Mientras volvía a abrirme paso en el mundo de Suze Randall y las sesiones fotográficas, mi actitud empezó a cambiar. Antes, nunca tenía una opinión personal acerca de la ropa que me ponía, con quién trabajaba o cómo querían que posase. Pero, poco a poco, comprendí que me necesitaban tanto como yo los necesitaba a ellos. Podía ejercer algún tipo de control.
Así que comencé a abrir la boca: «Este lápiz labial no encaja con este maquillaje»; «¿Cómo es que no hay nada para comer?»; «Estás colocando el reflector a través de mi cabeza, y parecerá que soy calva»; «No volveré a pasar frío en una sesión». Increíblemente, descubrí que la gente escuchaba (y obedecía), quizá sabiendo que cuanto más confortable me sintiera mejor saldrían las fotos.
No es que fuera una experiencia terrible trabajar conmigo (eso ya vendría más tarde), pero estaba dando mis primeros pasos tentativos hacia el estatus de diva, algo no necesariamente bueno.
Cuando dejaban de enfocarme las cámaras, yo carecía de todo tipo de estabilidad. Irme de Las Vegas fue sin duda la decisión más trascendente que haya tomado en mi vida después de huir de casa. De pronto era por completo independiente. Viviendo en el sofá de Nikki, sin coche, sentía la inmensidad del mundo allá fuera, en las calles de Las Vegas. Estaba en una ciudad en la que nadie me conocía ni se preocupaba por mí aparte de Nikki. Yo sabía que mi alojamiento era temporal: algún día debería marcharme. Y entonces estaría sola de verdad. El problema de estar sobria era enfrentarme a la realidad. Necesitaba ganar una buena cantidad de dinero. No podía seguir chupándole la sangre a la gente (a papá, a Jack, a Nikki…). Y no quería de ninguna manera acabar como una de esas viejas strippers, bailando con tacones raídos y una sonrisa mecánica.
Semanas después, durante una sesión fotográfica, conocí a un productor que trabajaba para una compañía llamada Heatwave (Ola Caliente). Quería que actuase en una película titulada Silk Stockings (Medias de seda), protagonizada por Tiffany Million. Hasta entonces apenas sí había participado superficialmente en las películas para adultos, más que nada como un modo de alejarme de Jack. Ejecutaba las acciones de mi vida midiendo las reacciones de Jack, pero no estaba muy segura de qué otra cosa hacer. Heatwave era por entonces una compañía respetada y ofrecían pagarme cinco mil dólares por escena, unas veinte veces lo que obtenía en cada sesión fotográfica. Por un lado, esas gotitas de sudor de Sponge Cake seguían pendiendo vívidamente en mi memoria. Por otro, recordaba el escenario pulcro y profesional de Andrew Blake. Estuve durante semanas luchando conmigo misma por tomar una decisión. Nikki se oponía a muerte. De hecho, ella estaba poniendo en práctica su plan personal para dejar de posar: sus padres le pagaban (y por lo tanto me pagaban) el alquiler del piso y los gastos del coche, mientras ella montaba su escuela de maquillaje cinematográfico.
—Cometes un grave error si vuelves a ese mundo —me advirtió—. Has aparecido en revistas, pero las películas son algo totalmente distinto. Te comprometes de lleno a ti misma. ¿Estás lista para afrontar los efectos psicológicos de tener sexo con desconocidos? Fuiste afortunada con Randy West, pero ¿qué me dices de Sponge Cake? Así son todos los filmes. Hagas lo que hagas en la vida, esos filmes te acompañarán para siempre. Piensa en cómo afectarán a tus futuras relaciones con hombres. Y, Dios no lo permita, algún día tendrás que explicárselo a tus hijos.
Nikki era para mí una figura tan maternal que reflexioné sobre cada una de sus palabras. Permanecí horas en su sillón, incapaz de dormir durante noches enteras, debatiendo conmigo misma. No podía seguir invadiendo eternamente el espacio de Nikki. Tenía que construir mi propia vida. Yo era buena en todo lo referido al sexo ante las cámaras. Lo disfrutaba. Y si tan sólo consiguiera escoger proyectos de calidad con directores serios, podría evitar el lado más escabroso del negocio.
Todos aquellos a los que les preguntaba me aconsejaban no ingresar en el negocio de las películas para adultos. Todos exponían sus motivos. Y todos parecían razonables. Pero la posibilidad no abandonaba mi cabeza. Sólo necesitaba una única persona que me dijese que era buena idea, una persona que me respaldase, y podría dar el paso adelante. Mis instintos seguían gritando que era lo que debía hacer. Pero luchaban con mi cerebro, que consideraba el proyecto una imbecilidad. Por fin, el respaldo provino de mi padre.
Lo llamé en mi estado habitual, deprimida y al borde de las lágrimas, y le dije que estaba sola, asustada y estudiaba la posibilidad de aceptar la oferta de filmar una película para adultos.
—Ignora lo que te digan todos los demás —sostuvo—. Todos tienen sus propios motivos para opinar así. ¿Qué es lo que tú quieres?
—Quiero hacerlo —admití—. Creo de verdad que ahí puede estar mi futuro.
—Entonces toma tu propia decisión —replicó—. No puedo decir que me agrade, pero cuentas con mi apoyo. Lo único que te pido es que, si lo haces, te asegures de hacerlo bien. No te comprometas con nada que te lastime ni permitas que nadie te explote. Cuando vayas a trabajar, ten en cuenta que tú eres un valor para ellos y no al revés.
Al colgar me sentía aliviada. No sólo mi padre me había aconsejado, sino que de hecho me había brindado un buen consejo. Cuanto más cerca me mostraba de aceptar aparecer en Silk Stockings, más intentaba Nikki disuadirme.
—No hagas esa mierda —gritaba—. Destruirás tu vida.
Ése era el tipo de reacción que yo hubiera esperado de mi padre. Y como siempre hacía yo al enfrentarme a la autoridad, me rebelé. Empecé a contradecir a Nikki en todo y luego, cuando había llamado al productor para aceptar la oferta, ella estalló.
—Si haces eso —pronunció a gritos—, no quiero que sigas viviendo aquí. Puedes recoger tus cosas y marcharte.
Nikki estaba tan molesta que ni siquiera me llevó al estudio el primer día de rodaje. Ella siempre había sido una chica franca y sin pelos en la lengua. De hecho, eso era lo que me había atraído de ella en un principio. Y sobra decir que me quería demasiado como para echarme de su casa.
Partí hacia el estudio en un taxi. La primera persona con la que me topé fue un actor llamado Lyle Danger, un eslovaco taciturno, de piel oscura, con un cuerpo bien formado, ojos de un quieto ardor y barba incipiente de un día en la barbilla. Al igual que yo, él era nuevo en el negocio. De modo que ambos nos sentamos discretamente en el set, nerviosos e inhibidos, temerosos de establecer contacto visual con cualquiera de las otras personas del estudio. Me cayó bien de inmediato. Por supuesto que la industria lo cambiaría en forma paulatina hasta convertirlo en una criatura por completo diferente.
No filmamos nuestra escena aquel día, pero un poco más tarde le pedí que me llevase a casa de Nikki. Él vaciló, pero le imploré que lo hiciese y accedió. Al ver su coche comprendí por qué se había mostrado tan reticente: era un camión de carga, una escalerilla desmontable en la parte trasera y el letrero ONE TWO TREE[22] a un lado. Su empleo diario era administrar una empresa de poda de árboles.
En el momento de dejarme, aceptó recogerme por allí al día siguiente para ir a trabajar. Por fin había otra persona amigable en aquella ciudad. A Nikki, por supuesto, Lyle ni le cayó bien ni gozó de su aprobación (aunque también eso cambiaría muy pronto).
Empecé a sentirme muy incómoda en casa de Nikki. No sólo a causa de la película, sino porque descubrí una pistola de cola en la cocina. Nikki se pasaba toda la noche en vela trabajando en extraños proyectos artísticos que significaban mucho para ella pero carecían de sentido en opinión de todos los demás. Yo reconocí su comportamiento. Y también los motivos que lo provocaban. Todos los días, y de modo nada sutil, Buddy le resaltaba lo gorda que estaba. Le había ordenado que saliese de casa y fuese a un gimnasio. En lugar de eso, Nikki se deprimía e iba a Winchell a comprar una docena de donuts y se iba al coche a devorarlos.
Una tarde, cuando promediaba el rodaje de Silk Stockings, yo estaba medio dormida después de almorzar y Nikki ordenaba sus calzados por décima vez cuando, de repente, la vajilla de la cocina empezó a temblar, seguida por las botellas del bar. Los libros y los vídeos fueron cayendo de sus estanterías y, finalmente, la tele se estrelló contra el suelo.
Salimos corriendo. Un terremoto había azotado los alrededores de Northridge. Ante nuestros propios ojos estallaron las ventanas del piso de Nikki (ahora ya no teníamos techo) y el edificio contiguo se derrumbó matando a la gente que había dentro. Nos sentamos en un costado de la calle, absortas y mudas. Y se suponía que yo estaría trabajando en menos de tres horas.
Una vez en el set, se decidió filmar finalmente mi escena. Tan pronto como la cámara empezó a rodar y apareció el protagonista masculino, Bobby, sentí que la tensión llenaba el ambiente. El aire estaba tan espeso que casi pude sentir su resistencia al cruzar el escenario. Bobby permaneció allí inmóvil, ardiente y sensual, pero nervioso e intimidado.
Sentí explotar en mi interior toda la tensión y el miedo de aquel día. Era como si necesitase demostrarle a Nikki que se había equivocado, que ésta era mi oportunidad. Cada parte de mi cuerpo (mis manos, mi boca, mis piernas) empezó a moverse con un ritmo diferente pero perfecto. De pronto comprendí de dónde provenía la frase «dinamo sexual»: yo era una jodida máquina. Y en aquel momento me sentí tan conectada a la vida y a mí misma como no lo estaba desde la última escena con Randy West. Yo era jodidamente buena en esto. Cuando la cámara dejó de rodar, todos aplaudieron.
Tras la filmación, le pedí a Lyle que me llevase de regreso a casa de Nikki. Bobby se sumó a nosotros solicitando que lo acercásemos y los tres nos apretamos en la cabina del ridículo camión de Lyle. Durante el trayecto, nuestras hormonas aún zumbaban por nuestra escena conjunta. Nunca arribamos a casa de Nikki. En cambio, hicimos que Lyle nos dejase en un motel. Me sentí mal por Lyle, pues no era difícil percibir que de verdad yo le gustaba. Además, era nuevo en la industria y buscaba compañía. Pero mi cuerpo deseaba a Bobby. No bien entramos a la habitación nos quitamos mutuamente la ropa y follamos de forma salvaje. Pero la pasión duró apenas cinco minutos (y no porque ninguno de los dos se corriese, sino porque nos parecía extraño tener sexo en la vida real). La química que había en la pantalla no dependía de la atracción, sino de una especie diferente de compañerismo, el lazo entre dos actores inmersos emocionalmente en crear juntos una escena perfecta. Ignoro quién lo dijo primero, pero ambos lo pensamos al mismo tiempo: «Esto no va bien».
Pocos días después, Nikki y Buddy se mudaron a una nueva casa. Era más amplia que la anterior, así que yo contaba con mi propio dormitorio. Pero nunca llegué a desempaquetar. Sabía que mi estancia allí no duraría mucho. Nuestra amistad se estaba convirtiendo en una rivalidad a medida que Nikki me acusaba de competir con ella o de mentirle. No me fue posible mantener con Nikki una charla racional, pues su personalidad había sido reemplazada, corroída, por una profunda paranoia. Cualquier cosa que yo dijera sobre sus parrandas era motivo de que me acusase de meter cuña entre ella y su marido. Quizá eso fuese cierto los primeros días que había pasado con ellos, pero pronto me percaté de que ella estaba bajo el control de Buddy. Era interesante observar su relación ahora que yo no salía con nadie. Podía analizar el modo en que Buddy se burlaba del peso de Nikki o la alentaba a ir de marcha, tal como Jack solía hacerlo conmigo.
El golpe final se produjo cuando le critiqué a Nikki sus salidas de marcha y ella respondió acusándome de ir como una puta por todas partes y mentirle al respecto. Ella era mi único respaldo en Los Ángeles, y ahora me echaba alaridos como una lunática.
—¡Lo abrí todo para ti, mi hogar, mi vida, mi amor, y lo único que has hecho es faltarme al respeto! —aulló—. Quiero que abandones esta casa mañana mismo. ¡Te quiero fuera de esta casa! —espetó gritando tanto que su voz se volvió ronca—. ¡Mañana!
Sólo el hermano de Nikki, Michael, compartía mi preocupación por ella y comprendía lo que estaba sucediendo. Desde el instante en que nos conocimos, hubo química entre nosotros, aunque sólo fuera porque yo no podía tener a Nikki y él era una versión alta, fornida y masculina de ella.
Yo no tenía la menor idea de cómo hallar un lugar para mí en Los Ángeles, así que él cogió un periódico y marcó una docena de apartamentos para ir a ver. En el transcurso del primer día de nuestra cacería de viviendas, pasamos ante una tienda de piercing en Studio City. Le pedí a Michael que se detuviese y entramos. Se me había ocurrido la idea impulsiva de conmemorar mi nueva vida independiente con un souvenir: un piercing en el ombligo. Lo colocó un horripilante tío blanco de baja estatura llamado Flavia, con rastas que le llegaban a las rodillas. Luego fuimos a ver el primer apartamento, un pequeño estudio en Dickens y Van Nuys que tenía justo enfrente un quiosco de periódicos. Me encantó el lugar, por no mencionar el hecho de que no debería caminar para comprar las revistas en las que publicasen mis fotos.
Trasladamos mis posesiones terrenales (una humilde maleta de ropa) fuera de la casa de Nikki. Hacerlo fue una de las experiencias más penosas que me ha tocado vivir: ¡sentía una enorme gratitud hacia Nikki por tantos motivos! Desde el momento mismo de conocerla, ella había sido para mí una voz de cordura en medio de la locura de aquel negocio. Sin ella, probablemente nunca habría vuelto a ponerme de pie después de mi crisis con Jack: alguien se habría aprovechado de mi desesperación, necesidad de afecto, confusión y vulnerabilidad. Pero cuando me marché de su casa no cruzamos palabra. Ni siquiera nos dijimos adiós.