Sábado, 22 de mayo de 2004

Él estaba en la cocina, removiendo una taza de té. Aquella feliz escenita doméstica, después de lo que habíamos pasado hacía media hora, resultaba peculiar.

Me sonrió. Tenía algunos mechones de su pelo rubio manchados de rojo y marrón por delante, por donde se había pasado las manos ensangrentadas. Me dio un beso en la mejilla y conseguí esbozar una sonrisa a modo de respuesta. El corte que tenía en el labio se abrió de nuevo mientras lo hacía.

—¿Estás bien? —me preguntó.

Asentí.

—¿Y tú?

—Sí. Lo siento.

—Lo sé.

Fuimos a la sala y me senté en el sofá con cuidado.

—No quería que te fueras —dijo débilmente. Se sentó en el sillón enfrente de mí, cediéndome un poco de espacio. Noté que toda su rabia había desaparecido. Si iba a huir, ese era un buen momento. Pero ya no me quedaban fuerzas.

—Bueno, ya no voy a ir a ninguna parte, ¿no? —Mi voz me sonó extraña, no solo porque arrastraba las palabras, sino porque la boca no me respondía. Creo que tenía algo raro también en uno de los oídos, porque oía un ruido como un zumbido—. ¿Por qué lo hiciste? —pregunté, aunque en realidad ya no importaba. Lo que había dicho iba en serio. No pensaba volver a huir, lo había decidido.

Lee parecía agotado. Tenía la piel pálida, cansada, y sus brillantes ojos azules, apagados.

—Quería ver qué hacías.

—¿El del teléfono eras tú? ¿Fingiendo ser Jonathan?

Asintió.

—Creí que me reconocerías, pero no lo hiciste. Me abrí una cuenta de correo electrónico. Todo fue bastante fácil, la verdad. Nunca pensé que picarías. No te molestaste en ver si eran reales, ¿no?

—¿Cómo llegaste a Heathrow tan rápido? —Esa era la única otra cosa que me preocupaba.

Sacudió la cabeza y suspiró.

—De verdad que a veces eres increíblemente tonta, Catherine… ¿Sabes? —Me encogí de hombros. Qué demonios. Tenía razón—. Tengo las luces azules y una sirena. Los atascos y los límites de velocidad no me afectan.

Bueno, saber eso no lo ponía más fácil.

—Aunque no puedo negar que me hiciste correr.

—¿Sí?

—No creí que irías en tren. Creía que conducirías hasta Heathrow. Al no ver tu coche por la autopista, le pisé a fondo hasta allí. ¿Te das cuenta de lo cerca que estuviste de subir a ese avión? Si no hubiera conducido tan rápido, ya te habrías ido en él.

No quería pensar en ello, en lo cerca que había estado de ser libre. Dolía demasiado.

—¿Y qué me dices del circuito cerrado de televisión del aeropuerto? ¿No te habrán visto fingiendo arrestarme?

—El circuito cerrado de televisión no me preocupa. Hay cámaras por todas partes en el aeropuerto: en todas las tiendas, en todas las entradas y salidas, cada metro cuadrado está cubierto. Pero pertenecen a diferentes empresas, la mitad de las cámaras no funcionan en determinados momentos, o la calidad de la imagen es demasiado mala como para distinguir nada, o la cinta se regraba cada veinticuatro horas porque son demasiado tacaños para comprar más. A menudo la persona que se encarga de ello está de vacaciones y nadie más sabe cómo funciona el sistema, de todas formas. Aunque consiguieras recopilarlas todas, llevaría años revisar todas las grabaciones solamente de ese día. Y si sabes a quién tienes que llamar, puedes solucionar el resto. Me preocupaba más la IAM, la verdad.

—¿La qué?

—La Identificación Automática de Matrículas. Demostraría que el coche estuvo en Heathrow un día en el que se suponía que yo debería estar revisando informes de investigaciones en la oficina. O podría haberlo demostrado: le cambié las placas de matrícula.

Aquello no nos estaba llevando a ninguna parte. Me preguntaba cuánto tiempo sería, cuántos días podría aguantar.

Después de la taza de té y un sándwich que me preparó, vimos un poco la tele juntos en una especie de fingida normalidad. A las once, me dijo que me quitara la ropa. Lo hice sin rechistar, aunque era difícil hacerlo con una sola mano. Cuando me quedé en bragas, me dijo que extendiera los brazos delante de mí y yo accedí, mientras él me ponía de nuevo las esposas alrededor de las muñecas. Al instante, el frío metal me cortó la piel en carne viva y el dolor comenzó de nuevo. Me volvió a llevar arriba, al cuarto de invitados, y tiró una manta dentro detrás de mí.

Me senté en el suelo mientras él se quedaba en el umbral, pensando que se iría, pero al cabo de un rato cerró la puerta a sus espaldas y se sentó con la espalda apoyada en la pared de enfrente.

—Nunca te he hablado de Naomi —dijo.