sentado con Bobby Jolson. Le propiné un golpecillo en el hombro y le dije:

—¿Ves aquella chica de pelo largo y negro como el de Cleopatra? Voy a casarme con ella.

Cada noche, después del espectáculo, las chicas se dispersaban en el bar y se entremezclaban con los apostadores. Salían todas las chicas con excepción de Judy. Después de ir allí yo solía llevar a todos los presentes a casa de Bill Harrah, pues él era muy amigo mío. Y si se montaba una fiesta, se organizaba un show. Él se encargaba de las celebridades (Danny Thomas, Mickey Rooney) y yo llevaba las chicas. Alquilaba tres limusinas para transportar a todos desde el club, pero Judy nunca venía. Siempre permanecía en el camerino hasta que todos se habían marchado.

Una noche, por fin, me acerqué al maître, le di un billete de cincuenta dólares, que en esos días constituían un montón de dinero, y le dije:

—Tienes que conseguir que ella salga.

¿Y sabes qué sucedió? Judy se enfureció. Tenía su carácter.

—No pienso salir —le dijo al maître—. No quiero encontrarme con ese tío.

Pero el maître le explicó que ella no tenía elección. Cuando fue al bar, irradiaba encanto. Parecía demasiado frágil e inocente para este mundo. Le dije:

—Realmente gocé viéndote bailar. ¿Puedo invitarte a una copa?

Ella pidió una coca-cola. Como pensaba que yo era alguien importante, me trató con condescendencia. Pero no me miraba a los ojos. Dejaba muy claro que estaba allí contra su voluntad. Charlamos durante unos minutos y luego le comenté:

—Ha sido muy agradable conocerte.

Entonces me volví y empecé a hablar con un gilipollas que hacía un show como ventrílocuo en el club y una amiga pelirroja llamada Mary.

Yo nunca había salido con Mary, pero a pesar de eso ella se acercó a Judy y le dijo en voz baja:

—Mantente alejada de mi hombre. Sé que le gustas, pero él es mío.

Judy debió de sentirse impresionada.

Yo no me enteré en aquel momento de que Mary había hecho eso. Un instante después me aproximé a Judy otra vez.

—¡Hola, Judy! ¿Cómo te encuentras? —exclamé y luego volví a marcharme.

A la noche siguiente volví a pagarle al maître, pero en esta ocasión llevé conmigo a mi madre. Cuando salió Judy, le presenté a mamá y los tres mantuvimos una larga y grata conversación. ¡Estaba tan ansioso por invitar a Judy a salir! Fue arduo contenerme.

Algunas chicas del show me habían contado que Judy estaba saliendo con un barman que trabajaba un poco más abajo en la misma calle. Yo tenía contratados a un par de guardaespaldas, jugadores de fútbol americano de la Universidad de Nevada, a quienes pagaba veinte dólares y barra libre de copas cada noche. Me había forjado en la ciudad unos pocos enemigos y Poochie, que custodiaba a Frank Sinatra Jr., me había lanzado algunas tácitas amenazas. En todo caso, la cuestión es que envié a mis guardaespaldas a hablar con el novio de Judy. Después de eso él reculó. Judy nunca supo por qué aquel sujeto había acabado la relación, más allá del hecho de que él nunca se acostaría con ella. Judy tenía apenas veinte años y era aún virgen.

Dos noches más tarde decidí por fin invitar a salir a tu madre. Le pregunté si quería acompañarme al local contiguo al Harrah’s a ver cantar a Frank Sinatra Jr. Ella aceptó. Salí del Harrah’s con Judy a mi lado, dominando la situación desde la altura que le proporcionaban sus tacones.

Durante el show, me disculpé para ir al lavabo y fui a toda prisa a Harold’s, donde Trini López actuaría aquella noche un poco más tarde. Le deslicé al maître de allí cincuenta dólares para que se preocupase por atendernos bien. Luego regresé a Harrah’s y le dije a Judy que estaría bien ir a ver a Trini López.

Cuando llegamos a Harold’s nos recibieron con una canción y cogieron una mesa para nosotros y la situaron frente al escenario, haciendo a un lado a todos los demás. Judy se limitó a mirarme. Estaba impresionada. Pensó que yo era una persona que imponía respeto.

¡Si hubiera sabido cuál era mi verdadero trabajo! Atendía diariamente un almacén.

A lo largo de tres semanas seguidas fui a ver a Judy actuar en el hotel Golden. No podía despegar los ojos de ella. Salimos por entonces unas pocas veces. Y al fin ella decidió que estaba preparada para acostarse conmigo. Había llegado a la conclusión de que yo sería el elegido. Por supuesto, yo todavía no estaba listo para comprometerme con ella, pero no se lo revelé.

Judy le pidió a su compañera de piso que desapareciese de allí por unas horas y me invitó a su apartamento. Al llegar, llamé a la puerta y abrió una mujer de baja estatura con largos cabellos rubios, amplio flequillo, sin maquillar y vestida con jeans. Le pregunté si Judy estaba en casa.

—Larry, soy Judy —me respondió ella.

No me era posible comprender qué le había sucedido a mi morena Cleopatra. Resultó ser que ella llevaba peluca todas las noches. Yo no lo había siquiera sospechado.

Quizá esta información esté de más, pero tuvimos relaciones sexuales. Al acabar, permanecimos juntos en la cama, uno al lado del otro, y yo me puse a llorar.

En aquel momento estuve bien seguro de lo que quería y se lo dije:

—Vamos a casarnos.

Desde entonces tu madre y yo fuimos inseparables. Por primera vez en mi vida, fui fiel y sincero con una mujer. Le conté todo acerca de mí mismo: no sólo acerca del almacén, sino también que hacía dinero robando camiones y vendiendo los tapizados y los estéreos. Yo tenía un cierto estilo de vida, y si realmente la amaba, tenía que ser honesto al respecto.

Cuando terminó el contrato de Judy con las Golden Girls, salió de gira como bailarina. Estuvo en el Folies Bergère del Tropicana, en Las Vegas. Yo renuncié a mi empleo, vendí todo lo que tenía, me zambullí en mi coche y conduje hasta Las Vegas. Y nos casamos.

Si ella siguiera con vida, todavía estaríamos casados. Jamás la habría abandonado. Permite que te lo diga: fueron los mejores doce años de mi vida. Incluso si mi vida posterior hubiera sido la peor de todas, no cambiaría esos años por nada. ¿Quién es tan afortunado? Y además os tenía a Tony y a ti para seguir adelante.

Judy era una mujer extraordinaria, Jenna. Nunca discutía, nunca alzaba la voz, nunca bebía ni se drogaba. Y nunca tuvo ni la menor mancha en su rostro. Tú naciste cuando ella tenía treinta y dos años y volvió a tener su impecable cuerpo de corista en apenas una semana. Su estómago era duro como una roca.

Tú te pareces mucho a ella: tus ojos, tu nariz, tu estructura ósea. Tus manos y pies son copias al carbón de los suyos. Todos tus gestos se parecen: la forma en que caminas, el modo en que te pones de espaldas con la cabeza en alto. Ella solía mirar la tele en esa posición. Yo siempre creía que me estaba mirando a mí y le preguntaba qué sucedía. Entonces ella me observaba perpleja y respondía:

—Estoy viendo la tele.

Tu madre era muy tímida, pero cuando subía al escenario iluminaba el mundo. Exactamente igual que tú. Hasta el día de hoy, cada vez que te veo andar por la casa tengo la misma sensación que cuando ella estaba a mi lado. Quizá eso te resulte perturbador.

Ignoro si sabes lo siguiente, pero estuvimos siete años intentando tener hijos. Ya por entonces ella me dijo que se moriría de cáncer. Yo me negué a creerlo. Ella era la chica más sana del mundo. Nunca había padecido nada más grave que un resfriado o un dolor de muelas. No sé cómo se enteró. Tan sólo lo presintió. Y quería tener hijos antes de morir. Eso fue todo lo que hablamos al respecto.

Lo intentamos todo para lograr que quedase embarazada. Habríamos ido a una gitana a ponernos pepinos en el culo si hubiera sido de ayuda. No nos importaba lo que costase. Finalmente comprendimos que el problema no era físico, sino psicológico. Ella estaba bloqueando su capacidad para tener niños. Y esto tampoco lo sabes, pero durante un tiempo nos volvimos cienciologistas. El hermano de Judy, Dennis, siempre había sido un buscador espiritual. Me dio trabajo en una cadena de televisión y luego nos metió en la cienciología. Había estado con L. Ron Hubbard en el barco de éste[10].

Dennis descubrió que la cienciología era un poco cara, pero nos hizo un gran bien y me volvió un poco más compasivo y sensible. Nos tranquilizamos y seguimos todos sus consejos, pero aun así Judy no conseguía quedar embarazada. Por fin decidimos adoptar, pero siete días antes de que se completasen los trámites de adopción Judy volvió a casa desde el médico y me dijo:

—Estoy embarazada.

No fue fácil para ella. Después de los primeros tres meses, empezó a sentirse tan enferma que debió permanecer en cama durante el resto del embarazo. Nos parecía que cualquier cosa que hiciéramos mientras Tony estaba en el útero podría sembrarle algo en el inconsciente. De modo que nunca juramos, ni vimos nada violento en la tele, escuchamos sólo la mejor música y no dejamos de pronunciarle a Tony palabras dulces. Tras un parto muy difícil para tu madre nació Tony. Era un bebé enfermizo y alérgico a todo, incluso a la leche materna y casi cualquier fórmula de leche que hubiera en el mercado. Me llevó nueve días encontrar un producto que pudiese ingerir sin problemas.

Una vez que Judy supo psicológicamente que podía tener hijos, todo fue más sencillo. Lo tuyo fue cosa fácil. Llegaste al mundo con una enorme sonrisa en los labios. Judy no tuvo ningún problema. No aumentó de peso y se mantuvo activa hasta el día de ir al hospital. Yo temía atravesar durante otros tres años todo lo que habíamos padecido con Tony, pero tú eras una niña perfecta, tranquila y dormías toda la noche. Eras una verdadera alegría.

Luego, por supuesto, todo empezó a salir mal. Primero Judy fue al médico para que le quitara un lunar. Lo enviamos al laboratorio y el resultado fue que era maligno. Los tentáculos habían llegado a los nodos linfáticos, que se hincharon tanto que Judy empezó a tener bultos bajo los brazos. Por más que Judy había predicho el cáncer muchas veces, yo seguí negándome a aceptarlo. Pero no pudimos evitar que se extendiese.

Tras mi experiencia en Vietnam, yo pensaba que era capaz de afrontarlo todo. Pero no estaba preparado para algo semejante: Es lo peor que he tenido que atravesar. Su estómago se hinchaba tanto como si volviera a estar embarazada y yo debía conducirla al hospital y sostenerla mientras le inyectaban una jeringa para extraerle el fluido. Judy gritaba de dolor hasta que sus pulmones parecían a punto de estallar. Pero no le daban anestesia pues temían que se le parase el corazón. Fue espantoso, Jenna. Me sorprende que no hiciesen sonar una campanilla en el exterior para tapar los gritos.

Y luego siguió la quimioterapia. Ella era alérgica a la medicina que combatía la náusea. Yo la sostenía durante horas mientras ella vomitaba. Me vomitaba encima, y en toda la sala. No sabes cuán terrible es contemplar un dolor tan insoportable en alguien amado. Hice todo lo que pude para salvarla. Fui hasta México conseguí esa mierda llamada Laetril, una droga contra el cáncer que aquí era ilegal. Y probamos tantas cirugías radicales que los doctores acabaron afirmando que ya no podían extraer nada más. Fue un desastre. Los gastos del hospital acabaron con mi seguro. Yo estaba ganando 120 000 dólares al año como presidente del Canal 13, pero las cuentas me dejaron en bancarrota.

Por fin el oncólogo de Judy nos dio una receta para morfina y dijo que lo único que podría hacer es llevarla a casa para que muriese allí. Me tomé un permiso y pasé días durmiendo en una silla junto a su cama. Cada cuatro horas le inyectaba una dosis de morfina. A veces le disminuía un poco la dosis, le permitía sentarse en la cama y os llevaba a Tony y a ti para que la vieseis. Pero ella se deterioraba con tanta rapidez que ya no quiso teneros en el dormitorio. Quería que la recordaseis en sus momentos más vitales. En menos de un año, de ser una hermosa mujer de treinta y dos años que hacía a los hombres volverse para mirarla, pasó a convertirse en una inválida que aparentaba noventa años. Perdió todo su cabello y era un esqueleto apenas cubierto de piel. Fue todo tan terrible. La llevaba al lavabo para lavarla y le aplicaba más morfina para evitar que el dolor se intensificara. Me preocupaba que Tony y tú os asustaseis al escuchar los gritos saliendo del dormitorio y viéndome a mí merodear por la casa con los nervios quebrados durante toda la noche.

¡Me sentía tan inútil! Literalmente agoté todo lo que me era posible hacer. Cuando ella dormía me dirigía al comedor y miraba absorto la televisión apagada. Sencillamente me sentaba allí y vacilaba si quería que ella siguiese viviendo, por más que fuese en ese estado, o prefería que muriese. Y después de su muerte me sentí culpable por el mero hecho de que eso se me hubiera ocurrido.

Me repetía a mí mismo: «Pasé noventa días en un pozo lleno de mierda en África esperando a ser ejecutado. Puedo soportar esto. Me pondré bien. Ella se pondrá bien».

Pero las cosas sólo empeoraban. El último par de semanas, Judy apenas estuvo lúcida a causa de la morfina. La noche en que murió yo estaba sentado en el comedor, mirando la pantalla de la tele apagada, cuando escuché que se ahogaba. Corrí hasta el dormitorio y su cuerpo sufría violentas convulsiones. Eché su cabeza hacia atrás para ventilarle las vías respiratorias y hacerle la respiración boca a boca. Lo siento, Jenna. Tengo que dejar de escribir por un momento y volver a recomponerme. Nunca antes había contado esto.

Vale.

Ella empezó a gorgotear y aspirar y luego se quedó inmóvil. Supe que había muerto. Palpé las arterias de su cuello. Todo se había detenido. Le abrí el ojo derecho, que estaba completamente dilatado. Luego regresé al comedor y llamé a una ambulancia. No bien tú escuchaste la sirena empezaste a gritar. Tony se acercó al umbral. Yo lo alcé, lo llevé de vuelta a su dormitorio y cerré la puerta. No quería que ninguno de los dos vieseis a tu madre en ese estado. Creo que esas imágenes se graban en la mente, seas o no consciente de su significado.

Después de eso tú nunca quisiste estar sola. Y empezaste a temer a la oscuridad. Siempre dormías en la habitación de tu hermano con las luces encendidas. Todavía no habías cumplido los dos años, Jenna, pero creo que inconscientemente recuerdas a tu madre hablándote mientras estaba enferma. Creo que hasta algún punto has recuperado esos recuerdos.

Para mí todo cambió de forma dramática tras la muerte de Judy. Mi madre y la madre de Judy vinieron a verme la noche en que ella murió, pero su madre se marchó enseguida. De modo que mi madre y una amiga suya se quedaron en casa y limpiaron todo. A mí me era muy difícil tocar sus cosas. Entré a la habitación un par de días más tarde y era como si Judy nunca hubiera existido.

Hasta la muerte de tu madre éramos una familia muy unida. Celebrábamos grandes cenas de Acción de Gracias en la casa de su madre y nos llevábamos muy bien. Pero después todos nos abandonaron. No volvimos a ver ni a su familia ni a la mía. Ellos no asistieron al funeral: todos los portadores del ataúd eran amigos míos. Los padres de Judy os llevaron de paseo en una ocasión, pero os trajeron de regreso en apenas quince minutos. No podían soportar que les recordaseis a tu madre. Te decían «Judy» todo el tiempo.

El banco no esperó siquiera a que su cuerpo se enfriase antes de confiscar todo cuanto teníamos. Yo debía medio millón de dólares en cuentas hospitalarias, de modo que llegaron con sendos camiones. Se llevaron dos coches, un bote, una moto, todos mis bienes personales y me quitaron un apartamento en un edificio que yo poseía en el norte de Las Vegas. Cogieron incluso tus juguetes. Y aun así quedé debiéndoles 24 000 dólares. Lo único que conservaba era a ti, a Tony y 3 000 dólares en efectivo. Eso era todo.

Nos mudamos a una casa remolque. Nunca hubiera supuesto que acabaríamos en una casa remolque. Nadie nos visitaba y el teléfono nunca sonaba. La gente evita acercarse a la muerte y la congoja. Son cosas que una persona ha de atravesar por sí sola. Era tan triste imaginar el futuro sin tu madre, Jenna. Durante un año no supe qué hacer conmigo. Me representaba un desafío el mero hecho de caminar y mascar un chicle al mismo tiempo.

¿Recuerdas haberme acompañado a su tumba? Solía llevaros a Tony y a ti todos los domingos durante un par de años. Pero luego me pareció que os resultaría demasiado agobiante. En lo que respecta a mí, me diagnosticaron agotamiento nervioso y me aparecieron tics faciales que me duraron varios años.

Esa mujer era mi vida. En mi mundo no había sitio para nadie más. Y nunca he sido capaz de recobrarme de esa pérdida. Nunca. Pasas el resto de tu vida buscando. Y luego llegas a un cierto punto en el que te rindes. Tropecé durante seis años intentando volver a ser feliz, tratando de descubrir cómo criaros a ti y a tu hermano. Y lentamente aprendí. Y lo más importante que aprendí fue a amar ser padre.

De todos modos, miro hacia el futuro y espero estar en junio contigo en Phoenix para tu boda con Jay. Creo que por fin has dado con un buen hombre.

Te quiere.

Papá

PD. Me preguntabas por tu diario personal de niña y, créase o no, lo he hallado. Lo llevaré a tu boda.

Cómo… hacer el amor igual que una estrella del porno
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