Lunes, 12 de noviembre de 2007
Esta tarde después del trabajo ha sucedido algo fuera de lo normal.
Las cosas fuera de lo normal nunca me sientan bien. A veces, si tengo un buen día, puedo echar la vista atrás y sonreír, pero en el momento nunca me sientan bien. El día que las tuberías reventaron y el fontanero tuvo que entrar en mi piso, sufrí el mayor ataque de pánico que había tenido jamás.
Aún no sé cómo sobreviví.
Me lo pregunto esta tarde porque, de momento, estoy bien. En cierto modo me encuentro a la espera de que un ataque de pánico me sobrevenga más tarde, justo cuando esté menos preparada, pero de momento todo va sobre ruedas y me siento bien.
Acababa de comer cuando llamaron a la puerta.
Me quedé paralizada, todo mi cuerpo se tensó. Creo que ni respiraba. El timbre de la puerta no había sonado, así que o era alguien del edificio o habían vuelto a dejar la puerta abierta. Daba igual: aunque mi vida dependiera de ello, mi cuerpo no me iba a permitir moverme ni un centímetro. Noté que las lágrimas rodaban por mis mejillas.
Otro golpeteo, ligeramente más fuerte. Nunca nadie había llamado antes a la puerta de mi piso.
Veía perfectamente la puerta desde donde estaba sentada en el sofá, con la mirada clavada en ella y en la mirilla. La luz del pasillo, que normalmente brillaba a través de esta última como un pequeño faro, estaba tapada por quienquiera que estuviera al otro lado y lo único que podía ver era un punto redondo de oscuridad. Miraba con una concentración tan brutal que era casi como si pudiera distinguir su corpulenta silueta a través de la sólida madera, y contuve el aliento hasta que la cabeza casi me estalló y empecé a sentir un hormigueo en los dedos.
Luego oí unos pasos que se alejaban, que subían las escaleras en lugar de bajarlas, y el sonido de la puerta del piso de arriba abriéndose y cerrándose.
Así que era él. El hombre de arriba.
Lo había visto ir y venir unas cuantas veces, desde la ventana de la sala. Una vez entró justo cuando yo estaba a punto de salir del piso para ir a trabajar. Me di cuenta de que la puerta delantera estaba firmemente cerrada, lo que me hizo sentir un poco mejor aunque, por supuesto, aun así tuve que comprobarla. La bici aún no había hecho acto de presencia en el pasillo y tampoco la había visto en el jardín, así que era posible que, al final, tuviera el coche aparcado fuera.
Parecía entrar y salir a horas dispares. La señora Mackenzie era reconfortantemente predecible, ya que no salía para nada, al menos que yo supiera. Aparecía en la puerta del piso 1 la mayoría de las tardes cuando yo llegaba a casa, me saludaba y volvía a entrar. Oía el sonido de su televisor, que ascendía y se filtraba entre las tablas del suelo. Puede que para otras personas aquello supusiera un problema, pero no para mí. A mí me gustaba.
Y ahora, en el piso de arriba, don Impredecible.
Me preguntaba qué demonios querría. Eran casi las nueve, una hora no muy apropiada para una visita de cortesía. ¿Necesitaría ayuda?
Al cabo de un rato, cuando mi respiración se había calmado y vuelto a la normalidad, me planteé si debería ir arriba y llamar a su puerta. Me sorprendí a mí misma reproduciendo la conversación en mi cabeza:
«Hola, ¿has llamado? Estaba en la ducha…».
No, eso no colaría: ¿Cómo iba a saber que era él?
Una vez más, oí cómo mi mantra me venía sin querer a la cabeza: «Esto no es normal. Así no es como piensa la gente normal».
A la mierda todo, ¿qué coño significaba «normal», de todos modos?