Lunes, 24 de diciembre de 2007
Ese fue el día nefasto. El día en que mi frágil universo se derrumbó a mi alrededor.
Salí del trabajo a las cuatro. Había estado trabajando en una campaña de contratación para un nuevo almacén que estaba siendo construido para guardar nuestras existencias, en el polígono industrial adyacente a las oficinas centrales de la empresa farmacéutica donde trabajaba. Se suponía que el almacén abriría en abril, y ya habíamos contratado a la mayoría de los altos cargos. Ahora faltaban los supervisores y los operarios, la mayoría de los cuales podrían ser reclutados, probablemente, en la zona. Los anuncios aparecerían en los periódicos durante las próximas tres semanas. Si después de ello no conseguíamos candidatos lo suficientemente cualificados, recurriríamos a las agencias.
Cogí el metro a la altura de Kingston Street, a menos de un kilómetro de casa. Hice una ruta más larga, la del callejón, para poder comprobar las cortinas por la parte de atrás; luego tendría que recorrer una parte de Talbot Street antes de llegar a la puerta delantera. Había hecho un esfuerzo consciente para tomar la misma ruta de vuelta a casa en metro dos días seguidos y estaba reduciendo las comprobaciones, en la medida de lo posible. Me estaba llevando alrededor de una hora por las mañanas, ciertamente mucho mejor que antes.
A unos pasos de la puerta de la calle oí un grito a mis espaldas y me volví, sorprendida. Era Stuart, corriendo por Talbot Street.
—Has acabado temprano —dije.
—Sí, afortunadamente. ¿Cómo estás?
—Bien, gracias.
Se hizo el silencio. Me pregunté cómo iba a salirme con la mía de revisar la puerta con él allí.
—¿Vienes a tomar algo?
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—Iba a…
—Sube ya, venga.
Una vez en el pasillo, me dejó comprobar la puerta una vez mientras él esperaba impaciente.
—Hay una nota para ti aquí —dijo, señalando el tablero de la entrada.
Hice rechinar los dientes por la interrupción. Si seguía hablando conmigo, nos pasaríamos allí toda la noche.
—Déjame hacer esto, luego la veo.
Cómo no, cuando estaba a punto de terminar con la comprobación, la puerta del piso 1 se abrió y apareció la señora Mackenzie, resplandeciente con un mandil de flores y zapatillas de casa.
—¿Eres tú, Cathy?
—Y yo —dijo Stuart.
—¡Qué maravilla! Los dos juntos. —Me dedicó una mirada severa, la que solía recibir cuando me pillaba en plena comprobación de la puerta. Nos quedamos todos allí un momento mirándonos los unos a los otros.
—Bueno, no me puedo quedar aquí de pie todo el día —dijo finalmente la señora Mackenzie—. Así no acabaré de hacer nada.
Volvió a entrar, y Stuart y yo nos miramos el uno al otro.
—¿A ti también te hace eso? —susurró él.
Asentí.
—Por cierto, no le hables de la Navidad, no la soporta.
—Lo sé. Cometí ese error la semana pasada. Toma el mensaje.
Era una nota de «destinatario ausente», preimpresa, y en ella figuraba mi nombre. A diferencia de las casillas habituales que te permitían marcar las opciones, la única información que había en el formulario era un nombre —Sam Hollands—, un número de teléfono móvil y otro de un fijo, además del siguiente mensaje: POR FAVOR, LLÁMEME CUANTO ANTES.
Stuart me lo tendió antes de que me diera cuenta y, por supuesto, a aquellas alturas, con todas las interrupciones, la puerta seguía sin estar revisada y tendría que empezar de nuevo con el maldito ritual.
—La puerta está cerrada, Cathy —dijo amablemente, al ver mi expresión—. No podemos quedarnos aquí toda la noche. Vamos a tomar algo.
—No puedo dejarla así.
—Sí puedes. Vamos.
Me hizo subir las escaleras delante de él. No volví la vista hacia la puerta. Llevaba el pedazo de papel firmemente agarrado en la mano. En el primer piso me detuve y me quedé mirando la puerta de mi casa. La necesidad de entrar y empezar a revisarlo era realmente fuerte.
—Vamos —dijo Stuart, que ya estaba a medio camino del siguiente tramo de escaleras.
—Tengo que llamar a esta persona, a ese tal —comprobé el mensaje— Sam Hollands.
—Hazlo desde mi casa —dijo.
Como no me movía, volvió a bajar las escaleras hasta donde yo estaba.
—Tu piso sigue siendo tan seguro como cuando te fuiste esta mañana —agregó—. ¿No?
Antes de que me diera tiempo a considerarlo, me cogió de la mano.
—Ven arriba —dijo.
Después de aquello, conseguí moverme.
En el piso de Stuart hacía más calor que en el mío y relucía con todas las luces encendidas. Encendió el horno y empezó a entretenerse en la cocina.
—¿Vamos a tomar una taza de té o una botella de vino? —preguntó.
—Vino, creo —dije—. ¿Lo abro?
Me pasó una botella de la nevera y encontré las copas en la alacena.
—Será mejor que llames a ese tal Sam Hollands —dijo—, antes de que te olvides.
Me llevé el mensaje a la sala de Stuart y me senté en el sofá, observándolo atemorizada. A esas horas de la noche no merecía la pena probar con el número del fijo, ya que seguramente sería de una oficina. Así que llamé al móvil. Sonó durante una eternidad. Al final lo cogieron. Era la voz de una mujer.
—Agente Sam Hollands al habla.
¿Agente?
—Hola, soy… Cathy Bailey. Me ha dejado una nota.
—Un momento, por favor. —Se oyeron unos ruidos ahogados y voces de fondo, como si la agente Hollands hubiera puesto el teléfono contra la chaqueta, o algo así.
Sentí que el corazón se me aceleraba y la boca se me secaba. Tenía el estómago revuelto. ¿Qué coño quería la policía? No podía ser nada bueno, ¿no?
—Sí, disculpe señorita Bailey. Cathy, ¿verdad? Gracias por devolverme la llamada.
Más sonidos ahogados.
—Bien. Trabajo en el departamento de Violencia Doméstica de la Comisaría de Policía de Camden. La llamo en relación a Lee Brightman.
—¿Sí? —mi voz prácticamente había desaparecido.
—Se trata de una llamada de cortesía, en realidad. Solo quería que supiera que Lee Brightman saldrá de la cárcel el viernes 28.
—¿Ya? —escuché mi propia voz como si viniera de muy, muy lejos.
—Me temo que sí. Nos ha proporcionado la dirección a la que se irá cuando salga, que está en Lancaster, así que no creo que se lo vaya a tropezar por la calle, ni nada por el estilo. Uno de mis compañeros de Lancaster nos ha llamado para comunicarnos los detalles para que podamos informarla.
—¿Sabe…? ¿Sabe dónde estoy?
—No a menos que usted se lo haya dicho. Nosotros, desde luego, no lo hemos hecho. Estoy segura de que no irá muy lejos, Cathy, no es necesario preocuparse. Si no está tranquila, llámenos. Puede hacerlo a este número o al otro que le he dejado, a cualquier hora, si le preocupa algo. ¿De acuerdo?
—Gracias —logré decir, y colgué.
Me senté y esperé a que llegara. Lo sentía venir hacia mí como una ola, era el pánico. Creo que seguía esperando cuando oí el ruido, el gemido, agudo y terrible, y me pregunté durante un segundo de dónde venía, hasta que me quedé sin aliento y me di cuenta de que era yo. Me hundí en el sofá intentando hacerme lo más pequeña posible. Intentando desaparecer.
Los momentos como ese son los que considero peligrosos. El miedo que impregna mi vida de pronto escala hasta un nuevo pico y mi existencia se convierte en un esfuerzo sin sentido, en un desafío demasiado grande.
Todo estuvo un poco borroso un momento. Vi a Stuart sentado a mi lado, pero toda la habitación se movía como si hubiera una especie de terremoto. Noté que me rodeaba con los brazos, le oí decir algo… «¿Respira?». Pero no podía precisar los detalles. Lo alejé segundos antes de empezar a tener arcadas y él cogió la papelera y la sujetó en el aire mientras yo vomitaba.
Y entonces solo el sonido de mi propia respiración, o ni siquiera eso, solo pequeños jadeos para respirar al tiempo que me estremecía con un temblor que estaba totalmente fuera de mi control. Además, los dedos me hormigueaban, pero era demasiado tarde y el suelo se elevó para alcanzarme.