Martes, 8 de abril de 2008
Caroline y yo habíamos empezado finalmente el proceso de entrevistas para los operarios del almacén del nuevo lugar de distribución. Las entrevistas del día anterior y de ese día iban bien hasta que, a eso de las diez, Caroline bajó a buscar al siguiente candidato.
Yo estaba escaneando su solicitud: Mike Newell, treinta y siete años, tenía poca experiencia previa en cuestión de almacenaje, pero su solicitud era legible, correcta y estaba bien escrita, que era más de lo que se podía decir de la mayoría, que habíamos tenido que descartar. No tenía hijos, vivía en el sur de Londres y le gustaban cosas como la historia universal y la electrónica. La razón por la que lo habíamos llamado para entrevistarlo había sido su respuesta a la pregunta «¿Por qué cree que sería capaz de desempeñar este trabajo en Lewis Pharma?»: «Porque, aunque tengo poca experiencia en almacenes, creo que podría aportar entusiasmo y buena disposición a la hora de aprender a desempeñar el trabajo y podría ofrecer mi total compromiso a la empresa». Entusiasmo, compromiso, buena disposición, eran cosas con las que nos gustaría toparnos más a menudo.
Caroline estaba hablando con él cuando la puerta de la sala de entrevistas se abrió. Me levanté, preparando mi sonrisa de bienvenida, lista para saludar a la quinta persona a la que habíamos entrevistado ese día.
Se me paró el corazón.
Era Lee.
Me dedicó una cálida sonrisa y me estrechó la mano, y Caroline le pidió que tomara asiento, que se pusiera cómodo, mientras yo me quedaba allí sin sangre en la cara y con la boca seca.
¿Estaría viendo visiones? Estaba allí, trajeado, con una sonrisa cómoda y amistosa, y sus ojos apenas se habían encontrado con los míos. Actuaba totalmente como si no me hubiera reconocido. Como si su nombre fuera Mike Newell y no Lee Brightman, en realidad.
Barajé la posibilidad de salir corriendo hacia la puerta. Me entraron ganas de vomitar. Luego pensé en su comportamiento, en la forma completamente normal en que estaba actuando, y me pregunté si estaría como una cabra, si me habría vuelto loca de remate y aquello era una especie de alucinación extravagante.
—Bien, señor Newell —dijo Caroline con energía—, le hablaré un poco de la empresa y del trabajo, luego le haremos algunas preguntas para conocerlo un poco mejor y, al final, si tiene alguna pregunta que hacernos, la responderemos. ¿Le parece bien?
—Sí, claro. —Era la voz de Lee, pero el acento era diferente… ¿Escocés? Desde luego, era del norte.
¿Sería él?
Mientras Caroline recitaba la explicación preparada de antemano sobre Lewis Pharma y el actual periodo de expansión, lo observé con una especie de terror mezclado con fascinación. Tenía el pelo un poco más oscuro y más corto, estaba más pálido —lo cual tenía su lógica— y había envejecido un poco: tenía arrugas alrededor de los ojos que antes no existían. Aquello también tenía sentido. Observaba a Caroline detenidamente, asintiendo en los momentos precisos, como si estuviera asimilándolo todo. Tampoco lo había visto nunca con un traje como aquel: no le sentaba demasiado bien. Parecía prestado. No podía imaginarme a Lee vistiendo algo que no le diera un aspecto inmaculado. A menos, por supuesto, que estuviera de incógnito, en cuyo caso habría llevado aquella ropa apestosa que olía como si hubiera estado durmiendo en la calle.
Por un momento, se me pasó por la cabeza que podría no ser él.
Habían pasado casi tres años desde la última vez que lo había visto en el juzgado, mientras escuchaba su declaración. Desde luego, yo no había estado presente para oír el veredicto. Tres días antes del final del juicio acabé internada por segunda vez. Mientras a él lo mandaban a la cárcel, a mí me atiborraban a tranquilizantes y me pasaba el día mirando una mancha de la pared.
Intenté recordar la imagen de su cara por aquel entonces, pero no era nada clara. Hasta tal punto me había esforzado en borrarlo de mi mente. En mis pesadillas, incluso en los momentos en que lo veía en la calle o en el supermercado, ya era una silueta sin rostro.
¿Era él?
Caroline estaba llegando al final de su discurso y, de un momento a otro, me tocaría el turno.
Me di cuenta de que, sin querer, había empezado a respirar profunda y lentamente, mientras me tranquilizaba con cada respiración, sobrellevándolo, porque no me quedaba más remedio. Intenté pensar en mis niveles de ansiedad. Al menos estaba en sesenta, probablemente en setenta. No podía derrumbarme allí. Necesitaba de verdad ese trabajo: me habían dado una oportunidad y no podía tirarla por la borda. Esperé a que remitiera el miedo. Iba a llevarme un rato. Iba a tener que enfrentarme a él.
—Bien —dije, mientras me daba cuenta de que estaba siguiendo adelante con el piloto automático—, señor Newell.
Me miró y sonrió. Aquellos ojos…, había algo raro en ellos. Eran demasiado oscuros. No era él, no podía ser. Me lo estaba imaginando, al igual que me había imaginado verlo todas aquellas otras veces.
—¿Puede hablarnos un poco de su último trabajo y de las razones que lo indujeron a dejarlo?
Me sorprendí a mí misma oyendo lo que decía, pero sin escucharlo. El bolígrafo de Caroline arañaba la superficie del bloc de notas, lo cual estaba bien, porque yo no iba a recordar nada de lo que había dicho. Tenía que ver con haber trabajado en el continente durante los dos últimos años, como encargado de un bar en España. Ayudando a un amigo. Por supuesto, habíamos comprobado sus referencias aunque, si era Lee, podía falsear ese tipo de datos con toda facilidad.
Internamente, estaba tratando de rechazar el terror total y absoluto que me producía estar allí sentada, enfrente del hombre que había estado a punto de matarme, que me había pegado y me había violado. Oí que hablaba de su carrera, de que había tenido varios trabajos en el ejército. —¿Seguro que podríamos comprobarlo? Tendría que estar registrado, ¿no?— y de que se llamaba Mike Newell, que se había criado en Northumberland, no en Cornualles, pero que había pasado la mayor parte de su vida laboral en Escocia. No mencionó Lancaster. No mencionó que era un exconvicto de cargos de agresión. No mencionó la sentencia de tres años de cárcel.
Caroline volvió a tomar el relevo y le ofreció la oportunidad de preguntar lo que quisiera.
—Solo tengo curiosidad —dijo con aquella voz, con aquella extraña mezcla de acentos que yo no era capaz de ubicar— por saber si hay algo que estuvieran buscando en su candidato ideal que yo no haya demostrado tener hoy aquí.
Caroline me miró, intentando disimular una sonrisa divertida.
—¿Cathy? ¿Podrías responder tú?
Era una de las mejores preguntas que había oído jamás en una entrevista.
—Por supuesto, habríamos preferido que tuviera experiencia en almacenes, aunque no es esencial —respondí, intentando mantener la voz firme—. Hemos visto a varios candidatos muy capaces en los últimos días y esperamos haber tomado una decisión sobre los puestos vacantes mañana a la hora de comer.
Me sonrió. Tenía los dientes diferentes a los de Lee…, ¿más blancos? ¿Más igualados? Ahora que lo volvía a mirar, lo cierto es que era bastante diferente. No eran solo los ojos. Los dientes, el pelo, la constitución. Desde luego era mucho menos musculoso de lo que lo era Lee. Aunque llevara aquel traje que le sentaba tan mal, recuerdo que los bíceps llenaban las mangas de cualquier cosa que se pusiera. Era ligera y desconcertantemente diferente.
—Muchas gracias por venir, señor Newell —dije, estrechándole la mano. Su apretón fue firme, cálido y en absoluto sudoroso. El apretón de manos perfecto de alguien a quien te gustaría contratar.
Caroline volvió a llevarlo abajo, dejándome sola en la sala de entrevistas con los pensamientos a mil por hora. ¿Sería él? Escaneé la solicitud —escrita pulcramente en mayúsculas—. No parecía su letra, aunque podía haberle pedido a alguien que lo rellenara en su lugar, por el amor de Dios, aquello no significaba nada. Podía llevar puestas lentillas. Podía haberse arreglado los dientes. Podía no haber tenido oportunidad de hacer ejercicio mientras estaba preso. Y en cuanto a su último trabajo, ¿dos años en un bar, en España? Tendría amigos allí, alguien al otro lado del teléfono nos habría facilitado referencias y nosotras nos lo habíamos tragado. Y no es que estuviera precisamente bronceado.
Al otro lado de la puerta, oí a Caroline que traía al siguiente candidato para la entrevista, y preparé mi sonrisa de bienvenida. Bajo las sienes, la madre de todos los dolores de cabeza estaba preparando su aguijón.
***
En cuanto finalizó la entrevista, le dije a Caroline que iba a por algo de beber y a por unas pastillas. Después de aquella teníamos un descanso y luego tres entrevistas más antes de que llegara la hora de irnos a casa.
Caroline no paraba de hablar de Mike Newell.
—Creo que es con diferencia el mejor de hoy, ¿no te parece? Aunque no haya trabajado nunca en un almacén, está claro que es inteligente y que tiene ganas de aprender, ¿no crees? Y la pregunta que hizo al final me la he anotado para la próxima vez que me presente a una entrevista. Le diste una respuesta brillante… La verdad es que yo no tenía ni idea de qué decirle. Y ya sé que no es profesional, pero, madre mía, además es bastante agradable a la vista, ¿verdad? Y realmente encantador…
—Te veo en un minuto, ¿vale? —Aquello fue lo único que conseguí responder, mientras cogía el bolso del cajón de la mesa y salía hacia las puertas traseras del edificio.
Saqué el móvil y el trozo de papel donde aún estaba el número de la sargento Holland.
Tenía el móvil apagado, así que probé con el otro número.
—Protección Ciudadana, agente Lloyd al habla, ¿puedo ayudarle?
—Eh… Hola. Quería hablar con Sam Hollands.
—La sargento Hollands está en una reunión en este momento. ¿Puedo ayudarla yo?
—Sí, sí. Necesito que alguien me ayude. —Por Dios, ¿cómo iba a explicar todo aquello en unas cuantas frases? ¿Cómo iba a decirle a alguien lo urgente que aquello era sin darle razones para que creyera que estaba como una cabra?
—¿Hola? ¿Se encuentra en peligro en este momento?
—No, creo que no. —Sentí que empezaban a brotar las lágrimas. «Por favor, no sea condescendiente conmigo», pensé, «no creo que pueda soportarlo».
—¿Cómo se llama?
—Cathy. Cathy Bailey. Fui agredida por un hombre llamado Lee Brightman, hace cuatro años. Lo condenaron a tres años y me dijeron que lo habían soltado en Navidad. Fue en el norte, en Lancaster.
—Bien —dijo la voz.
—La sargento Hollands me dijo que lo habían soltado. Me pareció verlo hace unos días aquí, en Londres, y hablé con la sargento Hollands, ella llamó a Lancaster para comprobarlo y le dijeron que aún seguía allí.
—¿Y ha vuelto a verlo?
—Trabajo como jefa de personal, y creo que acabo de entrevistarlo para un puesto en la empresa donde trabajo.
—¿Cree que…?
—Estaba diferente, pero no demasiado. Se hacía llamar Mike Newell, pero era igual a él: la misma voz, todo. Me preguntaba si alguien de Lancaster podría comprobarlo; ahora mismo, a poder ser. Porque acaba de irse hace una media hora. Así que, si era él, no estará en Lancaster.
—¿Tiene alguna orden judicial, una orden de alejamiento o algo así?
—No.
—¿Sabe si le han puesto la condición de no contactar con usted?
—No creo.
—Vale. ¿Pero decía ser otra persona?
—Sí. Ha rellenado el formulario para este trabajo como si tuviera toda una carrera laboral, pero todo podría ser falso. Es decir, en el formulario dice que ha estado trabajando en España los últimos años.
Se hizo un largo silencio. Comprobé el reloj: cinco minutos más y tendría que ir pensando en regresar a la sala de entrevistas.
—¿La amenazó?
—¿Cómo? ¿En la entrevista? No —dije.
—¿Dio alguna señal de conocerla o de ser quien se supone que era?
—No, se limitó a interpretar su papel.
—¿Pero está segura de que era él?
Eludí la pregunta lo mejor que puede.
—Solía hacer este tipo de cosas. Le divertía aparecer de forma inesperada, para asustarme. Me vigilaba cuando iba de compras, y si consideraba que había tardado demasiado, me pegaba cuando volvía a casa. Adora los juegos psicológicos y sé que le encantaría aparecer en mi lugar de trabajo y fingir que es alguien que no es, solo para ver mi reacción.
Otro largo silencio. Me preguntaba si estaría tomando notas.
—Está bien. ¿Puedo volver a llamarla a este número?
—Voy a seguir con las entrevistas hasta pasadas las cinco, pero tengo buzón de voz.
—Déjelo en mis manos, la volveré a llamar.
Volví corriendo al edificio y entré en el baño de señoras. Me lavé las manos y eché un vistazo a mi reflejo en el espejo. Parecía mucho más serena de lo que me sentía. Me estaba dejando crecer el pelo y me lo había cortado en una pulcra melena corta cuyos extremos se balanceaban suavemente contra mi mandíbula. Estaba pálida y parecía un poco cansada; además, la chaqueta de color ciruela le daba a mi piel un tono un poco verdoso, aunque nada que un retoque rápido de maquillaje no pudiera solucionar.
Caroline ya estaba en la sala de entrevistas.
—¿Lista para el tercer asalto? —preguntó.
—Por supuesto.
—¿Te encuentras bien? —Parecía preocupada, como si acabara de darse cuenta de que estaba empezando a tener mala cara.
—Sí —dije—. Tengo un dolor de cabeza horrible. Con tanta concentración…
—Vaya. Cuando traje al último, a Newell, parecía que hubieras visto un fantasma. Creí que te ibas a desmayar.
Me tocaba ir a buscar a los candidatos. Le dediqué una sonrisa con la esperanza de que fuera lo suficientemente radiante como para satisfacerla y bajé al piso de abajo para recoger al siguiente aspirante.
***
Cuando finalizó la última entrevista, Caroline y yo nos tomamos un pequeño descanso antes de reunirnos para hablar sobre los candidatos y tomar una decisión sobre a quién íbamos a contratar y a quién íbamos a rechazar.
Salí a tomar un poco el aire, con la cabeza todavía a punto de estallar. Las pastillas que me había tomado no me habían servido de nada. Encendí el teléfono y esperé un momento, hasta que el pitido señaló que tenía un mensaje nuevo. Marqué el número del buzón de voz.
—Sí, este es un mensaje para Cathy Bailey. Soy Sandra Lloyd, de la comisaría de policía de Candem. Solo quería que supiera que me he puesto en contacto con Lancaster y que van a enviar a alguien para comprobar que el señor Brightman esté allí. Todavía no me han dicho nada, pero en cuanto sepa la respuesta se la comunicaré. Bueno, un saludo, hasta pronto.
Sabía que no tenía sentido: cuando lo localizaran, ya habría pasado el tiempo suficiente como para que pudiera estar de regreso en Lancaster.
Mientras caminaba lentamente por el aparcamiento, disfrutando del sol y preguntándome a qué hora llegaría Stuart del trabajo, sonó el teléfono.
—¿Sí?
—¿Cathy? Soy la agente Lloyd. ¿Ha recibido mi mensaje?
—Sí, gracias. ¿Se sabe algo más?
—Acaban de llamar de Lancaster. Han ido a ver si estaba en su casa, pero no había nadie. La mujer con la que hablé dijo que lo había visto ayer, de todas formas, y que no había mencionado que tuviera planes de ir a Londres. ¿Está segura de que la persona a la que vio era él?
¿Cómo iba a responder a aquello? No, no estaba segura, aunque, por otro lado, tampoco estaba loca. No estaba teniendo visiones.
—No estoy segura al cien por cien.
—Me parece muy poco probable, después de todo, ¿sabe él que está en Londres? ¿Sabe dónde trabaja?
—Espero que no.
—La cuestión es que no está en libertad condicional, lo que significa que, en teoría, puede ir a donde quiera sin estar bajo supervisión. Mis compañeros de Lancaster pueden pasar a echarle un vistazo de vez en cuando, pero no pueden continuar acosándolo si él no ha hecho nada.
—Estuvo a punto de matarme —dije con una voz muy, muy lejana. Sandra Lloyd tenía un tono de voz que sugería que, la mayoría de las veces, se mostraba compasiva.
—Sí, pero eso fue hace mucho tiempo. Lo más probable es que haya pasado página en todos los sentidos. Sé que en Lancaster lo vigilarán lo mejor que puedan, así que intente no preocuparse.
—Ya —respondí, poco convencida—. Gracias.
Ni siquiera me sorprendió. No me habían creído la última vez, no había razón alguna por la que tuvieran que creerme ahora.
Si no era él y estaba sufriendo unas alucinaciones increíblemente reales, iba a tener que aprender a enfrentarme a ellas hasta que estuviera mejor. Si era él, no iba a ser capaz de demostrar yo solita que no estaba allá arriba, en Lancaster, portándose bien.
Iba a tener que esperar hasta que decidiera poner las cartas boca arriba e iba a tener que estar preparada para jugar a su juego.
***
Cuando regresé a la oficina, Caroline tenía la chaqueta puesta.
—Venga —dijo—. Nos vamos de aquí.
—¿Ah, sí? —pregunté. El dolor de cabeza no me permitía concentrarme bien.
—Sí. Necesitamos salir de este sitio, vamos.
Salimos por la entrada principal y doblamos la esquina para ir al bar que había justo al lado de la entrada del parque empresarial. Estaba lleno de administrativos tomando algo, pero conseguimos encontrar una mesa al fondo, al lado de la cocina. Allá atrás estaba muy oscuro.
Caroline puso nuestras bebidas sobre la mesa.
—Pareces totalmente agotada —dijo.
Me eché a reír.
—No me digas.
—En serio —continuó—, ¿qué pasa?
La miré a los ojos. Era mi amiga, en realidad la única amiga que tenía allí en Londres, además de Stuart.
—Es una larga historia —dije.
—Tengo tiempo.
Respiré hondo. Aquello era dificilísimo. Contar aquella historia nunca se volvía más fácil. Sentí las lágrimas, el cansancio, el agotamiento, y luché contra todo ello. No iba a derrumbarme, no allí.
—Hace cuatro años, el hombre con el que estaba me agredió y estuvo a punto de matarme. Lo detuvieron y, después de una larga investigación y un juicio, lo condenaron a tres años de cárcel.
—Dios mío —dijo—. Pobre. Pobrecilla.
—Me mudé a Londres porque sabía que pronto saldría en libertad y que vendría a buscarme. Por eso estoy aquí.
—¿Sucedió donde vivías antes, entonces? ¿En Lancaster?
—Sí. Quería estar lejos cuando lo soltaran. Por si decidía ir a por mí.
Caroline puso cara de preocupación.
—¿Crees que lo hará?
Lo valoré seriamente. No había manera de disfrazar aquello de ninguna otra forma que el horror que realmente era.
—Sí. Creo que lo hará.
Caroline exhaló.
—Entonces… Lo van a soltar pronto.
—Ya está fuera. Lo soltaron en Navidad.
—Dios mío. No me extraña que estés tan pálida últimamente. Debes de estar completamente aterrorizada.
Asentí. De nuevo tuve ganas de llorar, pero ¿de qué me serviría? Lo único que quería era irme a casa y estar con Stuart.
—Ese hombre, el señor Newell.
—¿Sí?
—Era igual a él. Creí que lo era. Por eso actué de forma tan rara. Dices que parecía que hubiera visto un fantasma… Creo que así fue.
La observé, con aquel aire cálido y maternal, con su brillante cabello de color rojo oscuro, peinado de peluquería, y su pulcro traje gris. Tenía lágrimas en los ojos.
—Pobre, pobrecilla.
Me dio un abrazo y me estrechó durante más tiempo del que creí que lo haría. Sentí las lágrimas justo en la parte posterior de los ojos. Me las guardaría para cuando estuviera sola.
—¿Por qué no me lo contaste antes? —preguntó en voz baja. No era un reproche: quería ayudarme.
—Me cuesta confiar en la gente —respondí.
***
Cuando por fin llegué a casa, me sorprendí a mí misma comprobando la puerta, dos veces. El problema no era el pestillo, ya que este estaba firmemente cerrado, y la puerta del piso también parecía estarlo, aunque sin duda no era así. Iba a tener que comprobarla de nuevo como era debido. No por el TOC. Se trataba de una cuestión de supervivencia.
El móvil sonó justo cuando había terminado y acababa de poner la tetera. Pensé que sería Stuart, pero se trataba del número que había guardado hacía unas horas y simplemente decía «Hollands».
—¿Sí?
—¿Cathy? Soy Sam Hollands, de la comisaría de policía de Candem.
—Sí. Hola.
—Creo que has hablado con mi compañera esta tarde.
—Sí, así es. Fue muy amable. ¿Han sabido algo más?
Hubo un silencio y se oyó ruido de papeles.
—Me han llamado de Lancaster. Han vuelto a pasarse por la dirección que tenemos del señor Brightman hace unos quince minutos, y justo estaba llegando a casa cuando llamaron a la puerta.
Hice unos cálculos mentales rápidos: la entrevista había sido a la una y media y había finalizado poco antes de las dos. Era posible que hubiera cogido el tren y, si no había habido ningún retraso, que hubiera llegado a Lancaster justo cuando la policía había aparecido en su casa.
Aunque empezaba a parecer un poco improbable.
—Supongo que no le dijeron qué llevaba puesto.
—No, no lo hicieron. La agente Lloyd dijo que lo había visto en una entrevista.
Me sorprendí a mí misma sonriendo. Me creía, me creía de verdad.
—Sí. Estoy casi segura de que era él, aunque hace más de un año que no lo veo. Parecía que había perdido peso. Aunque supongo que sería normal, ¿no?
—¿Y no dio señales de reconocerla?
—No. Se limitó a comportarse como cualquier otra persona en una entrevista: entre nervioso y entusiasta. Aunque siempre se le ha dado bien actuar. No olvide que hacía su trabajo al mismo tiempo que me pegaba.
No mencioné cuál era su trabajo. Ella ya lo sabía, al fin y al cabo.
—¿Y dónde está usted ahora?
—En casa. Estoy bien, me encuentro bien. Gracias. Gracias por creerme.
—Nada. Oiga, si necesita ayuda vuelva a llamar, ¿de acuerdo?
—Sí, lo haré.
—Una cosa más. Piense en una palabra clave, algo que pueda decir sin levantar sospechas si él estuviera ahí, si estuviera en peligro.
—¿Eh? ¿Cómo, ahora?
—Sí. Algo inocuo. ¿Qué le parece «Pascua»?
—¿«Pascua»?
—Sí. Si hablo con usted y está en peligro, pregúnteme qué tal la Pascua. Finja que soy una amiga, una compañera de trabajo. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Estoy segura de que no será necesario, pero, por si acaso, he puesto una nota con la dirección de su casa en el sistema. Cuando llame, todas sus llamadas serán consideradas urgentes. Esta permanecerá en el sistema durante tres meses y se desactivará automáticamente si no llama. Si necesita charlar, o quiere algún consejo, llámeme al móvil.
—Vale. Gracias, sargento. Es usted maravillosa.
—Sam, llámeme Sam. Y guarde mi número en su teléfono como «Sam», para que pueda llamarme si lo necesita.
Vacilé.
—¿Cree que estoy en peligro?
—Solo creo que siempre es buena idea estar preparado. Si él está feliz y contento en Lancashire, yendo a lo suyo y sin intención alguna de hacerle una visita, tampoco habremos perdido nada, ¿no le parece?
Colgué y preparé la taza de té, añadiéndole leche hasta que adquirió exactamente el color perfecto.
Después de pasarme más de una hora pensando, tomé una decisión.
Encendí el portátil que me había llevado a casa, abrí la hoja de cálculo de los candidatos que habían sido seleccionados para ser entrevistados para los puestos de los almacenes y bajé hasta que lo encontré. Mike Newell. Una dirección en Herne Hill. Un número de teléfono.
Dudé unos instantes, preguntándome si podría esperar a Stuart. No tenía pensado hablar con el señor Newell. Solo quería oír su voz. Si volvía a oír aquella voz, la reconocería. La reconocería seguro. Y, por supuesto, si estaba en Lancaster, no podía responder al teléfono en Herne Hill.
Por supuesto, cuando oí aquella voz, me dio un vuelco el corazón, pero un segundo después me di cuenta de que, en realidad, lo había sabido todo el rato.
—¿Sí? —Era una voz de mujer, de una a la que conocía bien. Una sola palabra me dijo todo lo que tenía que saber.
Me quedé callada, pensando, y aquel silencio fue suficiente para que ella siguiera hablando.
—¿Sí? ¿Quién es?
Conseguí recobrar la voz.
—¿Qué estás haciendo?
Entonces le tocó a ella vacilar. Su voz «telefónica» —que se encontraba en algún sitio entre el noroeste de Inglaterra y Roedean— se volvió fría.
—¿Cómo que qué estoy haciendo?
Me pregunté si mi voz transmitía la confianza que necesitaba que transmitiera.
—Cuando hables con él, y sé que no está ahí, puedes decirle que ya no le tengo miedo.
Colgué. Traicionada, de nuevo.