Sábado, 12 de enero de 2008
Stuart y yo caminábamos hacia el metro. Aún era demasiado temprano, estaba amaneciendo, las calles seguían en silencio porque era sábado y nosotros ya estábamos en pie y fuera de casa.
—Creía que no querías hablar conmigo —dije finalmente, mientras intentaba seguirle el ritmo. Me castañeteaban los dientes.
—¿Qué? —dijo—. ¿Qué te hizo pensar eso?
—Creía que estabas cabreado por haber huido de ti en Nochebuena.
—Ah, eso. Pues no. Probablemente había bebido demasiado vino. De cualquier manera, eso fue hace siglos.
Me había enviado un mensaje de texto la noche pasada, el primero desde el «Da igual»: «C, tienes planes para mañana? Si no, te llevo a un sitio. Salimos a las 7 de la mañana. Bs, S».
Media hora más tarde estábamos en Victoria Station, levantando la vista hacia la pantalla electrónica. Yo estaba envuelta en la enorme chaqueta de Stuart, la que parecía hecha para ir a explorar el Ártico, porque la temperatura todavía era bajo cero y yo no lograba entrar en calor. La parte de abajo de la chaqueta me llegaba justo sobre las rodillas. Debía de parecer un niño, pero al menos había dejado de temblar. También me había hecho ponerme un gorro de lana y unos guantes de forro polar.
Al menos se estaba haciendo de día y fuera brillaba un débil sol invernal que rozaba la parte baja de las nubes de color gris oscuro. La estación estaba todavía tranquila a aquellas tempranas horas del sábado, solo había unos cuantos turistas, algunas palomas valientes picoteando trocitos de bollos y un solitario hombre de la limpieza pasando una mopa. Lo observé un momento. Parecía dirigirla de forma deliberada hacia la gente que estaba de pie, alzando la vista hacia la pantalla gigante, esperando información, y les hacía coger las maletas e irse.
—Vía dos —dijo Stuart—, vamos.
En el tren hacía calor. Nos sentamos uno enfrente del otro y casi inmediatamente tuve que desembarazarme de la enorme chaqueta y quitarme el gorro. Hice lo mismo con el forro polar que llevaba debajo y Stuart lo metió en el hueco de arriba.
—Lo más seguro es que acabe cargando con el forro todo el día, ¿verdad? —dije.
—No, espera y verás. Seguro que hace viento. Te alegrarás de haberlo traído.
Tenía razón, claro. En la estación de Brighton hacía frío y había corrientes de aire, pero mientras bajábamos por la colina hacia el mar el viento se fue haciendo cada vez más fuerte. Cuando llegamos al mar, incluso llevaba la capucha puesta por encima del gorro de lana y Stuart me agarraba la mano con fuerza por si salía volando. El mar estaba gris y embravecido y ráfagas blancas de agua vaporizada y espuma nos azotaban las mejillas. Nos quedamos un rato aferrados a la barandilla pintada de azul que nos separaba de los guijarros y el torbellino de allá abajo, y sentimos su fuerza.
Stuart dijo algo que no pude oír, las palabras salieron de su boca y se alejaron. Luego me cogió de la mano y regresamos al amparo de las calles de atrás.
Todavía era temprano, pero aun así las tiendas bullían de gente buscando saldos en las rebajas de enero. Arrastré a Stuart a una tienda de material de acampada y compré otro gorro, uno de color azul marino más pequeño que venía con unos guantes de regalo, para poder devolverle el suyo a Stuart. Estuvimos paseando un rato y luego nos dirigimos hacia los Laines. Allí seguía habiendo mucha gente, más incluso, porque el espacio entre las tiendas era menor, pero el viento no soplaba tan fuerte y el ambiente era más relajado.
Pero estaba pendiente por si veía a Lee.
Ya me había sucedido hacía un rato, cuando un hombre pasó a nuestro lado en el tren, con una abultada chaqueta azul coronada por una cabellera rubia. No llegué a verle la cara, pero su silueta fue suficiente para sobresaltarme; mientras estábamos con el temporal de cara delante del mar, un hombre y una mujer paseaban a un perro, un pastor alemán, por el paseo marítimo. Era imposible que fuera él, con una mujer y un perro, por el amor de Dios, pero aun así se me revolvió el estómago.
Se estaban aproximando las diez de la mañana, la hora del té. Lo tomamos en un café que encontramos en los Laines, justo al lado de una plazoleta donde un músico callejero tocaba bajo el aire frío, con guantes sin dedos, una guitarra acústica. Era una voz roquera sin batería ni banda que la apoyara. Teníamos una cafetera y una tetera entre los dos, en la pequeña mesa de madera oscura con sillas de madera, embutida en un rinconcito. Entonces entró un hombre, pasó al lado de nuestra mesa y fue hacia la parte de atrás de la cafetería. Yo me hundí en el asiento y giré la cabeza.
—¿Qué? —dijo Stuart—. ¿Qué pasa?
Recobré la compostura.
—Lo siento. No pasa nada. ¿Qué estabas diciendo?
—¿Es por ese hombre? —preguntó, bajando la voz.
Asentí.
—No pasa nada, de verdad. Lo siento.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Stuart.
Tardé unos instantes en decirlo. Aparté la vista, intenté saber si estaba preparada para eso, preparada para compartir. Stuart no dejaba de mirarme fijamente, inquebrantable. No pensaba rendirse. Tampoco me iba a presionar, pero no iba a dejarlo así.
—Lee —dije—. Se llama Lee.
Asintió.
—Lee. Te ha parecido verlo.
—Sí —dije mientras me miraba la mano que tenía en el regazo, en cuya palma se clavaban las uñas de la otra.
—No pasa nada —dijo él—. Todo forma parte de ello, del proceso de curación.
—Lo veía incluso cuando aún estaba encerrado. Por eso no salgo mucho.
Stuart me sonrió.
—Tienes que dejar fluir esos sentimientos —dijo—. No luches contra ellos. Simplemente, deja que fluyan, acéptalos, no te sientas culpable o mal. Todo forma parte de ello. Luchar contra ellos hará que sea más duro.
Miró por encima del hombro hacia el hombre que yo había visto.
—Está leyendo el periódico —dijo—. ¿Por qué no echas un vistazo?
Por un instante miré a Stuart como si se hubiera vuelto completamente loco.
Su expresión no cambió.
—Estoy yo aquí —agregó—. Estás a salvo. Echa un vistazo, venga.
Sin llegar a creerme que realmente fuera a hacer aquello, me volví y atisbé más allá de la esquina de la pared hacia el fondo de la cafetería, donde había más mesas de madera oscura, parejas comiendo como nosotros, una familia con dos hijos saboreando helados de todos los gustos y, justo al fondo, un hombre rubio con una taza humeante delante, leyendo un ejemplar del Daily Express.
El aliento se me atragantó y mi instinto me decía que me diera la vuelta, que me ocultara. Pero seguí mirando. No era él. Ya sabía que no lo era, pero eso no había hecho que el miedo y el pánico repentinos desaparecieran. Ahora veía que no era él: era mayor, su pelo era más gris que rubio, tenía arrugas en la piel de alrededor de los ojos y su cara era más delgada. No era tan corpulento como Lee. De hecho, sin la chaqueta aquel hombre era muy delgado.
Sintió la intensidad de mi mirada y levantó la vista del periódico. Hubo un momento de contacto visual y el hombre sonrió. De hecho, me sonrió a mí. Y entonces, de repente, dejó de recordarme a Lee por completo y pasó a ser simplemente un extraño, un hombre afable que estaba disfrutando de un café y que me sonreía.
Le devolví la sonrisa.
—¿Mejor? —dijo Stuart, cuando volví a sentarme en la silla.
—Sí —respondí.
—Puedes hacerlo, ¿sabes? —aseguró—. Eres más valiente de lo que crees.
—Tal vez —dije, al tiempo que me bebía el té. Estaba caliente y delicioso.
Seguía sonriendo cuando salimos de la cafetería y regresamos a los Laines. El sol brillaba débilmente, pero lo animaba todo. Volvimos a bajar hacia el muelle.
El viento había amainado un poco, pero en el muelle seguía siendo fuerte. Nos sentamos en una marquesina en el lado tranquilo, mirando las olas y las gaviotas que intentaban mantener el equilibrio sobre la baranda. Allá en el mar las nubes eran negras e inmensas, a nuestras espaldas estaba el sol que hacía que todo brillara y reluciera, reflejándose en los tablones húmedos con un fulgor resplandeciente.
—Hace un poco de viento, ¿no? —comentó un anciano. Tenía un sombrero calado sobre las orejas y suaves mechones de pelo gris que revoloteaban a lo loco. Llevaba las gafas manchadas de agua pulverizada procedente de las olas.
—Solo un poco —respondí.
Iba fuertemente agarrado a la mano de su esposa. Tenía las manos viejas, la piel llena de manchas y arrugas, el anillo de bodas de su mujer se veía fino como el papel y flojo detrás de los grandes nudillos. Ella tenía las mejillas sonrosadas y los ojos azules y una pañoleta estampada le mantenía el pelo arreglado y las orejas calientes. Él se rio y señaló a una joven gaviota, recubierta de manchas marrones y con enormes pies palmeados, que salía volando de la baranda y alzaba el vuelo, bajando en picado como loca y luchando contra el viento.
Seguimos andando mientras pudimos. La mayoría de las atracciones de la feria estaban cerradas, las lonas ondeaban al viento y los asientos estaban mojados. Caminar por el otro lado del paseo fue una locura: el viento nos enredaba los vaqueros alrededor de las piernas, y el agua pulverizada parecía lluvia horizontal. El fantasma del muelle oeste flotaba sobre la superficie del mar embravecido como los huesos de un monstruo marino que llevara tiempo muerto.
Volvimos a cruzar al otro lado y regresamos al paseo marítimo para meternos en un restaurante de pescado y patatas fritas lleno de gente con los abrigos mojados, riéndose a causa del viento. Cogimos una ración grande de patatas fritas envueltas en papel y nos sentamos fuera en un poyete, mientras nos las comíamos con las manos y oíamos a las gaviotas chillando y gritando a nuestro alrededor, con la esperanza de que les tiráramos una. Yo casi esperaba que una de ellas me arrebatara una patata de entre los dedos.
Escuché a Stuart mientras me contaba historias sobre los viajes por mar que había hecho de pequeño, sobre las tragaperras de un penique que había al final del muelle, sobre piernas quemadas por el sol y sobre redes de pesca en palos de bambú.
—¿Qué les pasó a tus padres? —pregunté.
—Mi madre murió de cáncer cuando yo tenía quince años —dijo—. Mi padre vive cerca de Rachel. Está bien, aunque ha envejecido un poco. Lo vi hace un par de meses, pero estuve poco tiempo. Voy a ir a visitarlo el mes que viene, tengo unos días libres.
—¿Rachel es tu hermana?
—Sí. Es mayor que yo y mucho más lista. ¿Y tu madre y tu padre?
—Murieron en un accidente de coche. Yo estaba en la universidad.
—Debe de haber sido muy duro. Lo siento.
Asentí.
—¿No tienes hermanos?
—Soy hija única.
Nos acabamos las últimas patatas y los trocitos duros como piedras que había en el fondo. Ignorando las señales que prohibían dar de comer a las gaviotas, Stuart vació las pocas que quedaban en la cuneta y tiró el envoltorio en un contenedor de basura.
—Me apetece irme de vacaciones —dijo, mientras volvíamos a subir la colina hacia el centro de la ciudad—. Vamos a buscar algunos folletos.