Miércoles, 7 de enero de 2004
—Hola, preciosa.
—¡Joder! Lee, casi me da un ataque al corazón.
Ya estaba en sus brazos cuando acabé la frase, en el frío aparcamiento del trabajo. Había salido tarde, sin expectativas de nada más emocionante que soportar la hora punta a paso de tortuga para volver a casa, y ahí estaba él, esperándome al lado del coche. El aparcamiento estaba mal iluminado, medio a oscuras. Me besó lenta y cálidamente.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
—He acabado pronto —dijo—. Creí que te daría una sorpresa. Vamos a algún sitio.
—¿Puedo pasar por casa para cambiarme?
—Estás perfecta así.
—No, en serio, llevo todo el día trabajando, mejor voy a cambiarme…
—Entra —dijo mientras abría la puerta de un coche que estaba aparcado justo detrás del mío.
—Bonito coche —dije mientras me introducía en el asiento delantero—, ¿qué le ha pasado al tuyo?
—He venido directamente del trabajo —dijo—, es un coche de empresa.
—Ya. ¿Y cuál es esa empresa?
No hubo respuesta a esa pregunta, por supuesto. Iba muy elegante, llevaba puesto un traje oscuro con una camisa gris marengo debajo y estaba recién afeitado. Me pregunté si de verdad vendría directamente de trabajar o si habría ido al gimnasio. Aparentemente, el coche no tenía nada que lo distinguiera de cualquier otro. En él no había CD, ni tiques de aparcamiento usados, ni permiso de estacionamiento para la oficina pegado al parabrisas.
Estábamos saliendo de la ciudad.
—¿Adónde vamos?
—A un sitio un poco diferente.
Me puso la mano en el muslo mientras conducía, sin apartar la vista de la carretera. Aquel repentino contacto me provocó un escalofrío, a pesar de lo cansada que estaba. Su mano me subió la falda hasta que pudo sentir la piel desnuda de mi pierna. Por un momento pensé que iba a ir más allá, pero se detuvo allí, con la mano en el muslo. Posé mi mano sobre la suya.
—Es temprano —dijo al cabo de un rato—. Creo que deberíamos parar un rato. ¿Qué dices?
No se refería a parar para ver el paisaje, por supuesto, aunque al menos fue capaz de esperar hasta que encontró un sitio razonablemente atractivo. Era un aparcamiento en lo alto de una colina, un parque rural que cerraba por las noches y del que, por suerte, no se habían molestado en cerrar la verja. Condujimos por un oscuro camino que atravesaba el bosque hasta que los árboles se abrieron en un claro y dejaron a la vista las luces de la ciudad que se extendían en el valle, debajo de nosotros.
Lee se desabrochó el cinturón de seguridad y echó un vistazo a la semioscuridad de fuera. Había otro coche aparcado en la esquina, pero no parecía que hubiera nadie dentro, aunque estaba demasiado oscuro para ver bien.
Dentro del coche era incómodo hasta con los asientos reclinados, así que acabamos fuera, recostados contra la puerta, yo con la falda alrededor de la cintura y las bragas arrancadas y tiradas por algún lado. Su cara en mi pecho, mis manos en su pelo, yo temblando de frío, de emoción o de todo a la vez mientras se me hundían los tacones en el suelo blando.
—No debería estar haciendo esto —dijo él finalmente. No fue más que un suspiro, contra mi garganta.
—¿Por qué?
Él levantó la cabeza. Estaba tan oscuro que apenas podía verlo, solo notar aquella sólida mole contra mí y distinguir la liviandad de su pelo agitado por la brisa.
—No puedo dejar de pensar en ti —dijo—. En lo único en lo que he pensado en todo el día ha sido en los minutos que faltaban para volver a estar contigo.
—Eso es bueno, ¿no? —susurré besándole la mejilla y el lóbulo de la oreja.
Él negó con la cabeza.
—No cuando se supone que debo concentrarme en el trabajo. Es como si los estuviera engañando. No hago nada.
—¿Como si te tiraras a otra?
Se echó a reír.
—Yo no me tiro a otras. Solo a ti. No pienso en el trabajo cuando estoy contigo y no debería estar pensando en ti cuando estoy trabajando. —Entonces de alejó de mí y se arregló el traje. Del bolsillo de la chaqueta sacó una bola de tela negra.
—Supongo que son tuyas.
Abrí la puerta del coche para volver al calor.
—Un momento. Estas no son las que llevaba puestas.
—Claro que no —dijo—. Te he traído unas limpias. Pensé que podrías necesitarlas.
—¿Y las otras?
Se encogió de hombros.
—Supongo que estarán por ahí, en el aparcamiento.
—¿Tienes una linterna? No puedo dejar las bragas en el aparcamiento.
—No, no tengo linterna. —Encendió el motor—. Vamos. Tengo hambre.
Media hora después, estábamos en un bonito bar antiguo al lado del río, esperando una mesa, con una gran copa de vino tinto y una chimenea haciéndome entrar en calor. Me estaba tomando mi tiempo para elegir algo del menú y Lee estaba sentado enfrente de mí observándome con una sonrisa divertida en los labios.
Primero lo sentí. De repente se puso tenso. Por el rabillo del ojo vi cómo se agarrotaba.
Levanté la vista y vi que Lee estaba mirando a alguien, o a algo, por encima de mi hombro. Instintivamente, me volví para mirar. Detrás de mí estaba el restaurante y las mesas estaban llenas de gente cenando.
—Mierda —dijo entre dientes.
—¿Lee? ¿Qué pasa?
—No mires hacia atrás. —Su tono de voz era frío. Luego, al cabo de un rato, se levantó—. Espera aquí, ¿vale? Ahora vuelvo.
Entonces me volví y lo vi dirigirse hacia los baños del restaurante. Me puse nerviosa. ¿A quién había visto? ¿A otra mujer?
A pesar de sus instrucciones, me giré en la silla para ponerme de cara al comedor, esperando a que apareciera. La puerta del baño se abrió, pero no era Lee, sino dos hombres: el primero iba de traje y llevaba una pequeña mochila colgada sobre un hombro, y el segundo, que era mayor, llevaba un atuendo más informal, con una cazadora negra de cuero y unos vaqueros. Se estaban riendo de algo. Esperaba que fueran a sentarse al comedor, pero en lugar de ello se dirigieron directamente hacia mí. Me volví a hundir en el sillón y me puse a mirar de nuevo el menú mientras pasaban a mi lado. Fueron hacia la puerta del bar y se estrecharon la mano. El hombre de los vaqueros desapareció por la puerta para ir al aparcamiento.
Lee volvió instantes después, hablando por teléfono. Se volvió a sentar enfrente de mí.
—Sí. Vale. Te veo fuera —dijo, antes de cerrar el móvil y guardarlo en el bolsillo de la chaqueta.
—Lee, ¿qué pasa?
—Lo siento —dijo—. Vamos a tener que irnos y esperar un rato en el coche.
—¿Qué?
—Tengo que encontrarme con alguien. No podemos esperar aquí.
—¡Estás de broma!
Se inclinó por encima de la mesa hacia mí y me apretó las llaves del coche contra la palma de la mano.
—Cierra la puta boca y vete al coche. Saldré en un minuto.
Me fui al coche pisando lo más fuerte que pude y cerré de un portazo, aunque allí no había nadie para apreciar la fuerza de mi furia. Una vez sola en el coche, abrí la guantera, esperando encontrar algo que sirviera de explicación, pero estaba vacía. Totalmente vacía.
Al cabo de un rato vi que se abría la puerta lateral del bar y reconocí la silueta de Lee, que caminaba hacia el coche. Abrió la puerta y trajo con él una ráfaga de gélido aire nocturno.
Me quedé mirándolo, expectante.
—Ese bar es un poco asqueroso —dijo alegremente. Deberíamos ir a otro sitio.
—¿Qué?
Se presionó las sienes con los dedos y cerró los ojos como si yo le estuviera levantando dolor de cabeza.
—Vale —dijo—, esto es lo que va a suceder. En unos minutos aparecerán más coches. Me reuniré con los tíos que van dentro, les explicaré lo que acaba de pasar y luego, con un poco de suerte, tú y yo podremos irnos y buscar otro bar por ahí para cenar algo.
—¿Y si no tenemos suerte?
—Tendré que echarles una mano. Y tú tendrás que quedarte en el coche, con la cabeza agachada y sin abrir la boca.
—¿Piensas contarme alguna vez qué coño está pasando?
—Cuando todo haya acabado. Te lo prometo.
Se inclinó para besarme en la oscuridad. Al principio le ofrecí la mejilla, pero me giró la cara y encontró mi boca, mientras deslizaba la otra mano bajo mi chaqueta, para tirarme de la camisa.
El coche dio marcha atrás en el hueco que había a nuestro lado. Pude distinguir tres siluetas dentro, aunque estaba demasiado oscuro para ver bien.
—Bien —dijo Lee en voz baja—. Tú quédate aquí, ¿vale? No salgas del coche. ¿Entendido?
Asentí. Él salió y saltó al asiento trasero del otro coche. La luz de dentro no se encendió al abrirse la puerta. Observé las siluetas que había dentro, aunque no pude verlas con claridad. Parecía como si estuvieran discutiendo algo, pero no oía nada. Al cabo de unos minutos, las cuatro puertas se abrieron y salieron todos. Lee me sonrió y me guiñó un ojo. Yo no estaba de humor para devolverle el guiño.
Se encaminaron hacia la puerta lateral del bar y entraron, como si fueran un grupo de colegas que iban a tomarse una o dos pintas.
En el coche hacía frío. Me planteé encender el motor para que se calentara un poco, o tal vez para poner la radio. Por un instante, hasta pensé en irme a casa y dejarlo allí con sus amigos. No era tanto porque nuestra cena romántica hubiera sido interrumpida de forma tan grosera, sino la manera en que me había dado órdenes, como si me estuviera ladrando. Empecé a ensayar mentalmente el rapapolvo que pensaba echarle cuando aquello —fuera lo que coño fuera— se hubiera acabado.
La puerta lateral del bar se abrió de golpe y se armó la marimorena.
Me eché hacia delante en el asiento para poder ver mejor y me volví a recostar cuando el hombre que había visto antes salió corriendo por la puerta hacia el coche, mochila al hombro, seguido de cerca por un segundo hombre que llevaba una sudadera con capucha y luego por Lee. Lee gritó algo y se lanzó sobre el hombre de la bolsa. Ambos se desplomaron sobre la grava mientras la puerta se abría de nuevo y aparecían dos hombres más, corriendo.
No creo ni que se me pasara por la cabeza lo que estaba ocurriendo, si echo la vista atrás. Solo cuando vi que Lee rebuscaba en el bolsillo y sacaba algo que podría ser una brida para atarle a la espalda las muñecas y dos de los colegas de Lee trajeron al hombre de la sudadera con capucha desde la carretera, sujetándolo uno por cada lado, caí finalmente en la cuenta de que se trataba de una especie de detención.
Lee estaba deteniendo al hombre de la bolsa.