Se llamaba Steve, pero ellos lo llamaban Señor 187. El mote provenía del código policial para un asesinato. Nikki y yo lo conocimos en una de nuestras primeras paradas del tour: el club Pink Poodle (Caniche Rosa), en San José, California. Steve era exactamente el tipo de mala influencia que ambas estábamos buscando.

El Pink Poodle era un sitio salvaje, un teatro de strip-tease de desnudo total que era siempre el epicentro de algún gran escándalo. Las chicas se encontraban entre las más vulgares que yo haya visto en escena en el país. Nikki y yo no estábamos dispuestas a hacer mucho más que drogamos hasta perder el control y caer una sobre la otra en el escenario, así que nuestras propinas se vieron mermadas.

Lo único que redimió la noche fue conocer al Señor 187, un ex marine, antiguo boxeador de peso medio y líder de la versión de la Costa Oeste de los Ángeles del Infierno. El Señor 187 era un cabrón hijo de puta que odiaba al mundo y no disfrutaba nada tanto como quebrarle el brazo a un tío que lo había mirado de mal modo. Así que, naturalmente, le pedimos que nos acompañara en la gira.

Nikki y yo también estábamos, a nuestro modo, enfadadas con el mundo, y la función del Señor 187 era justificar nuestro enfado y hacerlo posible. Él encendería las llamas de nuestra ira alimentada por el Vicodin y el vodka hasta el punto de que perdíamos tanto el control que ni siquiera él era capaz de afrontarlo. Yo hacía trizas espejos en los camerinos; Nikki les hacía llaves de artes marciales a los tíos apretándoles el cuello hasta que se les ponía morada la cabeza; les echábamos a los tíos tragos en pleno rostro; y nos desmayábamos una sobre la otra en medio del escenario.

Éramos tan destructivas (y autodestructivas) como una banda de rock. Con nosotras dos en la cima de nuestro juego como estrellas porno, fue algo así como nuestro tour de grandes éxitos. La mayoría de los tíos preferirán ver su escena porno favorita a Star Wars o Zoolander, así que cuando nos vieron de pie a unos centímetros de sus rostros, se pusieron locos. Cientos de personas gritaban nuestros nombres antes de cada show y luchaban por aproximarse al escenario.

Llevamos los bailes eróticos a un nuevo nivel: mientras que algunas chicas ganaban unos doscientos cincuenta dólares por show, nosotras conseguíamos unos cinco mil sólo porque teníamos el morro de pedirlos. Sumadle a eso las Polaroids, las propinas, los artículos de recuerdo y que nuestro salario era de cien mil dólares por tres noches de espectáculo. Insistíamos en que nos alojasen en hoteles de cinco estrellas con servicio de habitación, limusinas desde y hasta el club y, cuando menos, dos guardias de seguridad acompañándonos en todo momento.

Y nos salimos con la nuestra hasta llegar a Toronto, donde existe una ley de no-contacto con las strippers. Eso me fastidió tanto que olvidé incluso que en Canadá hay monedas (y no billetes) por la suma de uno y dos dólares. Así que cada vez que un tío nos arrojaba una de esas monedas, yo volvía a arrojársela, pensando que intentaba insultarnos. Durante nuestro segundo show, Nikki y yo jugueteábamos en un poste, estimulándonos sexualmente entre nosotras, cuando la policía irrumpió en el club, nos sacó a empujones del escenario y nos puso esposas.

A fin de seguir vivas y evitar problemas, enviamos a casa al Señor 187, quien llegó a conseguir allí una modesta fama local golpeando al patrón del Pink Poodle hasta matarlo. El espíritu del Señor 187, sin embargo, nos acompañó durante el resto del tour. Si durante un espectáculo no estábamos ganando el dinero suficiente, insultábamos a los tíos y bajábamos del escenario. Una noche, en un club llamado Déjà Vu, me balanceé en el poste y le clavé a Nikki uno de mis tacones en un ojo. Aunque le sangraba el rostro, ella siguió bailando, probablemente porque no había sentido nada. Mis plataformas acababan en seis puntas capaces de hacer daño. Ignoro incluso por qué alguien pagaría por verme: yo estaba tan delgada a causa de la dieta de choque que mis huesos sobresalían por todas partes.

Para nosotras, vivir libres, salvajes y drogadas no tenía nada que ver con el sexo, a diferencia de la mayoría de la gente. Era más bien emplear nuestra sexualidad para quitarnos de encima cuanto problema o responsabilidad tuviésemos. Nuestra vida se transformó en una interminable despedida de soltero. Descubrí dentro de mí a una chica fiestera que nunca había explorado. Fue también uno de los mejores momentos de mi vida, pues desde que había abandonado a Jack, mi existencia no había dejado nunca de estar ligada al trabajo.

Cuando no estábamos bailando, salíamos por los pueblos y hacíamos estragos en los clubes locales. Tras beber los tragos suficientes, me ponía a bailar en el bar mientras Nikki me arrancaba la ropa. Entonces me recostaba sobre la barra medio desnuda y Nikki cogía una vela y me echaba cera ardiente encima. Nunca dejábamos de atraer multitudes.

Recuerdo haber mirado a mi alrededor una noche mientras la cera caliente caía sobre mi pecho y pensar: «¿En qué demonios me he convertido?». Estaba en una espiral descendente, pero lo disfrutaba demasiado como para detenerme. Nunca había sido una alcohólica, y tras vaciar una botella de vodka Grey Goose diaria durante la gira, supe el motivo: no soy una buena borracha. El alcohol libera la ira que está y siempre estará dentro de mí. Disfruté abusando del pequeño poder que había conseguido desde mi éxito en Wicked.

Cada tanto, sin embargo, la realidad se entrometía en mi diversión. Iba entre bastidores y veía un enorme ramo de rosas en mi camerino con una nota de Jay. Ese cabrón no me permitía olvidarlo.

Y entonces una tarde, cuando me estaba despertando, sonó el teléfono y escuché la voz de mi padre. Tan pronto como la reconocí, supe que iba a pedirme algo. Sólo para eso me telefoneaba. Desde que yo había empezado a ganar dinero, me encargaba de mantenerlo.

—Necesito tu ayuda —dijo.

Intenté ignorar mi tremenda resaca y concentrarme en sus palabras.

—Hay seis… no, siete cazadores de recompensas fuera —prosiguió—. Nos tienen rodeados.

Hubiera pensado que se trataba de una broma, pero nunca antes había oído a mi padre bromeando. De inmediato se esfumó mi resaca y mi cerebro se puso en estado de alerta por primera vez en varios meses. No estaba furiosa, deprimida, confundida o, tan siquiera, intrigada. Tal como había hecho mi padre cuando yo le había telefoneado al borde de la muerte cuando Jack me abandonó, me puse de inmediato en estado de resolución de problemas. Era preciso que salvase a mi familia.

—¿Dónde estáis? —indagué.

—En Miami, en tu casa —respondió.

Escuché detrás la voz de Tony.

—¡Papá! —gritó—. ¡Están forzando la puerta!

Se escucharon pasos. Papá estaba corriendo por la casa. Me resultaba arduo creer que eso estuviese ocurriendo.

—Si dais un paso más, os volaré vuestra jodida cabeza —dijo papá con fría calma—. Estoy bien armado y os tengo a tiro.

—¿Qué diablos está pasando? —pregunté.

—Jenna, te lo explicaré más tarde. Necesito un abogado.

—¿Debo llamar a la policía?

Pude oír más conmoción de fondo. Tony gritaba algo acerca de las ventanas.

—¡Un abogado! —repitió papá.

Telefoneé a Jay, quien me puso en contacto con un abogado conocido suyo. Yo nunca había querido enterarme del problema en que se habían metido mi padre y mi hermano en Las Vegas tanto tiempo atrás, pero ahora, de repente, me encontraba en medio de todo aquello. Con la ayuda del abogado, empecé a reunir las piezas: Tony y papá habían montado una compañía constructora para mi tío en Las Vegas, y construían viviendas multimillonarias para clientes ricos y poderosos. Sin embargo, uno de sus gerentes estaba malversando fondos, cogiendo cientos de miles de dólares del dinero de los clientes y gastándolo como si le perteneciese. Era evidente que uno de los clientes lo había descubierto y le había retirado su contrato a papá y a mi hermano. (Sé que ninguno de los dos pudo haber sido culpable pues ambos carecían de dinero y no habían realizado ningún gasto reciente por grandes montos). Al cliente no le importaba si ellos estaban o no directamente involucrados: se trataba de su compañía, y por lo tanto ellos eran responsables. Papá le devolvió al cliente tanto dinero como pudo, hasta que sencillamente se quedó sin pasta. Lo siguiente que supo era que debía recorrer el país de aquí para allá huyendo de los cazadores de recompensas.

Y de más está decir que lo habían localizado en mi casa de Florida, a través del número de seguridad social de Tony. Por sugerencia del abogado, me puse al teléfono con los cazadores de recompensas. Me exigieron que pagase los veinticinco mil dólares que papá aún les debía o lo enviarían de regreso a Las Vegas para que lo metieran en prisión. Corrí a una filial de mi banco, retiré el dinero de mi cuenta y se lo deposité a uno de los cazadores de recompensas en Florida. Habría pagado un millón de dólares de haber sido preciso: a pesar de todo, él era mi padre. Y me suicidaría si algo le sucedía.

Uno de los cazadores de recompensas corrió al banco a retirar el dinero, mientras los demás mantenían su posición rodeando la casa. Cuando volvió con el dinero en sus manos, todos se marcharon.

Nunca pensé que llegaría el día en que le salvaría la vida a mi padre. Después de aquello, nuestra relación pareció revertirse. Empezó a buscarme cada vez más, mientras que yo me alejaba de él. Sentí que me había usado. Era como si sólo me telefonease ahora que yo poseía el dinero para salvarlo y alojarlo en una casa de medio millón de dólares en Florida.

Poco después, papá se mudó a Nueva Jersey con una mujer rica y, básicamente, se convirtió en un mantenido. Cuando me contó que estaba conduciendo una Harley nueva y usando un Rolex de oro que ella le había comprado (sin siquiera ofrecerse veladamente a devolverme el dinero que yo les había enviado a los cazadores de recompensas), mi decepción por él sólo se confirmó. Parecía haber tocado fondo como ser humano. Así que, durante varios meses, sencillamente dejé de hablarle. Por fortuna yo estaba de gira, donde para huir de todos los problemas apenas necesitaba una botella y una píldora.

Cómo… hacer el amor igual que una estrella del porno
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