Miércoles, 5 de diciembre de 2007

Me estaba preparando para irme a la cama y cometí el error de ponerme a comprobar todo, solo una vez más. Era más como un placer inconfesable, algo que me iba a permitir hacer para ayudarme a sentirme totalmente a salvo antes de irme a la cama. Pero hacerlo con el estómago vacío, habiendo dormido poco las últimas noches, no fue una buena idea. Me volví a bloquear. Cada vez que empezaba a hacer las comprobaciones, metía la pata en algo, perdía la cuenta, no hacía las cosas exactamente en el orden correcto, no apoyaba la mano en la puerta el tiempo suficiente, simplemente no lo hacía como era debido.

Hora tras hora, volví a empezar una y otra vez y otra y otra… Me di una ducha sobre la una de la mañana para intentar espabilarme un poco y salí temblando. Me puse unos pantalones de deporte y una camiseta y empecé de nuevo con la puerta del piso.

Seguía sin estar bien. Acabé sentada al lado de la puerta, con la cabeza sobre las rodillas, llorando y temblando, haciendo tal ruido que no lo oí subir las escaleras. Llamó a la puerta y me dio un susto de muerte.

—Cathy, soy yo. ¿Estás bien?

No pude responder, solo jadeaba y lloraba. Él estaba justo al otro lado de la puerta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, esa vez en voz más alta—. ¿Cathy? ¿Puedes dejarme entrar?

—Estoy bien, vete. Por favor…, vete —dije al cabo de un rato.

Esperé el sonido de pasos subiendo las escaleras, pero no llegó. Y, después de unos segundos, lo oí sentarse en el rellano, delante de mi puerta.

Lloré más fuerte, pero no tanto de miedo como de rabia, rabia porque se hiciera con el control de mi pánico, bloqueando la puerta, interrumpiendo cualquier cosa imaginable que pudiera haber hecho para protegerme a mí misma. Lo que resultaba bastante irónico, sin embargo, era que ya no estaba bloqueada. Sucedía lo mismo cuando la señora Mackenzie interrumpía la comprobación de la puerta de abajo.

Me alejé reptando de la puerta y me senté en la alfombra mirándola, pensando en él sentado fuera. ¿Qué demonios pensaría de mí?

Me aclaré la garganta y hablé con la voz más clara y firme que pude.

—Ya estoy bien.

Oí cómo arrastraba los pies al levantarse.

—¿De verdad?

—Sí. Gracias.

Tosió.

—¿Quieres algo? ¿Te hago una taza de té o algo así?

—No, estoy bien. —Parecía una loca, hablando con la puerta.

—Vale.

Se produjo una pausa, como si no tuviera claro si creerme y, finalmente, oí el sonido de los pasos en las escaleras que subían al piso de arriba.