Jueves, 13 de diciembre de 2007

Llevaba en casa hora y media y la comprobación iba fatal. Cada vez que pensaba que lo había conseguido, la incertidumbre estaba ahí, el miedo. No tenía sentido hacerlo si lo hacía mal. A aquellas alturas las manos me temblaban y apenas podía ver a través de las lágrimas, y ni siquiera había logrado llegar más allá de la puerta del piso.

Esa vez oí los pasos, oí cómo se abría y se cerraba la puerta del apartamento de arriba y me quedé quieta, conteniendo el aliento, intentando no hacer ruido.

Él llamó a la puerta con suavidad, pero aun así me sobresaltó.

—¿Cathy? Soy yo. ¿Estás bien?

No pude responder, solo gemir y sollozar.

Me pareció oír un suspiro.

—No estás bien —dijo—. ¿Qué ha pasado?

Respiré hondo, estremeciéndome.

—Nada, estoy bien.

—¿Puedes abrir la puerta?

—No, déjame en paz.

—Solo quiero ayudarte, Cathy —dijo.

—No puedes ayudarme. Lárgate.

Lloré con más intensidad, ahora enfadada a la vez que asustada, furiosa con él por estar allí, por no dejar que me viniera abajo.

No iba a marcharse.

Al final intenté ponerme de pie, apoyándome en el pomo de la puerta. Por la mirilla pude verlo, con la cara distorsionada. No había nadie más en el pasillo.

Me temblaban las manos. Descorrí el cerrojo de arriba, la llave me llevó más tiempo. La cerradura, más aún. Cuando ya no hubo ningún obstáculo y abrí la puerta, las rodillas me fallaron y me caí hecha un fardo al suelo.

Stuart empujó la puerta desde el otro lado para abrirla y entró, trayendo con él el aire frío y el olor del invierno. Cerró la puerta tras él y se sentó a mi lado. No se acercó demasiado, simplemente se sentó allí conmigo.

Al principio no era capaz de mirarlo.

—Intenta respirar hondo y retener el aire —dijo en voz baja.

Lo intenté, pero lo único que se oyó fue un montón de jadeos.

—Estoy muy… Estoy… Estoy muy cansada. No he podido… No he podido hacerlo… No he podido hacer las comprobaciones.

—Lo sé —dijo él—. Intenta pensar en tu respiración y nada más. Solo en tu respiración, por ahora.

Lo intenté. Los dedos me hormigueaban. La piel de la cara me hormigueaba.

—¿Puedes cogerme la mano? —La extendió a través del hueco que había entre nosotros, con firmeza.

Yo extendí la mía, lo toqué, la retiré, lo volví a tocar y él me agarró. Tenía la mano fría, helada.

—Lo siento, tengo las manos frías. Ahora inténtalo de nuevo con la respiración. ¿Puedes mirarme?

Intenté hacer eso también. Mi respiración estaba todavía dispersa. Si no lograba calmar la respiración, me iba a dar un patatús.

—Piensa en la respiración. Respira conmigo. Inspira y aguanta. Sigue aguantando. Eso está mejor. Y exhala. Bien, venga, hazlo otra vez…

Me llevó una eternidad, pero al final la cosa mejoró. Empecé a recuperar un poco de sensibilidad en las manos. La respiración se ralentizó, volví a tenerla bajo control. Me aferraba a su mano como si me estuviera ahogando.

—Bien hecho —dijo en voz baja—, lo has conseguido.

Sacudí la cabeza, todavía no estaba lo suficientemente preparada para hablar. Las lágrimas seguían brotando. Levanté la vista hacia él y sus ojos, sus amables ojos, que me miraban sin juzgarme en absoluto. Me eché un poco hacia él y él se movió y extendió las piernas, con la espalda recostada contra la puerta de mi casa, y yo me acerqué más y entonces puso su brazo bueno alrededor de mí y yo puse la cara en su pecho, que era cálido y olía a él. Él me puso la mano sobre la cabeza, mientras me acariciaba el pelo.

—No pasa nada, Cathy —dijo, y noté cómo la voz le retumbaba en el pecho—. No pasa nada. Estás a salvo. Estás bien.

Estaba tan cansada que casi habría sido capaz de dormir allí, en el suelo, a su lado, siempre y cuando siguiera abrazándome y no me dejara ir. Abrí los ojos y solo pude ver el algodón azul de su camisa y la forma en que se movía mientras respiraba. Pensé que debería moverme. Estaba empezando a dolerme todo, y el miedo había sido sustituido por una vergüenza gradual y abrumadora.

Al final levanté la cabeza y él se apartó de mí, suavemente.

—Venga —dijo—, vamos a buscarte un sitio más cómodo.

Se puso de pie y me ayudó a levantarme para llevarme al sofá. Me senté y me hice una bola. Quería que se sentara a mi lado. Si lo hubiera hecho, habría vuelto a acurrucarme contra él.

—¿Te preparo una taza de té? —preguntó.

Yo asentí, temblando.

—Gracias.

Oí cómo llenaba la tetera y el tintineo de las tazas. Cómo abría las alacenas para buscar té. La nevera al abrirse. La tetera cobrando vida con un rugido. Me sentía extraña al tenerlo allí. Nunca había dejado que otra persona pusiera un pie en mi piso desde que vivía allí, aparte de aquel estúpido fontanero el día que las tuberías reventaron.

Cuando lo oí dejar las tazas sobre la mesa de centro delante de mí, ya había dormitado un poco.

—¿Estarás bien? —preguntó.

Me senté y puse los dedos alrededor de la taza. Ya no me temblaban las manos, pero tenía la voz ronca y la garganta inflamada.

—Sí, estaré bien. Gracias. Gracias por el té.

Me observó mientras bebía. Él también parecía agotado.

—¿Has comido?

—Sí —mentí—. ¿Qué tal el hombro?

Sonrió.

—Me duele.

—Siento todo esto. ¿Cómo te enteraste?

—Te oí llorar.

—Deberías haberme dejado.

Stuart negó con la cabeza.

—No podía. —Le dio un sorbo al té—. ¿Están empeorando los ataques de pánico? ¿Son más frecuentes?

—Creo que sí.

Él asintió.

—¿Este era de los malos?

—Los he tenido peores —dije encogiéndome de hombros.

Me estaba mirando fijamente, con ojos evaluadores, como un puñetero médico. Así era justamente como me miraban en el hospital, como si esperaran que hiciera algo, que dijera algo, que demostrara uno u otro síntoma para poder finalmente decidir cuál era el problema.

—Lo siento, creí que te iría bien. Sanj…, la verdad es que es bueno. Puede que a veces un poco superficial. ¿Qué te ha dicho?

—Estuvo bien. Él estuvo bien. Va a mandarme a que me evalúen o algo así. ¿A qué se refería cuando dijo que contigo fuera de juego tendrían una oportunidad de ganar el domingo?

Stuart se echó a reír.

—Qué hijo de puta. Estoy en el equipo de rugby del NHS Trust. Al parecer, Sanj cree que soy una especie de lastre.

Me acabé el té al mismo tiempo que él.

—El caso es que lo has hecho —dijo, mirando para mí—. Has dado ese primer paso.

—Sí —respondí. Había establecido contacto visual con él y ahora no podía apartar la vista.

—¿Me lo contarás? —dijo en voz tan baja que apenas lo oí.

—¿El qué?

—Lo que hizo que empezara todo.

No respondí.

Al cabo de un rato, dijo:

—¿Quieres que me quede aquí mientras duermes?

Negué con la cabeza.

—En serio, ya estoy bien. Gracias.

Poco después, se marchó. Estaba más despierta y quería que volviera a abrazarme, para ser sincera, quería que me abrazara fuerte y que se quedara conmigo, pero no era justo pedirle que lo hiciera. Así que se fue y yo cerré la puerta tras él y me fui a la cama.

Ahora tengo que pensar en seguir con todo esto. En enfrentarme al resto de mi vida. Día a día, poniendo un pie delante del otro. No puedo hacer esto durante mucho más tiempo. No puedo seguir haciéndolo.