Miércoles, 23 de enero de 2008
Ha llegado el momento de replantearse las cosas.
Hoy he tenido la evaluación y me he sentido como si al hacerla hubiera doblado una esquina, o algo así.
El Centro de Salud Mental de la Seguridad Social tenía la sede en la Leonie Hobbs House, en la calle siguiente a Willow Road. Era una casa normal y corriente vista desde la fachada, en absoluto diferente a la nuestra: con impresionantes galerías y una puerta principal que necesitaba una mano de pintura. Había una placa de latón en el poste de la entrada y carteles en las ventanas de la fachada que anunciaban de todo: desde clínicas para dejar de fumar a grupos de autoayuda, pasando por la depresión posparto.
Fuera llovía, lo que hacía que el sitio pareciera más tétrico de lo que era en realidad. Se diría que las ventanas lloraban.
Empujé la puerta para abrirla y vi que en el vestíbulo había una mesa de recepción y unas escaleras que conducían al primer piso. Detrás del mostrador de recepción, el antiguo salón de la casa estaba abarrotado de mesas y de mujeres que arrastraban papeles de unas bandejas a otras, hablando y bebiendo de tazas. Las paredes estaban cubiertas de pósteres. Si ibas buscando información de algo en particular, no había la más mínima posibilidad de que la encontraras.
—Tengo cita para una evaluación —le dije a la mujer de recepción.
—Es en el piso de arriba. Su acento no es de aquí, ¿verdad? ¿De dónde es?
Debía de tener cuarenta y muchos años y llevaba el cabello largo y gris recogido en una gran trenza que le bajaba por la espalda, de la que se escapaban mechones que formaban una nube alrededor de su cara.
—Del norte —dije. Normalmente, cuando le decía eso a alguien en Londres lo aceptaban sin preguntar, como si el norte fuera un único borrón amorfo que empezara en algún lugar indeterminado al pasar el área de servicio de Toddington.
Aquella mujer iba a ser una excepción.
—Es de Lancaster —dijo, por suerte sin esperar respuesta por mi parte—. Yo viví allí veinte años. Luego me mudé aquí. Me pagan más, pero la gente no es tan simpática.
Le eché un vistazo a la sala abarrotada que ella tenía detrás y a las seis o siete mujeres que estaban sentadas con los labios apretados escuchando todas y cada una de sus palabras.
Subí las escaleras. Arriba del todo, había un pedazo de papel manoseado en el que ponía: «Para el CSMSS gire a la izquierda», amablemente escrito en rotulador negro y pegado a la pared. Más allá de un corto pasillo que había a la izquierda, se encontraba otra recepción, esta recién pintada en unos reconfortantes tonos de beis y tostado. Detrás de la mesa no había nadie, así que me senté en una de aquellas sillas tan cómodas y esperé. Llegaba temprano a la cita.
Una mujer salió de una puerta de la derecha. Llevaba un top holgado, unos vaqueros y el pelo recogido en dos moños, uno a cada lado de la cabeza, muy tiesos. Tenía un piercing en el labio y una bonita sonrisa con unos dientes blancos perfectos.
—Hola —dijo—. ¿No serás Cathy Bailey, por casualidad?
—Sí —respondí.
—Acabará en un minuto. Soy Deb, una de las enfermeras —dijo la mujer. Seguía sonriendo—. ¿Has traído los cuestionarios?
—Ah…, sí… —dije y me puse a rebuscar en el bolso.
Deb me los arrebató.
—Ahorran tiempo cuando estás ahí dentro, ¿sabes?
Esperé. Del fondo del pasillo, donde no la podía ver, se oyó una puerta al abrirse y unos pasos que se acercaban cada vez más, hasta que la cabeza de un hombre apareció girando por la esquina.
—¿Cathy Bailey?
Me puse de pie y lo seguí. Continué pensando en Stuart. Pensé en él todo el tiempo, mientras aquel hombre, el especialista en psiquiatría, me hacía preguntas. Era el doctor Lionel Parry. Parecía un tejón mal afeitado, con una barba gris y negra que se metamorfoseaba con fluidez hasta convertirse en pelo gris y negro a los lados de la cabeza y que le salía en grandes matas de las orejas. Cuando me preguntó cuánto tiempo me llevaba comprobar la puerta, cuánto tiempo me llevaba comprobar las ventanas, los cajones y todo lo demás, pensé en mentirle. Lo de comprobar las puertas parece de tontos redomados. Sé que no tiene sentido. Pero no puedo dejar de hacerlo.
Así que le conté la verdad. A veces, horas. A veces, llego varias horas tarde a trabajar y tengo que quedarme después para compensar. A veces, no logro que me sirva de nada. ¿Vida social? No me haga reír. Y menos mal que no me da por salir por las noches, ¿no?
Después me preguntó por Lee. Le hablé de los recuerdos recurrentes, de los pensamientos que me venían de repente a la cabeza, como fogonazos, de cosas que había hecho. De cosas que había intentado olvidar. Y de todo el resto. De las pesadillas, de los ataques de pánico, de cuando me quedaba tumbada despierta a las cuatro de la mañana con demasiado miedo como para volver a dormirme. De las cosas que intentaba evitar: los actos sociales, las aglomeraciones, la policía, la ropa roja.
Él escuchaba, tomaba notas y me miraba de vez en cuando.
Yo estaba temblando.
No lloraba, todavía no, pero hablar de ello hacía que me entrara el tembleque.
—He intentado respirar hondo —dije, apresuradamente—. He intentado controlar el pánico. A veces funciona.
—Eso está bien —dijo—. Entonces sabes que es algo que depende de ti. Si en ocasiones consigues controlar el pánico, solo necesitas practicar más y seguir algunas otras técnicas hasta que logres controlarlo siempre. Ya has empezado y lo has hecho muy bien.
—Gracias. Pero la verdad es que fue cosa de Stuart, no mía.
—¿De Stuart?
—Un amigo. Es psicólogo.
—Puede que él te llevara en la dirección correcta, pero fuiste tú la que decidiste que ibas a intentar controlar el pánico. Nadie salvo tú podría hacerlo.
—Supongo que no.
—Y no olvides que el hecho de que hayas conseguido hacer eso significa que también deberías ser capaz de mantener las comprobaciones bajo control. No sucederá de repente, llevará tiempo, pero puedes hacerlo.
—¿Y ahora, qué?
—Te voy a enviar a terapia de conducta cognitiva. Además, creo que deberías probar con alguna medicación para que te ayude con lo de los ataques de pánico. Sin embargo, tardan un poco en hacer efecto, así que no te preocupes si no sientes los efectos de inmediato. Tendrás que darles al menos unas semanas.
—Ya he tomado medicamentos antes. Preferiría evitarlos, a ser posible.
—Les he echado un vistazo a tus notas y los medicamentos que te dieron en el hospital eran distintos. Estos no te harán sentir adormilada ni atontada. Me gustaría que los probaras porque tu evaluación indica que podría haber algunos signos de trastorno por estrés postraumático, o EPT, además de un trastorno obsesivo compulsivo.
—Stuart ha dicho que estaría bien que me pudiera derivar al doctor Alistair Hodge.
—Sí, iba a sugerirlo. Pasa consulta aquí y en el Maudsley. Recibirás una carta y tendrás que llamar a su secretaria. Espero que pueda verte pronto. Mientras tanto, le diré a Deb que te dé los números del equipo de crisis por si los necesitas. Aunque lo dudo.
—¿Cuánto tiempo cree que me llevará? Ponerme mejor.
Se encogió de hombros.
—Es muy difícil saberlo. Cada persona es un mundo. Pero deberías notar algún efecto positivo en unas cuantas sesiones. Tienes que estar dispuesta a hacer un esfuerzo. Es como muchas cosas en la vida, cuanto más pones de tu parte, mejor te va.
Cuando finalmente volví a salir a la calle, estaba oscuro. La lluvia había cesado por fin. Allá fuera el tráfico estaba paralizado, probablemente algún accidente de la Circular Norte estaba provocando el embotellamiento. Los autobuses se salvaban relativamente, gracias al carril bus, pero no iban a llegar rápido a ningún lado.
Me sentía como si hubiera doblado una esquina, en cierto modo, como si ya no hubiera vuelta atrás. Aquello era lo que más me asustaba, después de lo del hospital; después de haber estado tan fuera de control, tan absolutamente en manos de extraños que ni me caían bien ni me parecían de fiar, de tener que seguir sus horarios y sus instrucciones, de que me dijeran cuándo comer y cuándo dormir y cuándo ir al baño.
Cuando salí del hospital la segunda vez, decidí que preferiría morirme antes que volver allí. Me fui de Lancaster, con una sonrisa radiante e insulsa y vanas promesas de ponerme en contacto con los servicios de salud mental locales en cuanto pudiera. Me alejé de los médicos, de las enfermeras, de los servicios sociales y del aterrador sistema que, para mí, no tenía sentido. Había cumplido su objetivo. Me había hecho levantarme y había puesto de manifiesto con rotundidad que lo cierto era que no me había ido al otro barrio, que todavía seguía vivita y coleando y que sería mejor que me recuperara y que siguiera adelante. No por primera vez, pensé que habría sido mejor haber muerto, mejor que tener que pasar por el proceso de recuperación. Pero alejarme me hizo darme cuenta de que si alguien iba a controlar mi vida, tenía que ser yo misma. No había alternativa. Tomé el control, dominé cada momento de mi vida, calculando las cosas milimétricamente, contando los pasos, planeando los horarios de las tazas de té; aquello me proporcionaba determinación, me daba una razón para poner un pie delante del otro día tras día, sin importar lo asqueroso, deprimente o solitario que fuera.
No quiero dejarlo. Me hace sentir segura, aunque solo sea momentáneamente.