Me hallaba en una vieja casa flotante de madera con un amplio camarote en cuya pared posterior estaban grabadas las palabras: «El arca». Había a bordo toda clase de moteros y artistas del tatuaje de Las Vegas, acompañados por sus «señoras».

Jack y yo subimos a bordo juntos. Esperando para recibirnos en lo alto de la plataforma había un hombre mayor con piel curtida y una ancha frente surcada por mechones de grasosos pelos negros que le caían hasta los hombros. Su cabeza recordaba a esas figurillas de recuerdo fabricadas en madera que compramos en las tiendas de aborígenes norteamericanos y colocamos en el dormitorio, pero luego quitamos de allí pues verlo observándonos todas las noches nos resulta aterrador. Tenía brazos musculosos, pero un poco venidos a menos, y sus tatuajes estaban desteñidos y colgaban de zonas de carne fláccida, como una camiseta puesta a secar que ha quedado demasiado tiempo expuesta al sol. Sonrió cuando subimos a bordo, revelando la hilera inferior de su dentadura, ennegrecida tras mucho masticar tabaco.

—Hola, Jenna —dijo con marcado acento alemán; conocía mi nombre—. Soy el Predicador.

Extendí una mano para estrechar la suya y él la apretó con sus dos manos presionando con fuerza un poco exagerada. Por lo general, aquél habría sido un gesto de afecto y sinceridad. Pero pareció cargado de cierta segunda intención, como si intentase atraparme y poseerme. Retrocedí unos pasos y avancé junto a Jack rumbo al camarote ubicado bajo la cubierta, para dejar nuestras cosas sobre una cama.

—Fui criado por el Predicador —explicó Jack—, desde el día en que nací.

La madre de Jack había quedado embarazada de un camionero y murió cuando Jack era pequeño. Por eso, él había sido enviado a vivir con su tío, el Predicador, quien por entonces integraba la pandilla de moteros de un alemán de derechas.

El barco zarpó y el Predicador lo condujo hasta una pequeña playa de arena del otro lado del lago Mead. Yo disfrutaba la oportunidad de relajarme con Jack y ver a algunos de sus amigos fuera del local. Todos nadamos, nos echamos al sol sobre la arena y bebimos cerveza. Nunca acabé de sentirme completamente cómoda, pues todos allí eran mucho mayores que yo, pero lo cierto es que nunca me había sentido tan relajada en compañía de Jack y sus amigos.

Mientras se ponía el sol, los muchachos encendieron una barbacoa. Volví al barco para ir al lavabo. Bajé las escaleras hasta los camarotes centrales de la nave. Al fondo de la cabina, tras pasar junto a dos camas situadas a ambos lados, había una pequeña puerta que conducía al lavabo y a un excusado.

Nunca conseguí llegar allí. Mientras avanzaba en esa dirección, alguien me cogió por los hombros desde atrás, me empujó y me arrojó al suelo. Era el Predicador. Saltó sobre mí apretando su pecho contra mi rostro para impedirme gritar. Todo sucedió demasiado deprisa como para que yo pudiese asimilarlo.

El Predicador empezó a contornearse, a frotarse contra mi cuerpo, y cuando su pecho descendió por debajo de mi rostro me tapó la boca con una mano. La gente siempre dice que si alguien intenta robarte o violarte has de quedarte inmóvil, a fin de que no te lastimen. Pero yo era digna hija de mi padre y luché con dientes y uñas.

Él se quitó los pantalones cortos y jugueteó un poco con su polla hasta lograr la erección. Yo deseaba patearle esa cosa con todas mis fuerzas, pero sus piernas inmovilizaban las mías. Mis brazos, sin embargo, estaban libres. Cuando lo cogí de los pelos, su boca se torció en una expresión de puro odio y me escupió el rostro. Entonces me cogió ambas muñecas con una sola mano y las mantuvo firmes sobre mi cabeza. Grité hasta que mis pulmones parecieron vaciarse.

—¡Cállate y no te muevas, jodida puta! —espetó.

Presionó su cintura contra mis caderas manteniéndolas bajo control al tiempo que con su otra mano me quitaba la pieza inferior de mi bikini y me penetraba. Si fue doloroso, yo no lo sentí. Sólo sé que me agité hacia atrás un par de veces hasta que mis brazos volvieron a quedar libres. Entonces empecé a golpearlo en el rostro y a rasguñarlo en cada sector de piel en que aterrizaban mis manos.

Mientras luchábamos, él seguía intentando penetrarme sin dejar de lanzar tacos. Cada vez que empezaba a entrar, yo reunía fuerzas para alejarlo a golpes. Por fin, el Predicador desistió, se puso de pie y se alzó los pantalones.

Me clavó la mirada, y lo primero que vi fueron sus ojos. No eran pequeños, tampoco brillantes. No se parecían a nada que yo hubiese visto antes. Eran como los ojos de un lobo que acaba de desgarrar a un perro y todavía mantiene la alerta del ataque.

Me apuntó con un dedo y exclamó amenazante:

—No se te ocurra decir ni una jodida palabra sobre esto o te mataré. Además, nadie cree a una puta.

Escupió en el suelo y luego se volvió y salió de la cabina.

Fue sólo entonces cuando empecé a comprender lo que había sucedido. Me senté, envolviéndome las rodillas con los brazos, hundí la cabeza entre las piernas y empecé a llorar. Me temblaba todo el cuerpo. No era tan sólo por el trauma de la violación, sino porque acababa de tomar conciencia de mi absoluta soledad. Allí estaba yo, encallada entre una multitud de extraños. No había nadie para salvarme, ni siquiera para consolarme diciéndome que regresaría a casa sana y salva. Nadie, quizá, excepto Jack.

Fui al lavabo para intentar mejorar mi aspecto a fin de poder afrontar la caminata a lo largo del barco y de la playa para ir a buscarlo. Pero no conseguí dejar de llorar. Sólo me contemplé a mí misma en el espejo y lloré. Y mientras me lavaba en todas partes (manos, piernas, donde fuera que el Predicador me hubiese tocado), tampoco conseguí dejar de temblar.

Me sequé los mocos del labio superior, me eché agua al rostro, respiré hondo y me preparé para bajar las escaleras. La primera persona que distinguí en cubierta fue el Predicador. Estaba riendo, sentado en un banco fuera de los camarotes y bromeando junto a un puñado de artistas del tatuaje como si nada hubiese sucedido.

Sólo Matt, que trabajaba con Jack en la tienda de tatuajes, levantó la mirada para mirarme cuando avancé hacia la parte trasera del barco, asiéndome a la barandilla metálica. Sus ojos se abrieron un poco más y su sonrisa se desvaneció al verme, como si supiese que me había convertido en la última víctima del Predicador.

Salté de la parte posterior de la nave hasta la playa y encontré a Jack. Me urgía aclarar mis pensamientos. Necesitaba a mi padre, quería volver a casa, estar con alguien que me ayudase o que hiciese alguna jodida cosa por mí. Estaba perdida en medio de la nada y el único modo de regresar a casa era en ese condenado barco.

Mientras le contaba a Jack entre sollozos lo que me había ocurrido, él permaneció en silencio. No me abrazó. Ni siquiera me miró a los ojos. Sólo se quedó ahí sentado, inerte, inútil. Era más de lo que yo podía soportar. Mi cuerpo sentía frío, como si ardiese de fiebre, y lo único que deseaba era volver a casa y arroparme en mi cama llorándole a papá. Apenas tenía dieciséis años. Aún usaba aparatos dentales y me rodeaban muñecas Barbie.

—Quiero irme a casa —lloré.

—Perfecto —anunció Jack—. Te llevaremos a casa.

Caminó conmigo rumbo al buque y habló con su tío.

—Ella dice que necesita volver a su casa —le dijo Jack.

El Predicador ni siquiera pestañeó.

—No podemos marcharnos —respondió—. El barco no funciona.

Corrí fuera del barco, de regreso a la playa. Me invadía una imperiosa prisa por escapar, pero era consciente de que no llegaría demasiado lejos. Estábamos a mediados de verano, hacía unos cúarenta y cinco grados sobre el lago y a nuestro alrededor todo era desierto y montañas. De modo que mis opciones eran: o bien correr con la esperanza de encontrar a alguien, o bien esperar.

Esperé. Una chica de largos cabellos castaños, una bailarina a la que yo había visto merodeando por la tienda de tatuajes, pasó a mi lado. Se detuvo, dio media vuelta, me observó (mis ojos hinchados, mi nariz supurante, mi cuerpo tembloroso) y comentó:

—Él te violó, ¿no es cierto?

No respondí nada.

—No eres la primera y no serás la última —añadió.

Tampoco entonces dije nada. Quería preguntarle si el Predicador le había hecho aquello a ella también, pero no me salieron las palabras. Ella se quedó allí durante un rato, mirándome con una combinación de lástima y disgusto, y luego se volvió alejándose.

Cuando se puso el sol, Jack vino a mi lado y me dijo que arreglarían el barco a la mañana siguiente, de manera que me convenía entrar al camarote y dormir. Me negué a cerrar los ojos en cualquier sitio donde estuviese cerca de aquel monstruo. De modo que me acosté dentro de un saco de dormir en la playa. Jack se arrastró hacia mí y me abrazó mientras yo temblaba y sollozaba durante horas. Pero a lo largo de toda la noche no pronunció ni una sola palabra. Lo único que me daba vueltas en la cabeza era que el Predicador lo había hecho otras veces, que Jack lo sabía, y que no era nada imposible que Jack me hubiese entregado al Predicador. Pensé en ello sin cesar hasta que el agotamiento me venció. Comprendí que no podía confiar en Jack ni en nadie.

Convenientemente, cuando despertamos el barco había vuelto a ponerse en marcha. Hasta hoy ignoro si es verdad que se había descompuesto o si el Predicador prefería dejar pasar la noche para que me calmara antes de enviarme de regreso al mundo real. Si me llevaba a casa de inmediato, yo estaba tan alterada que sin duda lo habría denunciado ante mi padre y ante la policía.

De regreso al muelle, le pedí a Jack que me acompañase a casa. Durante el trayecto en coche no abrimos la boca. Cada tanto él se inclinaba sobre mí y me besuqueaba. Yo no veía la hora de salir de ese coche.

Cuando Jack conducía por la calle ascendente hasta mi hogar, le pedí que me dejase a unos cincuenta metros de allí, para que papá no supiese que él estaba conmigo. Eran las ocho de la mañana, y habían pasado ocho horas desde mi toque de queda. Subí a pie el resto de la calle, intentando imaginar una excusa para decirle a mi padre. En comparación con la chica que había dejado la casa el día anterior, estaba hecha un cascajo.

Llegué a la puerta, coloqué la llave en la cerradura y giré el pomo con la esperanza de que mi padre hubiese salido de patrulla. Pero allí estaba él, sentado en el sillón del comedor, esperando en silencio.

Yo deseaba con tanta desesperación complacer siempre a mi padre. No me gustaba en absoluto causar problemas. Mi hermano era mucho peor que yo, pero lo normal era que me castigaran en su lugar. Yo era una buena chica, y no cejaba en mis esfuerzos por demostrárselo a papá.

—¿Dónde has estado? —preguntó por fin, con gran calma y control. Tras ser teniente en Vietnam y oficial de policía en Las Vegas, los nervios de mi padre habían dejado hacía tiempo de reaccionar a la adrenalina. Cuanto más triste o peligrosa parecía una situación, más fría era su actitud. En dieciséis años, no me había gritado ni en una sola ocasión.

Me exprimí el cerebro buscando excusas.

—Perdí la noción del tiempo —aduje—. El barco se estropeó y nos perdimos al regresar.

—Se acabó. Ya estoy harto —advirtió él. Había empezado a alzar la voz y se le había enrojecido la piel del rostro, alrededor de las arrugas—. No voy a permitir que vuelvas a engañarme. Lo que cuentas son patrañas.

Su reacción me hizo trizas. Se apoderó de mí toda la ira (y aun más que eso, la decepción) que yo había ocultado durante tantos años, todo el recelo que tenía acumulado, y exploté. Desde que mi madre había muerto de cáncer cuando yo tenía tres años, mi hermano mayor, Tony, y yo nos habíamos visto forzados a criarnos por nuestra cuenta mientras papá enfrentaba su propio pesar. Nunca había conseguido superar su pérdida. En cambio, se había recluido en su trabajo y en frecuentar a una multitud de mujeres diversas, abandonándonos a Tony y a mí a nuestra suerte. Pese a todo, yo quería tanto a mi padre que a veces me quedaba despierta hasta pasada la medianoche esperando a que él volviese a casa. Nunca me sentía segura hasta que oía el golpe de la puerta y los ruidos de papá quitándose su uniforme.

Siendo adolescente, yo había aprendido a gozar de su ausencia, pues me libraba de los crecientes malestares que experimentaban mis amigos al rebelarse contra la rigidez de sus padres. En otras ocasiones yo hubiera rogado contar con alguien a quien poder contarle mis problemas (o alguien que por lo menos me abrazase cuando estaba triste o me ayudase a sentirme arraigada en este confuso mundo). Pero estaba muy claro que esa persona no era papá. No es que él no se preocupase por mí, sino que no era capaz de demostrarlo. Si yo le contaba acerca de los chicos que me presionaban para acostarme con ellos, él correría a quebrarle el cuello a alguno antes que hablarme de las aves y las abejas. Una vez en que yo llevé a casa un poema que había escrito donde expresaba cuán sola me sentía y cuánto lo quería (una poco sutil súplica de ayuda), sus ojos se llenaron de lágrimas, pero él nunca conversó conmigo al respecto ni intentó tan siquiera enfrentar el asunto. Finalmente, acabé abandonando todo esfuerzo por conmoverlo.

De modo que mi padre no tenía ningún derecho a enfurecerse porque yo llegase tarde a casa, en especial después de lo que yo había sufrido. Más que nunca antes, lo necesitaba. Necesitaba que me comprendiese, que me consolase. ¿Y qué decidía decir en cambio? «Se acabó.» ¡Si él ni siquiera se había dignado empezar! Tomé conciencia de que estaba completamente sola, de que nadie me entendía, de que no tenía a quién acudir.

—¡Vete a la mierda, papá! —espeté. Nunca antes en toda mi vida le había hablado de ese modo—. ¿Qué quieres decir con que «ya» estás harto y que «no volverás a permitirlo»? ¡Tendrás que soportarlo durante el resto de tu vida, cabrón! ¡Soy una mujer adulta y puedo hacer lo que me venga en gana! ¡Mamá no me habría tratado así!

No me era posible creer que esas cosas estuviesen saliendo de mi boca.

Papá estaba perplejo. Se zambulló otra vez en su sofá.

—No voy a tolerar esto —replicó—. Tendría que haberte enviado a un hogar adoptivo. No permitiré que sigas viviendo en mi casa.

Una vez que dijo aquello, todas las emociones abandonaron mi cuerpo y quedé fría. No pronuncié ni una palabra más. No había nada más que decir. Subí las escaleras y me derrumbé en mi cama. Dormí todo el día y toda la noche. Estaba física, emocional y mentalmente exhausta.

Al despertarme, a la mañana siguiente, fui a la cocina y cogí un puñado de amplias bolsas de basura que llevé a mi dormitorio. Arrojé dentro de las mismas todos mis calzados, ropas, maquillaje, muñecas y libros escolares. Ya estaba habituada a empaquetar. Nuestra familia se había mudado al menos una docena de veces. Pero aquélla sería la primera vez que me mudaría en soledad.

Jamás me había sentido tan segura de algo como entonces: estaba huyendo de mi hogar para no regresar nunca más. Y cuando yo me hacía una promesa a mí misma, la mantenía.

De modo que ¿hacia dónde escapar? Había un único sitio al que podía dirigirme: la casa de Jack.

Cómo… hacer el amor igual que una estrella del porno
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