Viernes, 22 de febrero de 2008
Me desperté de repente y pasé de estar durmiendo a pierna suelta a encontrarme completamente despierta, con el corazón a mil, en cuestión de segundos.
Estaba en la cama de Stuart y era noche cerrada. No se oía nada, salvo su respiración a mi lado. Agucé el oído, esforzándome en escuchar lo que fuera que me había despertado.
Silencio.
Bajé la vista hacia Stuart y vi su silueta iluminada por la media luz que entraba por la ventana. Su hombro era una pálida curva. Todavía me estaba acostumbrando a dormir con él, aunque habíamos pasado hasta el último minuto que teníamos libre juntos desde que había vuelto de Aberdeen. Cada vez que me despertaba y lo veía ahí, me llevaba unos instantes tranquilizarme y recordar.
Estaba soñando con Sylvia. Stuart estaba allí conmigo y estábamos desnudos, haciendo el amor en la cama como si estuviéramos solos, como lo habíamos estado haciendo hacía solo unas horas. En mi sueño levantaba la vista y allí estaba ella, en el umbral de la puerta, con la boina roja firmemente calada sobre su cabello rubio, la boca fina y una sonrisa mezquina.
Allí estaba de nuevo el ruido. Sin embargo, no era en el piso, sino fuera. Me levanté de la cama y fui sigilosamente hasta el otro lado, hacia la ventana. Al pasar descolgué la camisa de Stuart del clavo que había en la parte de atrás de la puerta y me la puse, cubriéndome por delante.
Aún no había amanecido, era completamente de noche, el cielo apenas comenzaba a volverse gris. Miré hacia fuera desde un lado de la ventana, al jardín trasero. El muro era un rectángulo de oscuridad de formas simétricas y, a sus pies, la hierba se extendía en grises matojos. Desde allí no veía el cobertizo, ya que mi balcón, que estaba abajo, me lo impedía. Me incliné sobre el alféizar de la ventana y escruté la oscuridad, empezando a relajarme, cuando de pronto… algo se movió.
Al mismo tiempo Stuart me habló desde la cama y me dio un susto de muerte.
—¿Qué estás haciendo? Vuelve a la cama.
—Hay alguien ahí fuera —susurré con impaciencia.
—¿Qué? —giró las piernas para sacarlas de la cama y se estiró un momento antes de venir a mi lado—. ¿Dónde?
—Allá abajo —susurré—. Al lado del cobertizo.
Me aparté un poco de la ventana, para no entorpecerle la visión.
—Yo no veo nada. —Me puso el brazo alrededor de los hombros y bostezó—. Estás helada, vuelve a la cama.
Vio mi cara y volvió a mirar por la ventana. Entonces, para mi horror, abrió la ventana de guillotina, que hizo un ruido similar al de la puerta del infierno chirriando al abrirse.
—Mira —dijo de pronto, señalando algo.
Una forma atravesó el césped como una flecha y se coló por el hueco que había entre la cancela y la hierba. Era una forma oscura pero, definitivamente, no humana.
—Un zorro —dijo—. Era un zorro. Ahora ven.
Volvió a bajar la ventana de guillotina, me quitó su camisa de los hombros y me volvió a llevar a la cálida cama. Mi piel estaba fría contra la suya, pero me hizo entrar en calor verdaderamente rápido con la lengua, con las manos y con todo su cuerpo desnudo contra el mío, hasta que me olvidé por completo de la silueta que había visto; me olvidé de que, en realidad, no se parecía en nada a un zorro, sino que era mayor, más oscura y más grande, de que parecía estar en mi balcón, en el piso de abajo, y de que había visto el reflejo del cielo gris sobre algo brillante, algo alargado, delgado y reluciente, como un largo cuchillo.