Lunes, 19 de abril de 2004
Aquella primera vez que Lee me hizo daño, me refiero a que de verdad me causó daños psicológicos, tuve que tomarme la semana siguiente libre en el trabajo. Fingí tener gripe: lo cierto es que debía de parecer que estaba afónica cuando llamé el lunes por la mañana. Me cogí una semana para que las marcas de la cara pudieran disimularse bien con el maquillaje. El único problema era el corte del labio, que acabó adquiriendo el aspecto de un horrible herpes lleno de costras. La nariz, por suerte, no estaba rota o, si lo estaba, no era una rotura mala. Huelga decir que no fui al médico.
Él se quedó conmigo tres días. A la mañana siguiente estaba distante. Me miraba como si fuera tonta de remate y me hubiera caído en la calle. Sin embargo, me hizo un poco de sopa y me ayudó a limpiarme, secándome la cara con sorprendente cariño.
Al día siguiente estaba excepcionalmente amable; me aseguró que era la única mujer a la que había amado jamás. Me dijo que era suya, solo suya; que si algún hombre osaba mirarme, lo mataría. Lo dijo en tono displicente, como si fuera una observación sin importancia que se pudiera hacer en una conversación sin mucho significado, pero yo sabía que era capaz de hacerlo. Lo decía en serio.
Por el momento, tenía que seguirle la corriente. Durante esa primera semana, los primeros tres días, intenté ser lo que él quería que fuera. Le dije que era suya, solo suya. Que había cometido un error intentando dejarlo. Que lo quería.
Cuando se fue para volver al trabajo el miércoles por la noche, valoré mis opciones. Al principio me quedé en casa, en la cama, viendo la tele y fingiendo que nada había pasado. Esperé y esperé, por si volvía de nuevo a casa. Por si era una prueba.
Quería llamar a la policía, pero sabía que me miraría el teléfono. Quería salir de aquella casa y echar a correr, correr tan rápido como me fuera posible hacia la comisaría, con la esperanza de que me protegieran. No lo harían, desde luego. A él lo interrogarían, con un poco de suerte, y luego habría una especie de investigación, durante la cual él tendría toda la libertad del mundo para ir y venir, para hacerme daño, para matarme. El riesgo no merecía la pena.
El jueves llamé a un cerrajero con servicio de emergencias y cambié las cerraduras de la puerta delantera y la trasera.
Aquella fue la primera noche que empecé con las comprobaciones propiamente dichas.
El lunes siguiente, Lee todavía no había dado señales de vida. Me pregunté si se habría ido para siempre; una parte de mí esperaba que tuviera remordimientos por lo que había hecho, tal vez hasta que hubiera cambiado de opinión con respecto a mí, que hubiera decidido dejarme en paz.
Por aquel entonces yo todavía era optimista, al menos en parte.
Fui a trabajar el lunes y recibí muchas muestras de compasión inmerecidas. Nadie dudaba que hubiera tenido la gripe: había perdido unos tres kilos en una semana, estaba pálida y demacrada y tenía una postilla en el labio. La hinchazón del puente de la nariz había disminuido y no me resultó difícil disimular el moretón bajo varias capas de maquillaje.
No me quedé hasta tarde; solo trabajé hasta las cuatro, más o menos. No estuve fuera mucho tiempo.
Cuando llegué a casa ese lunes por la tarde, me pasé los primeros veinte minutos, más o menos, comprobando todas las puertas y ventanas. Todo estaba bien cerrado y exhalé un suspiro de alivio.
Por supuesto, no comprobé el dormitorio, no parecía tener mucho sentido.
Cuando subí a acostarme alrededor de las diez, allí, sobre la cama, había una montoncito de llaves relucientes y una nota: «He hecho algunas copias más para las cerraduras nuevas. Te veo después. Bss.».
Me pasé la siguiente hora recorriendo la casa de nuevo, mientras las lágrimas me rodaban por las mejillas, buscando la forma en que había entrado, pero nunca la encontré.
Aquella noche tuve mi primer ataque de pánico, el primero de tantos.