Fue mi primera audición para una película verdadera, legítima. Me quedé de pie fuera de la oficina junto a docenas de hermosas rubias de un metro ochenta que podrían haber estado haciendo mucho dinero (y consiguiendo también muchos más papeles) en el porno. Dentro de la oficina estaba el productor Ivan Reitman, quien estaba probando actrices para el papel de «la lesbiana» en la película de Howard Stern Private Parts (Partes privadas).
Mientras las chicas charlaban y chismorreaban, me recliné contra un sillón y analicé el guión. Tenía los ojos secos, pues estaba nerviosa. Cuando parpadeé al leer una línea, se me cayó una lentilla. Con esa multitud de ojos azules encima de mí, me agaché y estuve cinco minutos en el suelo intentando encontrarla. Estaba ciega.
—Jenna Jameson —llamó una voz desde la puerta.
Avancé hasta la oficina de selección de reparto con mi ahora inútil guión y procedí a tartamudear y sudar durante toda la lectura. Me hallaba demasiado asustada como para alzar la vista, pues temía ver gestos de burla o lástima en el rostro de alguno de los expertos del panel que me rodeaba. Recité el texto de forma tan terrible que, cuando por fin escogieron a alguien, deseé que la cinta con la audición nunca fuese dada a conocer públicamente. Le dieron el papel a Amber Smith.
Estaba convencida de que aquélla había sido mi última posibilidad de aparecer en una verdadera película, pero pocas semanas después me llamó la encargada del reparto. Quería probarme para el papel de Mandy, una chica de dieciocho años que fue la primera desnudista en ir al show radial de Howard Stern. Para entonces ya estaban a mitad del rodaje, así que me hicieron volar hasta Nueva York para conocer a la directora, Betty Thomas.
En esta ocasión ensayé mis líneas con mucha anticipación. Cuando llegué al aeropuerto miré el billete que me habían enviado: decía 2A. Volví a mirarlo y luego le pregunté al funcionario de la puerta de embarque:
—¿Es éste un billete de primera clase?
—Claro que sí, cariño.
Nunca antes había volado en primera, y eso fue evidente. Cuando la azafata intentó quitarme el abrigo, la miré como si pretendiera robármelo. No sabía cómo presionar la palanquilla para alzar el apoyabrazos y no pedí vino porque ignoraba que era gratuito. ¡Joder, era toda una paleta!
En la audición estaban pasando muchas cosas. Era obvio que los productores me tenían a mí en mente para el papel: lo único que me quedaba por hacer era no estropearlo. Un chófer pasó a buscarme al aeropuerto y me llevó directamente al set. Fui directamente al despacho del director, donde estaban todos los pesos pesados que participarían en la película. Se sentaron y me hablaron durante diez minutos. Luego entró Howard: él sería mi compañero de escena. Sentí náuseas desde el primer momento en que lo supe.
Disimulé mi reacción y recité mis líneas. Por fortuna, la estupenda relación que habíamos tenido en la radio demostró no ser sólo una farsa: la manteníamos en esta situación tan irregular. Tras la lectura, Howard e Ivan me miraron. Ivan fue el primero en decirlo:
—Tienes el papel.
Reaccioné como una niña. Di gritos y salté de alegría delante de todos. Volé de regreso a casa y, una semana después, me hicieron volver para filmar. Ahora ya me había habituado a la primera clase y no dudé en pedir cuatro vasos de vino por vuelo.
El estudio de Howard no era parecido a ninguno de los que yo conocía. Era diez veces más agradable que el de cualquiera de mis películas porno. Incluso tenían una doble para mí, lo que me pareció decadente pues estaba acostumbrada a hacerlo todo yo sola. Y en lugar de filmar una película entera en un día, nos pasamos la jornada ocupados en apenas una escena. Yo no estaba habituada a hacer dos docenas de tomas para una única línea. Me parecía una práctica por completo ineficaz.
Todos en el set tenían un aspecto mucho más tenso que en las películas para adultos. Cuando recorrí el lugar con el culo al aire (pues era una escena de desnudo), los asistentes de producción se esmeraron por darme prendas para cubrirme. Los hacía sentir incómodos verme caminar au naturel hasta la mesa de bebidas. Pero a mí me afectaba tan poco la inhibición que no me importó. Cuando me quité un piercing del ombligo y lo reemplacé por un sedal de pesca para que no se viese en cámara, el equipo pareció sentir un profundo asco. Estuve en la sala de maquillaje cinco horas diarias mientras pasaban aerógrafo por mi tatuaje, y a fin de que no se notase la diferencia en el color de la piel, me pintaron también el resto del cuerpo.
Howard, por supuesto, adoró todas estas cosas. Filmamos durante cuatro días. El tercer día, uno de sus guardaespaldas me dijo que Howard en persona deseaba verme en su camerino. Mientras me dirigía allí, se me ocurrió que aquello podía dar lugar a una situación desagradable. No estaba segura de qué era lo que él pretendía. Pero cuando eres una mujer en un estudio y el protagonista masculino quiere verte a solas en su camerino, eso suele tener un único significado.
Al llegar, Howard estaba sentado solo viendo vídeos. Me uní a él en el sillón. La tensión en el cuarto no era sexual, sino extraña. Estuvimos en ese sillón viendo la tele durante lo que pareció una eternidad. Howard esperaba que yo diera el primer paso. Yo esperaba que lo diese él. Y yo ignoraba por completo cómo reaccionaría si Howard se atrevía. Por un lado, Howard me gustaba y quería acostarme con él. Por el otro, fuera como fuera que respondiese a su avance yo podía resultar perjudicada. Si lo rechazaba, él podría utilizarlo contra mí. Si accedía, podría luego sentirse incómodo y las cosas se enturbiarían entre nosotros.
Con cada minuto de charla banal que pasaba, estábamos más y más incómodos. Por fin reuní coraje y dije:
—¿Sabes? Será mejor que vuelva a mi camerino y estudie mi papel.
Fue nuestro momento decisivo. Si alguna vez existió la posibilidad de que iniciásemos una relación física, fue ésa. Y la dejamos escapar. La ventana se había cerrado. Al día siguiente me llevó aparte y me comentó:
—Jenna, realmente confío en ti.
No me cabía duda de que era sincero, pues no pretendía nada de mí.
—Creo que eres una buena chica y una buena persona —prosiguió—, y haré todo lo que esté en mi poder para ayudarte a estar donde lo necesites, pues te lo mereces.
Nadie me había dicho nunca antes algo así sin esperar algo a cambio. A lo largo del rodaje nos fuimos convirtiendo en excelentes amigos y empecé a respetarlo mucho. Actualmente, sin embargo, me pregunto qué habría sucedido de haber tenido la osadía de arrancarnos la ropa.
Tan pronto como concluimos la película, Howard me contrató para su show. Lo primero que me preguntó fue:
—¿Por qué no tomaste la iniciativa?
—¿Por qué no la tomaste tú? —repliqué—. Después de todo, eres el hombre.
Ya no tiene importancia, pues todos están seguros de que me acosté con Howard, probablemente porque él no ha logrado intimidad con tantas chicas en su programa.
Cuando llegó el momento del estreno, Joy y yo estábamos en Nueva York. No quise estropear la noche peleándome con Rod, así que llevé de compañera a Joy y le dije a Rod que sólo me habían dado una entrada.
Yo ignorába que Private Parts fuese una película tan importante. Logró que la soga de terciopelo de Cannes me pareciese una niñería. Había estrellas por todas partes. Los paparazzi me reconocieron de inmediato y todos los canales de noticias se lanzaron en avalancha colocándome un micrófono en el rostro. Era sobrecogedor, y para entonces yo ya empezaba a acostumbrarme a estar sobrecogida.
Después de la alfombra roja vinieron la recepción y el cóctel previo a la proyección. Joy y yo no conocíamos a nadie, así que permanecimos allí como estúpidas. Clavé la mirada en el remolino de celebridades y VIP y vi, entre todas ellas, a Marilyn Manson. Ansiaba conocerlo, sobre todo teniendo en cuenta que yo había hecho muchos strip-tease al son de su música. Antes de que la idea abandonase mi mente él estaba ante mí.
—¡Oh, Dios mío! —balbuceé.
Él se quedó ahí de pie, mirándome fijo a los ojos. Era bastante espeluznante.
Luego me cogió de la mano y empezó a recorrer la fiesta llevándome junto a él. Estaban allí casi todas las estrellas de rock que participaban en la banda de sonido: Perry Farrell, Billy Corgan, Flea, Angus Young, Sting, Jon Bon Jovi, LL Cool J, Rob Zombie, Joey Ramone… prácticamente todos mis ídolos. Yo era una insignificante chica del porno perdida en medio de este mundo de superestrellas del rock. Me sentía en el cielo.
Lo primero que me preguntó Manson fue cómo me delineaba las cejas. No dejó de insistir en conocer mis secretos de maquillaje. Tras llevarme de aquí para allá por la sala durante media hora, inquirió:
—¿Quieres ser mi pareja esta noche?
Asentí. Lo seguí a su butaca. Corey Feldman estaba unas pocas filas por delante de nosotros, y por algún motivo Manson estaba obsesionado con Corey Feldman. En toda la noche no dejó de arrojar palomitas de maíz en su nuca mientras recitaba los versos de Dream a Little Dream.
Luego Manson vio a Amber Smith, que es una chica muy guapa pero esa noche se veía como un travestido, así que empezó a arrojarle cosas también a ella. Todos eran un blanco para Manson. En cierto modo me recordó a mi hermano.
Cuando se aburrió de lanzar alimentos contra Sherman Hemsley, puso mi mano sobre la suya. Durante el resto de la película tan sólo sostuvo mi mano como si fuésemos adolescentes en nuestra primera cita. Cada vez que vuelvo a ver aquí y allá a ese personaje de largos cabellos fibrosos, labios pintados de negro, maquillaje blanco y ojos delineados en forma despareja, recuerdo lo surrealista de aquel momento.
Durante toda la proyección, no dejó de formular comentarios ingeniosos. Me sorprendió lo inteligente y reflexivo que era. Cuando yo aparecí en la pantalla, empezó a ovacionarme. Como me sentía más cómoda, puse mi mano sobre su pierna. No hice conscientemente nada sexual, pero al instante mismo de tocarlo él se inhibió y pareció incómodo. Era muy amable, o al menos tan amable como puede serlo alguien que se define a sí mismo como el Anticristo.
Más tarde me incitó a salir con él y su banda. Yo tenía una limusina mejor, pues había insistido en conseguir una Mercedes, así que Manson, su bajista Twiggy Ramirez (quien no pronunció palabra en toda la noche) y Billy Corgan, del grupo Smashing Pumpkins, nos amontonamos en mi limusina.
—Mirad esto —dijo Manson y echó sobre su mano un puñado de píldoras de diferentes formas y colores, que enseguida se echó en la boca entre carcajadas, como si no fuese más que una inmensa broma. De haberme tomado todos esos calmantes y relajantes musculares, yo no habría sobrevivido ni media hora.
Cuando todos los demás quedaron incapacitados (los ojos de Twiggy rodaban hacia atrás y Billy babeaba sobre su camiseta), Manson halló el momento para besarme. Una voz interna me alentó y pensé: «Haz que suceda». Así que Manson y yo nos enrollamos mientras Joy tomaba fotos.
Saliendo de la limusina, al llegar a la fiesta, todos me miraban con curiosidad. Supuse que sería por mis acompañantes, pero cuando pasé ante un espejo comprendí que tenía lápiz labial negro en todo el rostro. Era como si hubiese estado comiendo lodo.
Manson no se apartó de mi lado en toda la noche. Incluso cuando iba al lavabo (y lo hacía con frecuencia debido a las grandes cantidades de cocaína que consumía), me pedía que lo acompañase hasta la puerta. No quería perderme de vista. Por fin encontramos un sillón y Manson arrojó su abrigo sobre mi falda y deslizó sus manos por debajo de mi vestido amarillo de Versace. Lo único que se me ocurría era: «¿Cómo hace este tío para mantener la concentración después de drogarse tanto?».
Formábamos una pareja peculiar: yo era una versión exagerada y caricaturesca de la típica rubia estadounidense de pura cepa, y él la exageración del rebelde antiestadounidense. Me dijo que yo era muy diferente a la mayoría de las chicas con las que había salido, y a lo largo de toda la noche me presentó como su amiga de la playa. Y por más que no podíamos ser más distintos, entre ambos representábamos todo lo que los religiosos fundamentalistas y conservadores de derechas desearían suprimir de la cultura norteamericana.
Después de quince minutos nos marchamos para ir a otra fiesta. Al salir de la limusina había paparazzi por todas partes, cegándonos con sus flashes. La primera persona que distinguí cuando me abrí paso entre la multitud fue Prince. Aunque parezca extraño, Manson lo conocía y nos presentó. Prince dijo «hola» e hizo el gesto de querer darme la mano. Nunca antes me había sentido tan inhibida en presencia de alguien. Era una persona sensual y hermosa como una chica. A unos pasos de distancia estaba Lenny Kravitz. Y luego nos encontramos con Sheryl Crow y las chicas de TLC, y Quincy Jones, quien me estrechó la mano con tanta fuerza que podría habérmela partido. Era alucinante.
Hasta aquel momento, yo había vivido en la concha cerrada del mundo de la industria sexual. Y había llegado a creer, en especial después de Cannes, que ya era una estrella. Pero al conocer a esa gente comprendí que no era nada. Apenas el icono de un nicho en la industria del espectáculo, no una auténtica celebridad. Yo tenía sexo ante las cámaras y llevaba a cabo algunas actuaciones rutinarias. Estas figuras, en cambio, conmovían e inspiraban con su música a millones de personas. Lo único que yo lograba era contribuir a las ventas de pañuelos desechables Kleenex. Tenía que haber algo más que yo pudiera hacer.
Cuando volvimos al hotel, Joy se retiró a nuestra habitación y yo me encontré de pronto a solas con Manson. Entonces tomé conciencia de que íbamos a tener sexo. Y me encantaba la idea: yo estaba sumamente excitada y él me gustaba mucho.
—Démonos un baño —me dijo cuando entramos a su habitación con la voz adormecida, profunda y lenta a causa de los calmantes. No me dio tiempo a responder. Sólo abrió el grifo, se quitó la ropa y se metió bajo el agua. Fue extraño verlo desnudo. Era alto, femenino, infantil, muy bien dotado y tenía el cuerpo colmado de cicatrices en distintas etapas de cicatrización.
Yo tenía el prejuicio de que el sexo con él sería violento y alocado, pero él se portó de forma tierna y cariñosa. Me lavó de pies a cabeza, dedicándole a los pies casi cinco minutos. Las marcas de mi bikini parecían representar para él toda una novedad. Luego estuvo encima de mí durante casi una hora. Me llevó mucho tiempo asimilar la imagen del autoproclamado «Dios de Follón» (King of Fuck) entrando y saliendo de mí con su culo blanco al aire.
Sin secarnos nos trasladamos a la cama. Él empezó a lamerme el brazo por detrás de la muñeca, algo que nadie me había hecho antes. Al principio me excitó, pero como continuó en ello durante mucho tiempo, me hizo pensar en el vampirismo. Eso fue lo único de todo lo que hizo que podía parecer ligeramente cercano a una perversión.
Me pidió que me pusiese encima de él, así que lo monté. Tuvimos sexo con lentitud y lasitud. Pero cada vez que yo me aproximaba al orgasmo, Manson lo evitaba a fin de no correrse tampoco él. Me hubiera gustado decirle: «Hazme un favor, ponte a pensar en el béisbol y déjame correrme», pero él odiaba los deportes. Finalmente, ya no pude contenerme. Cuando él intentaba alejarme por décima vez, aplasté mi cuerpo contra el suyo y froté mi clítoris hacia arriba y abajo contra el hueso de su pelvis hasta que nos corrimos juntos. Yo me derrumbé encima de él y, cuando recuperé el aliento, bajé de la cama y empecé a vestirme para marcharme.
—¿Dónde vas? —preguntó él.
—A mi habitación —respondí.
—Puedes quedarte en mi habitación si quieres.
—No, realmente debo marcharme. Tengo muchas cosas que hacer mañana.
—¿Por qué no te quedas y nos dormimos acurrucados? —insistió.
—¿Acabas de decir la maldita palabra «acurrucados»?
No me acurruqué, pero seguí acostada a su lado un poco más, escuchándolo hablar sobre religión. Luego escapé. Rod aún me esperaba en mi habitación.
Después de aquella velada, Manson empezó a telefonearme… todos los días. Cuando yo no estaba en casa, él me dejaba en el contestador mensajes mitad humorísticos, mitad insanos, acerca de querer prenderme fuego o servirme como alimento de Corey Feldman.
Desde mi matrimonio con Rod yo me sentía carente de amor y de sexo. Empecé a salir esporádicamente con Manson, pero cuanto más lo conocía más extravagante era su comportamiento. Me hablaba de su deseo de follar a chicas con prótesis en los miembros o de hacerle una mamada a Twiggy. Y nunca supe con certeza hasta qué punto hablaba en broma o en serio. Además, quería follarme por el culo con demasiada frecuencia para mi gusto. Cada vez que nos desnudábamos, él iba directo hacia mi culo como una rata va al queso.
Hasta el día de hoy Manson sigue resultándome atractivo, pero no podía imaginármelo como mi novio. De hecho, no era tanto que yo estuviese más o menos enamorada de él, sino que yo seguía siendo una mujer casada, y todo aquel extraño asunto empezaba a parecerme un error.
De más está decir que yo era muy discreta sobre nuestra aventura. Tan pronto como las fotos de los paparazzi nos capturaron, Howard Stern telefoneó para consultarme. Lo negué todo al aire y le dije que Manson y yo éramos sólo amigos. Pero al día siguiente Manson fue a su programa y se despachó contándolo todo. Nunca hubiera supuesto que él era tan chismoso.
Justo cuando pensaba que la vida no podía enturbiarse más, me llamó una productora del E! Channel. Quería que yo volase hasta Bangkok y Singapur como presentadora de dos episodios de Wild On…
—También queremos que conduzcas la inauguración del Planet Hollywood de cada ciudad —añadió.
—¿Qué quiere decir «que conduzcas»? —indagué.
—Sólo entrevista a las estrellas cuando caminen por la alfombra roja —respondió.
—No hay ningún problema —dije repitiendo la habitual mentira. De hecho, había un problema: yo no tenía la menor idea de cómo entrevistar a alguien.
La noche que se inauguró el Planet Hollywood de Bangkok me arreglé el pelo para parecer una reportera. Por entonces, la mayoría de las personas no sabía quién era yo. De haber sabido que las estaba entrevistando una estrella porno, muchas no habrían concedido la entrevista. La primera celebridad que llegó fue Jackie Chan. No bien distinguió la gran E! blanca, vino hasta mí, me abrazó y me besó. Luego aparecieron todos a la vez, Bruce Willis, Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone. Me rodeaban las tres estrellas del cine de acción más importantes del momento y me sentía pasmada. Tenía que lograr que dijesen algo para E! Channel. Tenía que ser una buena pregunta: algo inteligente, perspicaz y sofisticado.
—¿Coméis aquí? —les pregunté.
Hubiera querido suicidarme.
Para mi sorpresa, respondieron los tres. Descubrí que yo era la única reportera con la que hablaban. Ahora era mi oportunidad de seguir con un interrogante que exigiese una respuesta de titular. Sería una dura prueba para mi astucia y habilidad.
—¿Cuál es vuestro plato favorito?
Hubiera querido acuchillarme.
Pese a todo, respondieron y esperaron más, quizá precisamente porque les formulaba preguntas tan idiotas en lugar de inquirir acerca de su vida privada.
Mucho más notable que los muchachos fue Cindy Crawford. El mero hecho de verla bajar las escaleras resultaba inspirador, y fue muy dulce conmigo mientras la entrevistaba.
Cuando se apagaron las cámaras y los reflectores empezó la fiesta. Me senté junto a mi nueva mejor amiga Cindy Crwaford y conversamos. Sin embargo, no dejé de sentir de su parte una extraña vibración. Sabía lo que significaba, pues ya me había sucedido muchas veces antes, pero la deseché una y otra vez. No era posible: después de todo ella era Cindy Crawford. Cuando le volví la espalda para hablar con un cámara de E! que estaba a mi izquierda, Cindy se asomó rozándome la nuca.
—¡Oh! —admiró—. ¡Mira qué bonito tatuaje!
Me tocó el cuello con suavidad y sensualidad. ¿Me estaba tirando los tejos? Se me puso la piel de gallina. Aquello era demasiado. Cindy era una personalidad demasiado importante y no me imaginaba recorriendo con mi lengua ese lunar suyo tan característico. Así que me disculpé para ir por un trago.
Pasé frente a una mesa llena de chicas guapas. Wesley Snipes estaba sentado en medio de todas ellas y me hizo señas de que me acercara.
—¡Así que eres la reportera de E! Channel! —sonrió—. ¿Por qué no nos acompañas?
Vacilante, me senté a su lado y todas las demás chicas de la mesa me lanzaron miradas como puñales. Él intentaba seducirlas, ellas intentaban seducirlo y yo me sentía confundida.
—Entonces —dijo él inclinándose hacia mí y susurrándome al oído—, ¿te gusta que te den por el culo?
Siendo una actriz porno, yo estaba habituada a semejantes preguntas. Pero Wesley no tenía la menor idea de que yo era una actriz porno. Como fuera, me ofendí. Lo miré inexpresiva, me incorporé y me marché. Fue la primera y la última vez que lo vi.
Nunca llegué a la barra. Tenía a Bruce Willis frente a mí. Tenía buen aspecto. De inmediato me estremecí y ruboricé. Por más que él tenía puestos unos pantalones cortos baratos, me sentí atraída. Bruce no dijo ni una palabra. Me puso contra la pared y me besó. Después de tres segundos de lengüetazos apasionados, se marchó sin pronunciar una sílaba.
Me sentí abrumada. Estaba como en medio de un dibujo animado. No podía ser verdad. Parecía que todas las celebridades presentes (con excepción de Sylvester Stallone, que era un perfecto caballero) estaban tras de mí. Unos cuantos tragos después, le pregunté al cámara de E! si estaba listo para que nos marchásemos. Mientras daba la primera boCanadá de aire fresco, un guardaespaldas se me aproximó diciendo:
—El señor Willis la espera en su limusina.
—Pues tendrá que esperar mucho tiempo —respondí. Existe un límite sutil entre la confianza en uno mismo y la arrogancia, y él lo había atravesado. Así que me fui con la cabeza en alto. Y E! estuvo tan feliz con mi trabajo que prometieron contratarme para que trabajase con ellos de forma regular.
Había sido un mes pleno de fantasía, y la fantasía es lo más maravilloso que existe. Con ella me gano la vida. Pero era tiempo de volver a la realidad: a Los Ángeles y a Rod. Yo seguía siendo una mujer casada.