Regresé a su casa y consulté el nombre en su buzón. Sólo figuraba su apellido: Parke. Y la cerradura estaba abierta. Busqué dentro y miré una de las cartas: se llamaba Jennifer D. Parke. Y tras aquella impresionante noche de amor, Jennifer D. Parke y yo nos volvimos inseparables.

Todos los días, tras salir del trabajo, iba a su casa y charlábamos durante horas. A diferencia de las relaciones que yo había tenido antes, cuanto más tiempo pasábamos juntas, mejor se volvía todo. Jennifer era increíblemente bienintencionada y pronto fuimos mutuamente y en la misma proporción amantes, madres y amigas. Ella había sido modelo de la revista Penthouse. Le conté que siempre me había seducido la idea de salir en revistas y prometió que se ocuparía de que eso sucediese.

Aunque Jack no tenía la menor idea de qué estaba ocurriendo (y para decir la verdad, yo misma no tenía idea qué estaba haciendo él), todas las chicas del Crazy Horse sabían que nosotras éramos pareja. Jennifer y yo cogíamos el descanso al mismo tiempo y nos reuníamos en una de las casetas del lavabo. Ella era tan ruidosa que nuestro amorío no era ningún secreto en el club. Cuando salíamos del lavabo, ambas debíamos volver a aplicarnos el maquillaje. ¡Si los clientes se hubiesen enterado de lo que sucedía realmente entre bambalinas!

Aunque no era obvio al observarla por primera vez, Jennifer era una de las chicas más sensuales que yo había conocido. Podía tener más de quince orgasmos en un único encuentro y siempre quería chuparme cuando yo estaba con el período. Ella lo llamaba «pintura de guerra». Y adoraba tener sexo oral en lugares públicos (taxis, casinos, restaurantes, parques de atracciones). En nuestros días libres, íbamos a hurtadillas a la piscina del Mirage y extendíamos nuestras toallas en un sitio aislado, bajo el sol, donde sólo los camareros podían vernos haciendo el amor.

Una relación con una mujer es muy distinta a la que se tiene con un hombre. Entre dos mujeres se produce una conexión emocional mucho más fuerte; con un hombre existe algo más parecido a una dinámica de poder. Las discusiones entre mujeres parecen menos evidentes y superficiales. Pero por muy profunda que fuera la conexión entre Jennifer y yo, me era difícil perder el control psicológico que Jack ejercía sobre mí. Cuanto más intentaba ignorarlo, más obsesionada estaba con él. En ocasiones, él pasaba cuatro días sin aparecer por casa y yo me sentaba en el comedor llorando, incapaz de ir al club o tan siquiera de ver a Jennifer. Jack me telefoneaba cuando estaba a punto de llegar y yo me preparaba para decirle que nuestra relación había terminado y que me mudaría a otro sitio. En ocasiones llegué incluso a empaquetar mis cosas. Pero no bien él cruzaba la puerta, toda mi decisión se desvanecía. Él se portaba dulcemente conmigo durante uno o dos días y luego se convertía en un auténtico cabrón. Por fortuna, al menos durante un tiempo, pude recurrir a Jennifer.

Si bien Jack no se había enterado de mi historia con Jennifer, siempre lanzaba nada sutiles sugerencias sobre la posibilidad de formar un trío sexual. Había en el club una chica llamada Kirsten que estaba claramente interesada en mí. Era una bella morena, aunque nada especial. De modo que, en parte por sentirme culpable a causa de mi aventura con Jennifer, una noche la llevé a casa desde el trabajo. Ambas bebimos unas copas en la cocina con Jack y luego la guié hasta el dormitorio. Después de que nosotras hubiésemos entrado en calor durante una media hora, Jack irrumpió desnudo en la cama. Me ignoró por completo y, en cuestión de minutos, ya estaba follándosela a ella. Tres eyaculaciones más tarde, Jack la apartó y empezó a follarme a mí. Pero la polla se le había ablandado. Me asomé y miré el coño de Kirsten: estaba todo inundado de semen. El gilipollas se había excitado tanto que se había corrido tres veces.

Me sentí muy humillada, pues parecía mucho más excitado con esa chica vulgar que conmigo. Y se había corrido con ella, no conmigo. Me vestí y la eché de casa. Me enfurecí y durante dos semanas lamenté que él no me hubiese prestado en la cama la más mínima atención. Supongo, además, que esa experiencia acabó predisponiéndome mal con cualquiera de los hombres que conocí más tarde, pues desde entonces nunca volví a llevar a casa a otra chica para tener sexo con el tío con quien yo estaba en pareja.

En un intento por hacer malabares con el remolino emocional y físico en el que se había convertido mi vida, empecé a inhalar más metanfetaminas para mantenerme en pie. Lo hacía junto a Jack pues eso nos mantenía unidos. Lo hacía con Jennifer pues, al igual que la mayoría de las strippers, a ella le agradaban las fiestas; y lo hacía estando sola para mantenerme despierta. En mi mente, los límites estaban claramente marcados: inhalar la droga era como tomar café, un lubricante social que me levantaba el ánimo; fumarla, como Jack y algunos de sus moteros amigos, era para los adictos.

Y entonces apareció en escena mi hermano, Tony. Antes de la pubertad los dos éramos inseparables. Dado que papá siempre estaba ausente, Tony era mi protector y golpeaba a cualquiera que osase siquiera mirarme de mal modo. Y tenía una rapidez mental cercana a la genialidad, aunque de un modo parecido al de Rain Man. Por más que siendo ya adolescente empezó a consumir drogas, a beber alcohol y a pelear, siempre conservaba el control de sí mismo y era mi mejor amigo. Sin importar lo que hiciera. Tony era el orgullo y la alegría de mi padre.

Pero cuando maduramos yo empecé a resentir la relación que mi hermano tenía con papá, aunque sólo fuera porque yo hubiera deseado tener con él una relación similar a la de Tony. Cuantas más veces pronunciaba papá la frase «¿Por qué no puedes parecerte un poco más a tu hermano?», más me alejaba yo de Tony, que por entonces ya se drogaba y le robaba a la gente, y se salía siempre con la suya. Mi hermano y yo seguimos siendo amigos, pero nunca con la misma intimidad que cuando nuestro mundo se limitaba a nosotros dos y nuestro invisible padre.

La distancia entre ambos se agrandó cuando Tony conoció a una chica llamada Selena, que en cierto modo me recordó a mí misma pues era una buena chica rodeada e influida por un mal grupo de gente. Después de mudarse a la casa remolque de Selena, Tony empezó a salir con los amigos de ella, los Ángeles del Infierno. Y su droga predilecta resultó ser la misma droga predilecta de las strippers: metanfetamina. Al principio, Tony la inhaló, luego la fumó y por fin empezó a inyectarse regularmente. Cuando venía a visitarnos a Jack y a mí, llevaba consigo un portafolios de médico, lo abría en la pequeña mesa de nuestra cocina y sacaba una bolsa llena de droga. Entonces se volvía hacia mí y me consultaba:

—¿Podrías ayudarme a inyectarla?

Y yo, adorable hermana como soy, siempre le respondía lo mismo:

—Por supuesto que no.

—Entonces lo haré yo solo —respondía él y se ataba con fuerza el brazo para resaltar las venas. En ocasiones le llevaba cinco minutos encontrar en sus brazos o sus piernas una vena que todavía pudiese utilizarse. Jack quería que yo fumase metanfetaminas y mi hermano pretendía que me las inyectase, pero yo me conformaba con inhalarlas como una buena chica. No quería acabar como ellos: mi hermano estaba convirtiéndose en un paranoico en quien no era posible confiar, un ser de humor impredecible que en cualquier momento podía volcarse a la violencia. Cuando Tony cruzaba la puerta de casa, yo nunca sabía qué esperar de él. Por lo general lo atormentaba la idea de que los policías estaban persiguiéndolo y se obsesionaba mirando una vez tras otra por el ojo de la cerradura con su pistola en una mano, convencido de que los agentes llegarían de un momento a otro. En sus peores momentos, aplastaba moléculas de aire como si éstas lo estuviesen atacando.

Una noche, durante una de las desapariciones habituales de Jack durante cuarenta y ocho horas, Tony pasó por casa y me pidió un poco de metanfetaminas, sólo para mantenerse en forma hasta que lo llamase su proveedor. Jack ocultaba las drogas en un armario, debajo del fregadero, metidas a la fuerza en el hueco de una cañería. Estiré el brazo para alcanzarlas, cogí una gruesa bolsa de manteca de metanfetamina y le di a él unas cucharadas.

—¿Me las inyectarás?

—Por supuesto que no.

Observé cómo se revisaba el cuerpo, deteniéndose por fin en una vena de su mano.

Al día siguiente, cuando volví a casa desde el club, Jack había regresado. Y estaba pálido.

—¿Qué coño has hecho con mi metanfetamina?

—¿De qué hablas? —repliqué.

—¡La jodida bolsa gruesa que yo guardaba bajo el fregadero!

—Le di unas cucharadas a mi hermano —confesé—. Lo siento. No me pareció tan importante.

—¡Condenada puta! —irrumpió empujándome hacia atrás, contra los armarios de la cocina—. ¡Ha desaparecido toda la bolsa! ¡Tu hermano te ha tomado por imbécil!

Después de eso interrumpí todo contacto con Tony. No podía creer que él se hubiese hundido tanto. Telefoneé a Selena para decirle que lo alejaría de mi vida y resultó ser que también le había estado robando a ella, convirtiendo en inyectable todo lo que pudiese encontrar: coca, metanfetaminas, heroína.

Era preciso que yo hiciese una llamada telefónica más. Y era a un hombre con quien no había hablado durante casi un año: mi padre. Él no me había telefoneado desde mi partida, y eso no me sorprendía en absoluto. A lo largo de toda mi infancia, si se producía algún problema, él siempre hacía como si no lo viese (y quizá así fuera) hasta que yo lo sacaba a colación. Si cualquiera de las muchas mujeres que pasaban por su vida se portaba de un modo extraño con Tony o conmigo, él no hacía nada hasta que nosotros no se lo decíamos. De cualquier modo, una vez que lo hacíamos, él siempre se ponía de nuestro lado sin formular más preguntas. Pese a todas sus dificultades, era tranquilizador saber que él (aun a su extraño modo) nos defendería si realmente lo necesitábamos. Así que cogí el teléfono, por mucho que me enfadase volver a dar el primer paso. Me parecía muy evidente que ése era el rol del padre.

—Hola, papá, soy Jenna —dije.

—Hola, cariño —respondió. En lugar de sonar cálida, la palabra «cariño» me pareció fría, carente de cualquier sentimiento o emotividad.

—Te llamo para hablar de Tony. Necesita ayuda.

Conversamos durante unos diez minutos. Y hablamos sólo acerca de Tony y los pasos que mi padre podría dar a fin de salvarle la vida antes de que la estropease por completo. Le expliqué a papá que yo no podía seguir haciéndome responsable de Tony, pero que si nadie hacía nada acabaría muerto o en prisión. La conversación no pareció ser en absoluto la de un padre y una hija, sino más bien la de una pareja divorciada discutiendo la custodia legal de su pequeño.

—Tony está fuera de control —advirtió mi padre—, pero haré todo lo que pueda para refrenarlo, incluso si eso implica herirlo en el corto plazo. No puedo prometerte que tendré éxito, pero sí que haré cuanto esté a mi alcance.

Me dolió mucho desentenderme aquel día de mi hermano, pues él era mi último lazo familiar. Ahora los únicos con los que contaba en el mundo eran Jack y Jennifer.

Poco después, Jack vino al club con un amigo llamado Lester, un motero de piel oscura y dos metros de estatura que acababa de mudarse a la ciudad y estaba muy inmerso en la escena rockabilly. Lester tenía el pelo bien negro untado con gel y peinado hacia atrás, por debajo del cual usaba una bandana roja atada a la nuca, de modo que sólo relucían sus traviesos ojos, enmarcados por una piel bronceada a la perfección. Su sonrisa engreída dejaba en claro que no era meramente un chico malo, sino un actor.

Por lo general yo no pasaba mucho tiempo con Jack cuando venía al club, y él lo comprendía. Diez minutos charlando con Jack equivalían a doscientos dólares menos en mi bolso. De manera que cuando llegaron Jack y Lester, ni siquiera los saludé. En aquel momento me encontraba bailando para Nicolas Cage, quien era un cliente habitual. Al club iban muchos tíos famosos, aunque yo pocas veces los reconocía. La gente me comentaba quiénes eran después de que yo hubiera bailado para ellos.

—¿Eres consciente de que acabas de bailar para Pantera?

—¿De verdad esos gilipollas eran Pantera?

—¿Sabes que has estado bailando para Jack Nicholson?

—¿Realmente ese tío anticuado era Jack Nicholson?

—¿Tienes idea de que estabas bailando para David Lee Roth?

—¡Sí, y qué desilusión! De adolescente solía fantasear con él. Pero ha sido tan rudo, tan fastidioso y hablaba todo el tiempo de forma tan incoherente… Mi amiga Carrie acaba de dejar el club a su lado. Creo que he perdido el respeto por ambos.

Por ser un cliente habitual, Nicolas Cage era uno de los pocos famosos que yo reconocía. En general podía olerlo venir a un kilómetro de distancia. Siempre tenía ese aroma peculiar, algo parecido al sudor destilado de las personas sin hogar manaba del embrollo de pelos sin afeitar que tenía en la parte posterior de su cuello. Se mezclaba con el olor a cuero viejo de la desgastada chaqueta que llevaba siempre.

Me encantaba bailar para él, pues era muy respetuoso y le gustaba escuchar en las conversaciones, pero nunca comprendí demasiado bien por qué se tomaba esa molestia. Hiciese lo que yo hiciese, él nunca me miraba bailar. Así que alcé los ojos aprovechando la oportunidad para ver qué sucedía en el club. Noté que Jennifer estaba sentada junto a Jack y Lester. Y Lester se apoyaba en ella, seduciéndola, avanzando paso a paso. Me enfadé, pero no había nada que yo pudiese hacer. Me encontraba ocupada con un cliente y por ningún motivo podía dejar de trabajar.

Cuando a la semana siguiente Jennifer me contó que estaba saliendo con Lester casi se me partió el corazón. No podía creer que ella tuviese citas con un tío. Y lo que era todavía peor: era uno de los jodidos amigos de Jack. Volví a casa y lloré durante horas. Con todo, me consolé a mí misma pensando que después de todo había en ello algo de justicia, pues yo mantenía paralelamente mi relación con Jack. No me estaba entregando a Jennifer por completo, y por eso tenía sentido que también ella buscase a alguien más para acabar de cubrir sus necesidades.

Aunque Jennifer y yo continuamos viéndonos, pasé a ser para ella apenas una distracción para los momentos en los que su novio no estaba por los alrededores. Habiendo perdido a Jennifer y a mi familia, empecé a aferrarme más y más a Jack. Por supuesto, cuanto más dependiente estaba, más se irritaba él. Y cuanto más me percataba de que él se irritaba, más insegura me sentía. No pasó mucho tiempo hasta que toda porción de mi felicidad, toda porción de mi ser, dependió enteramente de Jack. Si él era agradable conmigo un día, mi humor mejoraba. Si me maltrataba, mi corazón se hundía tanto que casi no podía levantarme de la cama. Supongo que las metanfetaminas tampoco eran de gran ayuda.

Lo cierto es que ya no disfrutaba yendo al Crazy Horse. Mis días consistían en trabajar, dormir hasta las cuatro de la tarde, hacer recados y luego regresar al trabajo. Desnudarme ya no representaba para mí ningún desafío. Yo era la chica número uno allí, y probablemente podría haberme echado a dormir en el escenario sin que los tíos dejasen de arrojarme dinero. Pero en cada ocasión en la que he alcanzado el punto en que he vencido y ya no puedo crecer más, me aburro y deseo intentar algo diferente. De modo que al ir al Crazy Horse noche tras noche, sentía que estaba desperdiciando mi vida. No quería acabar como Opal. Yo estaba destinada a cosas mejores, o al menos eso era lo que mi hermano solía decirme.

La vida tiene una forma curiosa de sorprendernos. Cuando menos esperas que suceda algo, algo sucede. Aquella noche en la que te sientes pésimamente y estás demasiado cansada como para salir pero tus amigos de empujan de todos modos para que vayas a un club, será sin duda la noche que acabarás conociendo al amor de tu vida. Y así fue como, tras otra pelea con Jack, transcurría otro horrible día en el Crazy Horse cuando mi vida cambió.

Vestía un puñado de brazaletes baratos (bandas de goma de un dólar y estúpidos brazaletes trenzados de la amistad). Llevaba en la cabeza un sombrero negro de paja estilo cowboy, que me había puesto no sólo porque en el club hacía frío (o al menos eso recuerdo), sino porque me evitaba el problema de arreglarme el pelo. Vestía además una diminuta blusa roja, como Bobbie Brown en el vídeo Cherry Pie y vaqueros que había cortado hasta parecer Daisy Dukes. Bailaba un tema de los Eagles (sólo porque era astuto usar música que los tíos conocían) y me enfrentaba a los hombres del mismo modo que siempre, obteniendo tanto dinero como podía recibir. Ya no me divertía tanto sin tener a Vanessa como cómplice, pero al menos Jennifer estaba allí para ofrecerme apoyo moral.

Cuando acabé mi rutina de baile, Jennifer estaba de pie al borde del escenario, junto a una joven delgada y hermosa con largos cabellos castaños y grandes pechos naturales. Supuse que la mujer sería una nueva bailarina, y una probable competencia para mí. Era muy atractiva y parecía lista y experimentada.

—¿Jenna? —dijo la mujer de largos cabellos y yo me volví para saludarla—. Me llamo Julia Parton —explicó.

Reconocí el nombre. Jennifer me había hablado de ella. Era una modelo de desnudos con amplia experiencia y, según se comentaba, una prima lejana de Dolly Parton.

—He oído que te interesa aparecer en revistas —añadió.

No supe cómo reaccionar. Sólo la miré estúpidamente. Jennifer había estado amenazando con llevar al club a algún buscador de talentos para verme, pero nunca se me había ocurrido que fuese a hacerlo sin antes advertirme.

—Bien —prosiguió—, pues Jennifer y yo somos muy amigas y realmente me encantaría hacerte una prueba fotográfica para mostrarla en Penthouse.

De pronto, todo el club pareció enmudecer. Una enceguecedora luz blanca llenó el salón y un coro de ángeles empezó a cantar en algún punto lejano.

Sonreí beatíficamente y tartamudeé con entusiasmo:

—¿Cuándo comenzamos? ¿Qué debería vestir? ¿Quieres telefonearme o que te telefonee yo?

—Quiero que comiences —respondió Julia— mañana.

Repentinamente nada más pareció importar: ni Jack ni Jennifer; ni mi hermano, ni mi padre ni mi madre. Ni siquiera el Predicador, Vanessa… ni nadie más. Por fin, mi vida estaba a punto de iniciarse.

Cuando volví a casa aquella noche no podía dormir. Me senté en la cocina e intenté imaginar qué nombre emplearía. Mi nombre real, Jenna Massoli, sonaba demasiado cercano a la película El Padrino. Remitía a la imagen de una señora gorda cocinando espaguetis mientras su esposo llega agotado después de un día de follar con mujeres más ardientes y delgadas. Además, si utilizaba mi nombre verdadero, los tíos sabrían dónde había vivido y me acecharían.

Podría haberme decidido por mi nombre de stripper, Jennasis, pero sonaba demasiado como un nombre impuesto por la industria del sexo. No quería responder a un nombre pomo como el de Cherry Rain, Candy Floss o Jenna Lynn (por algún motivo, todas escogen el apellido Lynn[1]). No tenía dudas de que mis iniciales debían ser las mismas, pero quería que mi nombre no sonara como algo inventado para la escena.

Me agradaba el nombre de Jenna pues no conocía a nadie más que se llamase así. De modo que fui a la cocina y cogí la guía telefónica de debajo del fregadero (donde Jack ya no ocultaba sus metanfetaminas) y eché un vistazo a los apellidos empezados en J. Estaba Jack (demasiado familiar), Jacobson (demasiado propio de una matrona), Jacoby (más propio de un abogado), Jaffe (me recordaba al filme Valley Girl), James (demasiado común) y Jameson (era la marca de un whisky, y por lo tanto demasiado alcohólico). Ésa fue mi primera reacción. Pero mientras reflexionaba acerca de Jameson, acabó agradándome. El whisky era también rock & roll. Jenna Jameson: alcohólica y rocanrolera. Estupendo. El nombre sencillamente sonaba bien. Supongo que de haber sido más quisquillosa habría proseguido explorando la J hasta acabar siendo Jenna Johnson, Jenna Justus o Jenna Juvenile Diabetes Foundation[2].

En retrospectiva, me sorprende no haber acabado con un nombre más rimbombante, pues habría estado a tono con el modo en que era mi personalidad por aquel entonces. Pero una parte de mí debió de saber que la prueba fotográfica era un nuevo comienzo, la oportunidad de forjar por mí misma una auténtica carrera. Por supuesto que, en ese momento, yo pensaba que mi carrera consistiría en ser modelo.

Me equivocaba.

Cómo… hacer el amor igual que una estrella del porno
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