Domingo, 9 de marzo de 2008
La noche de mi último ataque de pánico, la noche que encontré el harapiento pedazo de satén rojo en el bolsillo, Stuart no durmió demasiado bien. Yo me tumbé a su lado esperando a que se quedara dormido, consciente de que estaba despierto por todo lo que le había contado. Se merecía a alguien mejor que yo. Se merecía a alguien que no estuviera tan hecho polvo, a alguien que no llevara el peso de un psicópata sobre sus espaldas, aparte de otro variopinto equipaje.
Me hizo llamar a la sargento Hollands, de la Oficina de Coordinación de Violencia Doméstica de la comisaría de policía de Camden. Cuando por fin me pasaron con ella, se había olvidado totalmente de quién era yo. Le expliqué lo de las cortinas y lo del pedazo de tela y —hablando a trompicones— lo típico que aquello era de Lee cuando estábamos juntos. Dijo que llamaría a su contacto en Lancashire y que volvería a hablar conmigo si había algo de qué preocuparse.
No volvió a llamar.
Cuando me levanté a la mañana siguiente, Stuart ya estaba vestido y listo para ir a trabajar.
—Deberíamos irnos el fin de semana —dijo.
—¿Irnos?
—Para tomarnos un respiro. A algún lugar fuera de la ciudad. ¿Qué te parece?
Al final pasamos el fin de semana en un hotel del Distrito de los Picos, dando largas caminatas durante el día, comiendo demasiado por la tarde y abrazándonos el uno al otro en una espléndida cama con dosel por la noche. Fue un fin de semana maravilloso y, contra todo pronóstico, no sentí la necesidad de enredar con las cortinas.
Fue el típico fin de semana que le habría contado a Sylvia con todo lujo de detalle, hace unos años. Por supuesto, ahora eso no iba a suceder. A veces me preguntaba dónde estaría, qué estaría haciendo. Podría estar viviendo a una calle de distancia, podría pasar por delante de su casa todos los días. No sabía dónde estaba. Supongo que, si llamara al Daily Mail, probablemente la encontraría, pero a estas alturas había llovido mucho desde entonces y no sabía si sería capaz de hacerlo. Sylvia, aunque había sido mi mejor amiga durante mucho, mucho tiempo, formaba parte de mi antigua vida: una vida a la que estaba convencida de que no podría regresar.
Ahora tenía una nueva vida, y era al lado de Stuart.
Poco a poco, el pánico por lo de la tela roja se fue esfumando y el hecho de pasar fuera el fin de semana me dio la oportunidad de pensar en ello. No había ninguna explicación racional de cómo había llegado a mi bolsillo, así que fingí que no había pasado.
Pero cuando llegamos a casa, volví a comprobarlo todo como era debido. Me propuse ir a mi apartamento cada mañana antes del trabajo, hacer las revisiones pertinentes y dejar todo en orden, y luego volver a revisarlo cuando llegara a casa, encender las luces al oscurecer y hacer que cualquiera que pudiera estar mirando desde fuera creyera que estaba en mi apartamento, aun cuando estuviera en el piso de arriba con Stuart. Compré otro temporizador y encendía la televisión cuando volvía a casa del trabajo, dejando que se apagara sola de nuevo a las once en punto de la noche. A veces conseguía comprobarlo todo solo tres veces, como Alistair me había dicho que hiciera, pero a veces eran más.
En cuanto a la sensación de estar siendo observada, era algo que, en realidad, nunca había desaparecido. Y ahora había regresado de verdad. En cada calle, en cada tienda, cada vez que salía de casa, notaba unos ojos clavados en mí. Sabía que eran imaginaciones mías, después de todo él estaba a kilómetros de distancia, ¿no? Vale que lo soltaran a finales de diciembre, pero si pretendía venir a buscarme, lo habría hecho entonces.
Por una parte deseaba que hubiera encontrado a otra persona con la que estar y por otra esperaba que no, por el bien de ella.