Viernes, 15 de febrero de 2008

High Street estaba aún llena de gente. Doblé la última esquina, para entrar en Talbot Street. Estaba cansada, necesitaría concentrarme más de lo habitual en las comprobaciones, para no cometer ningún error.

Una vez en el callejón, me dirigí a la parte trasera de la casa. Levanté la vista hacia las ventanas, las observé todas, el balcón con los ocho paneles de cristal a la vista, la cama, las cortinas cerradas a cal y canto. En el piso de Stuart había una luz encendida en el dormitorio. Yo le había subido uno de mis temporizadores. Se apagaría a las once. Abajo, el piso de la señora Mackenzie estaba a oscuras.

Todo parecía estar bien. Seguí hasta el final del callejón y di la vuelta para ir a la parte delantera de la casa.

Después de entrar y haber cerrado la puerta de la calle, caí en la cuenta de que era la única persona del edificio. Iba a ser la única que durmiera en aquella enorme casa esa noche. No estaban ni la señora Mackenzie ni Stuart. Solo yo. La noche anterior había acabado hablando con Stuart durante horas. Había sido como si estuviera allí, así que no había tenido la sensación de estar sola. Pero esa noche tenía una percepción diferente.

Comprobé la puerta pasando los dedos por el borde y palpándolo todo en busca de cualquier hueco o bulto que pudiera indicar que la puerta había sido forzada. Luego el pestillo. Luego el cerrojo. Giré el pomo seis veces a un lado, seis al otro. Echaba de menos el sonido de la televisión de la señora Mackenzie. Echaba de menos que saliera a verme.

Me detuve al final de la primera ronda de comprobaciones. Aquel solía ser el momento en que ella abría la puerta a mis espaldas.

No estoy segura de si sentí algo o lo noté; una corriente de aire, tal vez, un olor a comida cocinada hacía mucho tiempo, un soplo de aire frío.

Me volví lentamente y miré hacia la puerta. La habíamos cerrado con llave la noche en que a la señora Mackenzie se la había llevado la ambulancia. Stuart había llamado a la agencia inmobiliaria que se hacía cargo de los arrendamientos para contarles lo que había sucedido. Iban a enviar a alguien a recoger la llave, pero hasta el momento no había aparecido nadie.

Fruncí el ceño, entornando los ojos. La puerta tenía algo raro.

Me acerqué un poco más.

Estaba ligeramente abierta, solo una diminuta rendija que hacía que la puerta estuviera desencajada del marco. Volví a sentir la corriente de aire, esa vez no cabía duda, era una ráfaga de aire frío que venía de dentro.

Empujé el picaporte de la puerta y esta se abrió. No estaba cerrada. Dentro todo estaba oscuro, negro como una tumba.

Volví a cerrar la puerta con fuerza. El cerrojo se encajó y esa vez, cuando giré el picaporte, la puerta no se abrió. Tenía el juego de llaves de reserva de Stuart en el bolso. Él había puesto la llave del piso de la señora Mackenzie en la anilla, junto con las otras suyas.

Busqué las llaves, introduje la correcta en la cerradura y la giré. Hice traquetear el picaporte. Giré la llave en la cerradura Yale y la cerradura acoplada enganchó la puerta con rapidez. Bien, definitivamente estaba cerrada y con la llave echada. Si había alguien dentro, necesitarían una llave para salir.

Fui a la puerta de la entrada para ponerme con la segunda ronda de comprobaciones. Pero no me sirvió de nada, porque solo podía pensar en la puerta del piso de la señora Mackenzie, a la que acababa de dar la espalda. ¿Y si no la había cerrado bien? ¿Y si la puerta había vuelto a abrirse mientras estaba de espaldas? ¿Y si se volvía a abrir sola mientras no miraba?

La volví a comprobar. Seguía cerrada. Comprobé la cerradura Yale.

Comprobé la puerta de la entrada una tercera vez, para compensar de nuevo. Finalmente, me sentí mejor. Subí las escaleras y entré en casa. La luz de la sala estaba encendida, como yo la había dejado, y el resto del piso estaba oscuro y frío. Esperé un momento dentro, en el umbral, escuchando los sonidos de la casa, esforzándome en captar algo inusual, fuera de lugar. Nada.

Empecé a comprobar la puerta de la entrada, sintiéndome vagamente inquieta sin saber por qué. No podía dejar de pensar que estaba sola. Completamente sola.

Cuando terminé de hacer las comprobaciones, ya casi eran las nueve. Esperaba encontrar algo raro, pero todo estaba exactamente como debía estar. Menos mal.

Al fin me senté para llamar a Stuart.

—Hola, soy yo.

—¡Por fin, estaba a punto de perder la esperanza! —Parecía cansado.

—¿Qué tal tu padre?

Stuart suspiró y bajó un poco la voz. Oí el débil sonido de una televisión de fondo.

—Está bien, la verdad. Aunque mucho más débil que la última vez que lo vi. No creo que Rach se dé cuenta, ella lo ve todos los días.

—¿Fuisteis al centro de jardinería?

—Sí, pero estaba lloviendo. Acabamos echando un vistazo solo a los invernaderos, sobre todo. No te imaginas cuántas plantas diferentes es capaz de ver este hombre sin aburrirse. Además, hace un frío del carajo. Te echo mucho de menos, Cathy.

—¿Ah, sí? —Noté que mis mejillas se sonrojaban y me di cuenta de que yo también lo extrañaba. Aunque apenas nos viéramos durante la semana, ahora que estaba lejos su ausencia era como un dolor.

—Sí. Ojalá estuvieras aquí.

—Vuelves el domingo por la noche. Pasará rápido.

—De eso nada. Al menos no para mí. ¿Qué vas a hacer el sábado?

—No lo sé. Puede que ir a correr. Hace mucho que no voy.

Stuart se quedó callado.

—¿Entonces ha ido bien? La sesión con Alistair.

—Ha estado bien. Tengo deberes que hacer, puntuarlo todo. Ya sabes.

—¿Y ahora te encuentras bien?

Sabía adónde quería llegar. Estaba intentando calcular la probabilidad de que pudiera sufrir un ataque de pánico más tarde, haciéndome hablar de los síntomas.

—Todo eso va bien. Estoy más nerviosa por estar aquí sola. Me refiero a que ni está la señora Mackenzie abajo ni tú arriba. Solo yo y los fantasmas.

—Te refieres a que está todo muy tranquilo.

—Sí. Ah, y hay otra cosa. Cerramos la puerta de su casa, ¿verdad? Quiero decir que la cerramos con llave, ¿no?

—Sí. ¿Por qué?

—La puerta estaba abierta cuando llegué a casa. Me refiero a la puerta de la señora Mackenzie. De hecho estaba un poco entornada.

—Los de la inmobiliaria deben de haber estado ahí, entonces. Dijeron que se pasarían, ¿no?

—Sí, pero desde luego se supone que deberían haber cerrado con llave, no dejar la puerta abierta.

—Puede que no fueran tan cuidadosos. De todos modos, apuesto a que ahora está bien cerrada, ¿a que sí?

—Eso espero.

—Cathy, la has cerrado con llave. Está bien.

No respondí.

—La primera vez que te vi, hacías todo eso sola. Te encerrabas todas las noches, comprobabas que las puertas estuvieran cerradas con llave y no pasaba nada. Ahora tampoco pasa nada, no es diferente.

Intenté que mi voz sonara jovial.

—Sí, lo sé. Estoy bien, de verdad.

—¿Vendrás conmigo a Aberdeen la próxima vez?

—Puede. Si me avisas con un poco más de tiempo.

—Rachel se muere por conocerte.

—Stuart, por favor. ¿Le has hablado del TOC?

—No. ¿Por qué? ¿Debería?

—Solo quiero asegurarme de que tiene una imagen completa y exacta de mí.

—El TOC no forma parte de ti, ¿no? Es solo un síntoma. Al igual que los mocos son parte de un resfriado.

—Maravilloso. ¿Qué les has estado contando, entonces?

—Les he contado que he conocido a una chica de pelo plateado y ojos oscuros que es divertida y lista y encantadora y a veces increíblemente insolente. Que es capaz de beberse cincuenta tazas de té al día y hacer que hasta alguien con ojos de cristal aparte la vista.

—Ahora entiendo por qué se mueren de ganas de conocerme. —Intenté reprimir el bostezo, pero fue imposible.

—¿Te estoy dando la lata, quieres irte a dormir?

—Estoy cansadísima. Perdona. Anoche no dormí nada y hoy volví andando de ese sitio, los autobuses estaban atrapados en el atasco.

—¿Volviste andando de Leonie Hobbs House?

—No te pases, no está tan lejos. Me gusta caminar. —Volví a bostezar.

—Llévate el teléfono cuando te vayas a la cama, ¿vale? —dijo.

—¿Por qué?

—Si te despiertas por la noche, llámame. ¿Lo harás?

—No quiero despertarte, no es justo.

—No me importa. Si estás despierta, quiero estar despierto contigo.

—Stuart. Todo esto es muy raro.

—¿Cómo que «raro»?

—Cuando vuelvas el domingo, ya no va a ser igual, ¿verdad? Todo ha cambiado. Desde lo del otro día.

—Desde que te besé, dices.

—Sí.

—Ha cambiado, tienes razón. Estaba completamente decidido a mantener las distancias para que pudieras concentrarte en ponerte mejor, pero no creo que pueda seguir haciéndolo. ¿Eso te preocupa?

—No estoy segura. No creo.

—Mi vuelo llega a las nueve y pico de la noche, el domingo. ¿Puedo pasar a verte cuando llegue a casa? Será tarde.

Aquel era el momento, el punto de inflexión. Dudé antes de responder, consciente de lo que significaría que dijera que sí y lo que significaría que dijera que no.

—¿Cathy?

—Sí. Ven a verme. Me da igual lo tarde que sea.