Domingo, 13 de abril de 2008
Tomé el autobús a Herne Hill.
Era el primer día realmente caluroso del año y me arrepentí de haber cogido la chaqueta. Cuando me había puesto en camino por la mañana, el sol aún no estaba sobre los tejados y hacía fresco. Ahora la llevaba bajo el brazo y estaba empezando a ser un incordio.
Di un largo paseo alrededor de la vivienda, aunque sabía dónde estaba: me lo había estudiado de pe a pa antes de salir de casa. Las calles estaban vacías, Londres se encontraba sorprendentemente tranquilo, como si todo el mundo se hubiera ido a la costa y me hubiera dejado la vasta extensión urbana solo para mí.
Cuando llegué a la casa, había conseguido alcanzar un estado de franca indignación, que esperaba que fuera suficiente.
La construcción se parecía mucho a la nuestra; era una gran casa victoriana adosada, al igual que las otras que se extendían, hilera tras hilera, por aquella calle, por la siguiente y por la de más allá. Había un piso en el sótano con la entrada separada: un tramo de escalones de piedra que bajaban hasta un portal de color rojo vivo. Luego una elegante escalera de piedra daba a una puerta negra que, lamentablemente, necesitaba una mano de pintura, y una fila de cinco timbres en los que se indicaba los pisos correspondientes. Subí los escalones hacia la puerta principal. Piso 2, estaba escrito en la placa. No había nombre en el timbre, aunque todos los demás lo tenían. Piso 1: Leibowicz. Piso 4A: Ola Henriksen. Piso 4B: Lewis. Piso 5: Smith & Roberts. Me pregunté qué pasaba con el piso 3.
Pulsé el timbre del piso 2 y esperé.
No hubo respuesta.
Consideré volver a casa y me senté un momento en el escalón de arriba del todo, mientras sentía el calor del sol en la cara. Entonces me volví hacia la puerta, me puse de pie y la empujé un poco. Esta se abrió de inmediato y dio paso a un recibidor, todo él con baldosas originales en el suelo, blancas y negras, que formaban un damero.
El piso 2 estaba en la parte de atrás de la casa, en el bajo. La puerta era una simple plancha de aglomerado con una sola cerradura Yale. Llamé bruscamente con los nudillos y esperé.
Oí pasos dentro y a alguien murmurando.
La puerta se abrió de repente y allí estaba Sylvia, con una toalla envuelta en la cabeza y otra cubriéndole el cuerpo.
—Vaya —dijo—, eres tú.
—Soy yo. ¿Puedo entrar?
—¿Para qué? —Mostraba su expresión recelosa, aquella con que le había visto mirar a otras personas, como camareros, empleados de bares, público, funcionarios…, pero nunca a mí.
—Me gustaría hablar contigo.
Retiró la mano de la puerta y volvió a entrar en el piso, dejándola abierta de par en par para que yo pasara.
—Tengo que irme pronto —dijo.
—No tengo pensado quedarme mucho tiempo, no te preocupes —respondí.
Mientras esperaba a que se vistiera, deambulé por la sala fijándome en el desorden característico de Sylvia: los enormes pósteres de arte en las paredes, agobiados por el diminuto espacio, el sofá cubierto con varios chales de vivos colores, la pequeña cocina que probablemente nunca había sido utilizada para nada más ambicioso que enfriar botellas de Sauvignon blanc.
No había ni rastro de Lee. En cierto modo esperaba ver alguna ropa suya, unos zapatos, una bolsa, algo. Tal vez una foto. Pero era como si nunca hubiera estado allí.
Tras unas enormes y pesadas cortinas de color terracota a las que les sobraban varios centímetros de largo para la altura que tenía el cuarto, un par de puertas de doble hoja daban al jardín que había más allá. El césped estaba demasiado alto, lleno de malas hierbas, y aquí y allá había ocasionales explosiones de color de la época en que el jardín pertenecía a alguien que lo cuidaba.
Me pregunté quiénes vivirían en el sótano y me dieron pena, allí en su mundo subterráneo. Yo también había estado en él.
—Vale —dijo, volviendo a entrar como una exhalación en la habitación, lo que hizo que pareciera llena de gente al instante—, ¿qué quieres?
Me encogí de hombros.
—Solo verte, supongo.
Eso pareció confundirla.
—Bueno, pues aquí estoy. Ya me has visto.
Estaba más delgada que la última vez que la había visto y, aunque la ropa que llevaba seguía teniendo los brillantes tonos característicos de Sylvia —vaqueros de color cereza, jersey morado con cinturón verde esmeralda y unos deslumbrantes tacones brillantes—, aquellos colores vivos le daban un aspecto apagado, su pelo parecía más rubio ceniza que rubio dorado y tenía los rizos descuidados y recogidos atrás con un sencillo pasador negro. Debajo del maquillaje, parecía pálida.
—Lo siento —me limité a decir—. También he venido a decirte eso. Lo siento.
Tampoco se esperaba aquello.
—Siento no haber mantenido el contacto contigo cuando te fuiste.
—Las cosas aquí fueron duras, ¿sabes? Más difíciles de lo que esperaba. Te echaba de menos.
—Yo también te echaba de menos. Me sentí como si de repente ya no tuviera amigos. Fue como si el sol se escondiera detrás de una nube, cuando te marchaste.
—Supongo que yo también podría haberme esforzado más en mantener el contacto contigo —admitió. Ante lo que yo pensé: «Por entonces estabas demasiado ocupada follándote a mi exnovio, de todos modos, ¿no?».
Ella sonrió, más relajada. Si tenía que hacerle la pelota, si tenía que halagarla, lo haría.
—Oye —dijo—, ¿quieres tomar algo? ¿Vino? ¿Una taza de té?
—Una taza de té sería genial. Gracias.
Puso la tetera en la cocina y rebuscó ruidosamente en las alacenas durante un rato.
—Me compré este piso el año pasado. Está bien, ¿verdad? —gritó por encima del traqueteo del agua en la tetera.
—Sí —dije—. Es muy tú.
Ella sonrió y me dio las gracias como si le hubiera hecho un cumplido.
—Y tú ¿qué? ¿Estás viviendo aquí?
—Sí —dije.
—Entonces eras tú a la que vi en la parada del autobús —dijo.
—Sí.
—No estaba segura. Tienes un aspecto muy diferente, con el pelo así de corto.
Tiró de las puertas del patio hasta que se abrieron, chirriando, mientras el marco de metal arañaba dolorosamente una de las baldosas del exterior que tenía una profunda muesca que daba fe de todo el tiempo que llevaba así, sin arreglar. Nos sentamos fuera, en el muro bajo que separaba el patio de la hierba, con nuestras tazas de té.
—Me costó una puñetera fortuna, claro. Allá donde vivíamos podías conseguir una mansión de cuatro habitaciones por lo que me ha costado este piso.
—Seguro.
Había una reja bajo las puertas del patio, de unos noventa centímetros de ancho, sin duda con ventanas debajo para darle al sótano un poco de luz natural. Sin embargo, no servía como vía de escape. Aquellas rejas me pondrían los pelos de punta si viviera allí.
—Tienes buen aspecto —dijo.
No me había dado cuenta de que me había estado observando. Le sonreí.
—Me siento bien. Mejor que nunca, probablemente.
Me puso una mano en la rodilla.
—Me alegro, Catherine, de verdad. Tal vez podamos dejar todos atrás ese desagradable episodio. Fue una pena.
Me hirvió la sangre. Y tenía que hacer que la cosa no pasara de ahí, porque no necesitaba que me provocaran mucho más para que aquello diera paso a una rabia asesina y vengativa que no sería capaz de controlar.
—Sí —dije.
Sylvia le dio un sorbo al té. Los pájaros cantaban y el jardín estaba tranquilo y silencioso. Podríamos haber estado en el campo, con el sol calentándome la coronilla.
De pronto ella dejó escapar una risa cristalina y melódica.
—Seguro que te quedaste de piedra cuando apareció en tu trabajo, ¿no? Tan tranquilo. Aquí vengo yo para la entrevista.
—Sí, fue algo así.
—Le dije que no lo hiciera, que había muchos más trabajos en Londres y tal, pero quería darte una sorpresa. Dijo que iba a intentar hacer las paces contigo, ver si podíamos volver a ser amigos de nuevo.
—No creo que hubiera tenido la oportunidad de hablar de nada personal, la verdad. Teníamos muchas entrevistas que hacer.
Sylvia me miró de soslayo.
—¿Le vas a dar el trabajo?
—Todavía tenemos que ver a algunas personas más.
Ella frunció el ceño.
—Es un buen hombre, lo sabes, ¿verdad? Un buen hombre.
Me pregunté en qué planeta vivía, qué le habría dicho él, qué le habría hecho para que lo creyera a él en vez de a mí. Puede que ella solo creyera lo que quería creer.
Quería seguirle el juego, darle la razón, sí, era un buen hombre, pero eso era ir demasiado lejos. Lo único que fui capaz de hacer fue fingir que, en realidad, ella estaba hablando de Stuart, y solo así pude asentir.
—Lo pasó muy mal con todo eso, ¿sabes? En la cárcel no suelen gustarles los expolicías.
Bien. ¿Qué esperaba que dijera? ¿«Pobre Lee, qué terrible experiencia»?
—¿Estás con otro? —preguntó, con aquella sonrisa coqueta de nuevo en su voz, mientras me daba un codazo.
Sonreí.
—¿Yo? No. No he conocido a nadie… Ya sabes cómo es esto. Una gran ciudad. Demasiado trabajo.
Ella asintió.
—Yo salí con algunas personas…, ¿sabes? Pero no conocí a ninguna como Lee. Es muy… especial. Aunque, por supuesto, tú eso ya lo sabes.
La miré porque era una extraña elección de palabras. Ella miró hacia las puertas del patio, como si hubiera oído algo en el piso, y me sobrevino un terror incipiente.
Él estaba allí. Estaba en el piso. Había estado allí todo el tiempo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó, en voz más baja. Y con un tono un poco nervioso. No había apartado los ojos de las puertas del patio, de la oscuridad de la sala que había más allá.
—Nada —dije tranquilamente—. No voy a hacer nada.
—Perfecto —dijo alegremente, girándose hacia mí con una sonrisa cálida y feliz.
Acabamos el té y no me quedaban razones para seguir allí. Quería huir lo más lejos posible y no volver nunca, pero para hacerlo tendría que pasar por el piso.
Obligué a mis piernas a moverse y, cuando volví a estar dentro, la cosa fue un poco mejor. La vivienda estaba en silencio, aparte del ruido que hacía Sylvia al lavar las tazas en el fregadero, mientras comentaba que teníamos que quedar para tomar un café, para salir una noche, que tenía pensado celebrar su cumpleaños, si podría ir.
Desde el estrecho pasillo pude ver el interior del dormitorio, la puerta estaba abierta de par en par, la cama sin hacer, la puerta del armario sin cerrar y los laterales rebosantes de multitud de ropa de vivos colores amontonados en perchas; el baño, al otro lado, con la bañera en la pared del fondo. Debía de habérmelo imaginado: simple y llanamente, no había ningún lugar donde esconderse. Él no estaba allí.
Una vez en el umbral, Sylvia me sonrió amistosamente. Había ido allí para alertarla y ahora no era capaz de hacerlo. Me gustaría haberle pedido que le dijera que, si se acercaba a mí, lo mataría. Que lo mataría de verdad. Pero no le dije nada.
En lugar de ello sonreí, le prometí que me mantendría en contacto con ella y me fui apresuradamente hacia la calle principal, a la parada del autobús, mientras notaba que sus ojos me observaban desde la puerta negra de la calle.
***
Desde Herne Hill volví hacia Camberwell. El autobús número 68 me llevó hasta el Maudsley y me bajé. Stuart salía de trabajar en media hora. Por supuesto, podría acabar haciéndolo horas después, si había alguna urgencia, pero la esperanza es lo último que se pierde. También esperaba que saliera por la puerta principal en lugar de por alguna de las laterales, pero tampoco iba a preocuparme por eso entonces.
Me senté al sol en una tapia, con las piernas colgando. En aquella zona había más gente en la calle, pero seguía estando más tranquila que durante la semana. Observé los autobuses que iban y venían y la gente que pasaba.
Estuve a punto de no verlo. Miré hacia la parada del autobús y allí estaba. Había salido temprano.
—Eh —grité.
Stuart se volvió, me vio y su cara se iluminó. Dio la vuelta para correr hacia mí y me besó con fuerza en la boca. Luego se sentó a mi lado, en la tapia.
—Hola. ¿Qué haces aquí?
—Esperar a que llegue mi barco —dije.
—Ah. ¿Y hasta ahora ha habido suerte?
—La verdad es que no va nada mal.
—Siempre podríamos ir a buscar un bar agradable para esperar allí, ¿no? ¿Qué opinas?
Fuimos al Bull, que no podía ser considerado por nadie un bar agradable, pero quedaba a mano. El jardín estaba lleno de personas que, obviamente, llevaban allí sentadas bebiendo cerveza la mayor parte del día, así que nos sentamos dentro. Pedimos una botella de vino para compartir y nos sentamos al fresco, escuchando las conversaciones que entraban flotando al azar a través de la puerta abierta.
—He estado pensando en aquellas vacaciones —dijo Stuart.
—¿Qué vacaciones?
—Las que íbamos a reservar cuando hacía tanto frío y que nunca reservamos.
—Eso fue por ti y tu ética laboral protestante.
—Aun así. Deberíamos irnos a algún sitio.
Miré por la ventana y bebí un trago de vino. Por aquel entonces ya era capaz de tomar más de un par de copas sin perder la compostura.
Stuart dijo algo más, pero la verdad era que no lo estaba escuchando. Luego medio me di cuenta de que lo que había dicho era importante.
—¿Qué acabas de decir?
—Que deberíamos ir a algún lugar bonito, tal vez en otoño.
—Eso no es lo que has dicho.
Se estaba ruborizando. Me miró, con la cabeza inclinada hacia un lado.
—Vale. He dicho que tal vez podíamos irnos de luna de miel. No te rías.
—No me estoy riendo. ¿No hay que hacer algo antes, para irse de luna de miel?
—Supongo que puede que haya hecho las preguntas en el orden incorrecto.
Casi no podía creer lo que oía. Ahora sí que se había ganado toda mi atención, total y absoluta. De fuera llegó el sonido de unas estruendosas carcajadas, como si acabaran de contar el mejor chiste del mundo y hubiera tenido gran aceptación.
—Pues pregúntamelo en el orden correcto.
Bebió un gran trago de vino.
—Vale, allá voy. Cathy, ¿quieres casarte conmigo y luego acompañarme en unas agradables vacaciones a algún sitio donde haga calor?
No respondí de inmediato, y creo que pensó que se había hecho un lío, porque añadió:
—Esto no se me da bien. No tengo ni idea de qué decir, ni de cómo decirlo. Solo sé que te quiero, y que tarde o temprano nos casaremos y seremos felices para siempre, y que en algún momento tenía que comprobar si querías seguir adelante con todo eso. Y tengo esto para ti.
Rebuscó en la bolsa y sacó una cajita.
Me quedé mirando la caja, que estaba cerrada sobre la mesa, entre nosotros, durante un buen rato. No estaba intentando torturarlo deliberadamente. Ni dudaba de lo que sentía por él. Sabía que casarme con Stuart y estar con él el resto de nuestras vidas era sin duda lo que más deseaba en el mundo.
Pero aún no.
Stuart permanecía completamente impasible, salvo por su mirada. Su mirada me estaba rompiendo el corazón.
—Es un no, ¿verdad?
Respiré hondo.
—Es un «Por ahora, no».
—¿Eso es bueno?
No pude soportar más aquella mirada. Me levanté, me senté en su regazo y lo besé, larga e intensamente, mientras sentía que me respondía, aunque estaba dolido. Aunque le hubiera hecho daño al no decir que sí. Uno de los idiotas del jardín entró para reabastecerse y nos silbó, al tiempo que hacía un comentario sobre un espectáculo gratuito, pero no nos detuvimos. No creo siquiera que Stuart lo oyera.
Acabamos volviendo a casa, a Talbot Street, y subiendo directos al piso de arriba, corriendo por las escaleras sin que yo comprobara siquiera la puerta de la calle. Ni una sola vez. Entramos corriendo en la casa y apenas nos dio tiempo a cerrar la puerta de golpe, mientras nos íbamos quitando la ropa para hacerlo ya no en el dormitorio, sino desnudos sobre el suelo de la sala, y después de ello desnudos en la cocina y, por si acaso, también desnudos en el baño.
Horas después, cuando ya estaba oscuro y la brisa que entraba por la ventana había refrescado, Stuart susurró:
—Quédatelo. Quédate el anillo, ¿vale? Quédatelo hasta que el no se convierta en un sí.