Martes, 24 de febrero de 2004

El robo cambió muchas cosas para mí. Después de aquello no volví a sentirme segura, ni cuando Lee estaba conmigo. Cuando él no estaba, cuando yo me encontraba en el centro o en el trabajo, o incluso en el coche de casa al trabajo o viceversa, continuaba teniendo la sensación de que me observaban. Cuando estaba sola en casa, era como si hubiera alguien más.

No ayudaba el hecho de que empezaran a faltarme más y más cosas. De no haber sido por el robo, pensaría que simplemente las había extraviado, pero eran cosas que no usaba a menudo y estaba bastante segura de dónde las había dejado: el pasaporte, por ejemplo. Estaba en una vieja cartera de colegial al fondo del armario, junto con una billetera que contenía euros que también había desaparecido. Un antiguo diario. No tenía ni la más remota idea de por qué se lo habían llevado, pero así era. O mi móvil viejo, que ni siquiera funcionaba: ese estaba en la estantería del salón.

Cada vez que descubría algo era casi como si me volvieran a robar.

Lee decía que era habitual en robos como aquel. Lo llamaba búsqueda ordenada. A menudo la gente no tenía ni idea de qué se habían llevado. Decía que había habido varios robos en mi zona durante los últimos meses y que a algunas personas les había tocado más de una vez.

Se quedaba a dormir todas las noches que no trabajaba y a veces aparecía inesperadamente cuando sí lo hacía, colándose en casa y dándome un susto de muerte. Una noche llegó con una pinta asquerosa, con una ropa que apestaba como si hubiera estado durmiendo en el suelo. Se la quitó en el salón, la dejó en un montón maloliente y subió directo a la ducha.

Cuando volvió a bajar, olía mucho mejor y también tenía mucho mejor aspecto. Le hice la cena y luego me hizo el amor abajo, en la sala, con dulzura, cariño y amor. Me escuchó mientras le contaba innumerables cosas sobre lo que había pasado en el trabajo, me acarició el pelo mientras me lo separaba de las mejillas encendidas, me besó la frente sudorosa y me dijo que era la cosa más bonita que había visto en toda la semana. Después volvió a ponerse la misma ropa apestosa y desapareció en la noche.

Pasé dos días más sin él, ni una señal, ni una palabra, ni una llamada, y el martes salí pronto de trabajar y me fui a casa. Volvía a parecer que alguien había entrado allí. No tenía ni idea de lo que me hacía pensarlo, la puerta estaba cerrada con dos vueltas de llave, las ventanas estaban todas bien cerradas, pero la casa parecía diferente. Revisé todo incluso antes de quitarme el abrigo, buscando alguna cosa fuera de lugar. Nada, ni rastro. Puede que me lo hubiera imaginado, fuera lo que fuera, aquella presencia, la sensación de que Lee había estado allí. Puede que solo me estuviera haciendo ilusiones.

Hice la cena y luego llamé a Sam para charlar. Vi alguna estupidez en la televisión. Lavé la bandeja y los platos y guardé todo. Mientras lo hacía, tarareaba con la radio.

A las doce menos cuarto apagué la televisión para irme a la cama. La casa se sumió de pronto en un silencio desgarrador cuando el ruido cesó. Habían apagado la calefacción central una hora antes y hacía frío.

Comprobé la puerta de la entrada y la de atrás y apagué las luces mientras hacía el recorrido. Abrí un poco las cortinas en la sala de la parte delantera y, mientras lo hacía, me pareció ver algo fuera: una silueta, una sombra, al otro lado de la calle, cerca de la casa que llevaba en venta meses y meses. Una forma voluminosa, como si fuera un hombre, de pie en el espacio oscuro que había entre la fachada de la casa y el garaje. Esperé a que se moviera, para que mis ojos se ajustaran a la luz y me dijeran qué era.

No me moví, y cuanto más entornaba los ojos, más me parecía recordar que allí había un arbusto, un árbol o algo así. Solo que tenía una forma rara en la oscuridad.

Cerré la puerta de la sala y encendí la luz del descansillo, mientras me dirigía cansinamente escaleras arriba. Me desvestí y me puse un pijama, me lavé los dientes. Encendí la luz de la mesilla y eché hacia atrás las mantas.

Entonces lo vi.

Bajo el edredón, vivamente colorido en contraste con la sábana blanca inmaculada, había un retrato, una foto.

En aquel momento me quedé mirándola, mientras el corazón me latía a toda velocidad.

Era una foto digital impresa, de mí. La cogí, la mano me temblaba tanto que la imagen se puso borrosa, aunque la reconocí y supe exactamente qué mostraba: yo, desnuda, en esa misma cama, con las piernas abiertas, el rostro encendido, mechones de pelo pegados a las mejillas y los ojos clavados en la cámara con una mirada de lujuria total, de seducción absoluta, de deseo puro y duro.

Él me había hecho aquella foto uno de los primeros fines de semana que pasábamos juntos; el mismo fin de semana que habíamos luchado contra el viento en la playa de Morecambe, el fin de semana que me dijo por primera vez que me quería. Habíamos estado trasteando con la cámara, haciéndonos fotos. Luego nos lo habíamos pasado bien con ellas y me había dejado borrarlas de la tarjeta de memoria. Obviamente, no sin antes hacer una copia.

Por un momento me miré a los ojos, pensando en la persona que era entonces, la persona que tanto deseaba aquello. Parecía tan feliz. Parecía como si me estuviera enamorando.