El recuerdo de los cazadores de recompensas empezó a parecerme una pesadilla lejana a medida que Nikki y yo seguimos anestesiándonos mutuamente en la gira. Nos volvimos tan íntimas que el sexo parecía casi innecesario. Ya hacíamos nuestras cosas en escena. Si una de las dos dejaba un club con alguien más o llevaba a alguien más a la habitación del hotel, la otra se enfurecía. Lo descubrí del modo más duro.

En Nueva York, mi agente de gira mezcló uno de mis tragos con éxtasis, lo que fue una experiencia terrible. No me gusta esa droga, y nunca la tomaría de forma intencional. Cuando me hizo efecto, estábamos en el club China y Derek Jeter se había puesto a charlar con Nikki y conmigo. Como me aburría, empecé a conversar con Joe Montana, quien se veía como si tuviese cien años. Apenas sí podía moverse tras todas las golpizas que había recibido en sus tiempos de gloria. Cuando me puso una mano en la pierna, me percaté de dos cosas: primero, que nunca debería estar en público bajo el efecto del éxtasis; y segundo, que debería haber seguido junto a Derek Jeter.

Al día siguiente toda la prensa informaba que Joe Montana y yo manteníamos una relación. Lo que en realidad había ocurrido era, en cambio, que yo había regresado a mi habitación del hotel para acostarme con una mujer (Paige Summers, una Mascota del Año de Penthouse cuyo corazón misteriosamente se detuvo poco después en medio de la noche tras una cirugía de rutina). Nikki acabó yéndose por ahí con un tío del club de béisbol Minnesota Twins. Por la mañana tuvimos una pelea de amantes platónicos y no nos hablamos durante varios días.

Después de aquello hicimos un trato: podríamos llevar a la habitación a alguien que compartiéramos para un trío sexual, lo que era bastante infrecuente teniendo en cuenta que ya nunca dormíamos juntas. Sólo en una ocasión habíamos intentado realizar un trío. Fue en Los Ángeles, muchos años antes, y había resultado un desastre. Una chica muy directa se nos había insinuado en un bar y había empezado a hablar de sexo y de cómo la excitaban las mujeres. Era hermosa, con pelo negro y unos pechos tan duros que podrían haber quebrado nueces, así que la llevamos a casa y fuimos al asunto sin más vueltas. Nikki y yo éramos entre nosotras sexualmente agresivas, y la otra chica de pronto entró en pánico, recogió su ropa y se marchó a toda prisa sin siquiera despedirse (o decir hola). Todavía no tenemos idea de cómo haría para volver a casa, ya que el trayecto hasta el piso de Nikki era largo e intrincado. Después de aquello comprendí que el error había sido nuestro: la veíamos jactarse de sí misma e ignoramos la regla básica de comenzar las cosas con lentitud.

Tras jurar nuestro pacto, la única persona que recuerdo haber intentado llevar a casa fue Damon Wayans. Estábamos en la convención de vestimenta de MAGIC en Las Vegas y decidimos beber un litro de vodka e ir a un club de hip-hop. Nosotras éramos las únicas personas blancas en todo el local, y estábamos tan borrachas que no nos importó. Y como no nos importó, tampoco pareció importarle a nadie más.

Poco después de que llegásemos allí, reconocí a Damon Wayans sentado en un sillón, con apariencia de estar extremadamente bien. Así que nos aproximamos a él, nos sentamos una a cada lado y empezamos a parlotear con una incoherente charla de borrachas. Cuando empezamos a bailar para él, Damon se encontraba por completo reclinado estudiando cuán fuera de control estábamos.

—¡Joder! —me dijo—. ¡Mira ese cuerpo!

—Pero no tengo un buen culo —protesté.

—Tienes suficiente culo para mí —subrayó.

Acabamos saltando a su limusina y yendo a su suite en el Bellagio. Nikki y yo nos echamos en su cama y empezamos a estimularnos mientras él se sentaba tranquilo a contemplarnos. Es raro que yo sea directa, pero había estado mezclando alcohol con píldoras así que me sentía enérgica. Lo miré a los ojos y exigí:

—Bésame.

—No puedo —respondió—. Sencillamente no me va hacerlo.

—Sabes que lo deseas —insistí.

—No tienes idea de cuánto lo deseo.

—Entonces bésame.

Fui gateando hasta el borde de la cama y su rostro se encontró con el mío a medio camino. Lo único que hicimos fue besarnos. Inmediatamente después, Nikki y yo nos pusimos de pie, abandonamos la habitación y salimos deprisa del hotel. Nos hospedamos entonces en un pequeño motel de los años cincuenta llamado Tam O’Shanter, lo que fue idea mía ya que siendo adolescente solía ir a fiestas que se organizaban en la habitación 22. Tras pedir la habitación pedimos pizza, pero para cuando el chico de la pizza llegó las dos estábamos ya inconscientes sobre la mugrienta alfombra.

Tan pronto como retomamos el tour que habíamos organizado juntas, volví a drogarme. Fui lo bastante estúpida como para aceptarle una copa de champaña a un tío, y resulta que contenía algo (creo que GHB, Rohypnol o Ketamina). Después de aquello, cuando caminaba hacia los bastidores el pasillo empezó a curvarse y estrecharse. En el camerino me miré al espejo y noté que mis pupilas medían el triple de lo normal y padecían convulsiones epilépticas. Me recosté en la mesa de maquillaje y me desmayé. Cuando Nikki me despertó para nuestro siguiente show, yo estaba desquiciada.

—No puedo salir a escena —le dije con agitación—. No puedo caminar.

—No te preocupes al respecto, cariño. Sólo quédate conmigo.

—No, no lo comprendes. No puedo caminar.

—Vale —añadió ella inclinándose hacia mí—. Ponme los brazos al cuello.

Me cargó detrás de ella, con mis inútiles piernas arrastrándose contra el suelo de cemento. Cuando llegamos cerca del escenario y empezó a sonar la versión industrial de «Do Ya Think I’m Sexy» por Revolting Cocks, Nikki se dejó llevar por la adrenalina y bajó las escaleras demasiado deprisa. Así que ya no pude seguir asiéndome a ella y me desplomé sobre los escalones. Aterricé sobre el escenario como una estrella de mar y allí quedé inmóvil. En mi mente, la música se ralentizó y las luces parecieron encenderse y apagarse como fogonazos. Nikki me levantó del suelo y me arrastró detrás de ella durante el resto de la canción. Sin importar lo que sucediera, nunca nos perdimos un show.

Realmente me preguntó si mi agente de ruta no fue el responsable de todas las veces que me drogaron en la gira. Su conducta se volvía cada día más extraña. Utilizaba mi nombre para conseguir gratis todo lo que pudiese: entrada a los clubes, drogas, tatuajes, billetes de avión de primera clase, etc. Y no sólo utilizaba mi nombre: también falsificaba mi firma para emplearla a modo de objeto de intercambio. Usaba todo el tiempo al cuello los pases laminados que había hecho para nuestro tour, junto a los pases de libre acceso de Tool y Mötley Crüe, por más que no los necesitaba para moverse por los clubes. El único lugar al que esos pases le permitían libre acceso era la entrepierna de las strippers. Les decía a todas esas chicas de dieciocho años que él era el agente de gira de Mötley Crüe, les prometía llevarlas entre bastidores y conocer a la banda la siguiente ocasión que se presentasen allí y acababa en el lavabo del club tomando Polaroids mientras tenía sexo con ellas. Tenía un álbum de recuerdos repleto de sus conquistas.

Si unos tíos querían conocerme, tenían que hablar primero con él. Así que se tomaba la libertad de hacer tratos por lo bajo. Les prometía camisetas y productos de merchandising de recuerdo y se quedaba con su dinero. También hacía que los tíos de Tool me dejasen mensajes en el teléfono. Al principio eso me parecía guay, pero al cabo empecé a sospechar que esos tíos que dejaban mensajes no eran quienes decían ser. De hecho, no creo que mi agente haya trabajado jamás con una banda de rock.

Cuando alguien está de gira contigo, se convierte en tu círculo más íntimo. Se vuelve tan cercano a ti como tu familia. Y aunque esas bebidas adulteradas, el coste de las cuentas telefónicas (que podía alcanzar los ochocientos dólares en una sola noche) y las marchas de éxtasis deberían haberme servido de advertencia, no vi la verdad hasta que ya fue demasiado tarde. Yo estaba dispuesta a pasar por alto muchas de sus indiscreciones, pues trabajaba a cambio sólo de sus propios gastos. Además, no deseaba pensar que me había traicionado una de las pocas personas a las que le había permitido ingresar en mi círculo íntimo.

El golpe final llegó cuando se ofreció a conseguirme un trato para hacerme maletas de viaje a medida por un coste de dos mil dólares. Mi contable le envió el dinero pero nunca vimos nada a cambio. Además, le había prometido a mi contable asientos de primera fila en un concierto de los Rolling Stones, y mi pobre contable acabó plantado sin rastro alguno de los billetes.

Así que Nikki y yo nos sentamos un día antes de actuar y decidimos contar el número de Polaroids que poseíamos para esa noche, ya que él recolectaba el dinero. A la hora de cierre habíamos tomado ciento cincuenta fotos a veinte dólares cada una. Pero cuando llegó el momento de pagarnos, en lugar de los tres mil dólares nos dio ciento cincuenta. No me sorprende que el tío no quisiera un salario: estaba ganando mucho más dinero por debajo de la mesa.

Cuando tuvimos un momento libre llamé a nuestro agente de gira y le dije que ya no necesitábamos sus servicios. Se puso loco. Le dije los motivos por los que no quería que siguiese trabajando para mí y tuvo una excusa para cada uno, negando rotundamente haberme robado. Cuando eso no funcionó, amenazó con arruinarme:

—Vete a paseo, cabrón —le espeté por fin—. Tienes suerte de que no te hagamos dar una paliza.

Durante las semanas sucesivas, él telefoneó a Nikki, Joy King y todos mis conocidos y pronunció todo tipo de amenazas. Entonces se puso en contacto con las páginas web de chismes porno, diciéndoles que yo era una puta, una drogadicta y una adicta a los calmantes. No importaba que tuviese o no razón (o en este caso, que la tuviese a medias). Lo que importaba era que lo hacía por despecho, para lastimarme. Meses más tarde, una banda de rock se comunicó conmigo: él había utilizado mi nombre para conocerlos y desplumarlos.

—Vamos a hacer algo al respecto —dijeron—. Y lo haremos a nuestro modo. ¿Eso te molestaría?

Les di mi bendición.

Cómo… hacer el amor igual que una estrella del porno
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