Jueves, 18 de diciembre de 2003
—¡Catherine, cariño! —Sylvia abrió de par en par la puerta de la casa de Maggie, dejando bien claro que ella era la anfitriona, aunque en realidad ya no viviera allí, y me atrajo hacia sí para darme un fuerte abrazo.
Al tiempo que miraba deliberadamente por encima de mi hombro.
—Lo han retenido —dije, a modo de explicación—. Lo siento. Espero que llegue pronto.
—¿Que lo han detenido? —preguntó—. ¿Ha robado las joyas de la corona, o algo así?
Me eché a reír.
—Probablemente.
Entré en la sala y saludé a todo el mundo. Claire y Lennon estaban en el sofá y Lennon parecía ligeramente incómodo con Claire tumbada en su regazo, con las piernas sobre el brazo del sofá; él permanecía allí sentado, totalmente rígido, mientras ella se reía escandalosamente de algo que Louise había dicho.
—¡Catherine! Por fin —dijo Louise, levantándose del suelo, donde estaba sentada, estirándose con un movimiento ágil. Me dio un beso en la mejilla—. Claire ya está como una cuba.
—Claire, no aguantas ni un asalto.
—Lo sé, lo sé —dijo con lágrimas en las mejillas de tanto reírse—. En serio, Lou, no me hagas esto, casi tengo un momento Tena.
Todavía sentado con rigidez bajo el trasero de Claire, Lennon abrió los ojos de par en par.
—¿Y dónde está él? —preguntó Charlie. Charlie era un rollo pasajero de Lou, todos pensábamos que era un poco demasiado cerebral para ella, con su pelo largo, su conciencia y su tabaco de liar.
—Lo han retenido —repetí—. Dijo que no lo esperáramos.
—¿Lo habríamos esperado? —dijo Charlie—. La verdad es que lo dudo.
«Eres un gilipollas», pensé, pero no dije nada.
Max, el marido de Maggie, estaba en la cocina discutiendo con ella sin demasiada sutileza sobre cuánto cilantro tenía lo que fuera que hervía en el hornillo de la cocina Aga.
Los saludé a ambos con un beso y continuaron riñendo alegremente como si yo no estuviera allí.
Stevie apareció, procedente del baño.
—A ver, ¿dónde está el nuevo? —preguntó, mientras me besaba en ambas mejillas.
—Por Dios, chicos, en serio. No lo freiréis a preguntas cuando venga, ¿no?
—Depende de lo apetitoso que sea —dijo Sylvia, al tiempo que me tendía una copa de vino del tamaño de un frutero.
Como deferencia al gusto por el monocromatismo de Maggie, llevaba una falda de estampado de cebra y, debajo de ella, unas medias de rejilla fucsia que solo alguien con las piernas de Sylvia podría permitirse. La temática del blanco y el negro empezaba y acababa con la falda, sin embargo, porque la parte de arriba tenía varios tonos de morado y rosa. Como siempre, estaba impresionante.
Stevie era uno de los varios amigos con derecho a roce de Sylvia, particularmente mi favorito, y me alegraba de que estuviera allí. Al parecer estaba casado, pero se tiraba a cualquiera que le llamase la atención, al igual que su mujer, Elaine. Le echaba un buen polvo a Sylvia cada dos meses, más o menos, y entre polvo y polvo a veces también salían a divertirse por la ciudad con la ropa puesta. Elaine había salido con nosotros alguna que otra vez. Te morías de la risa con ella. Una vez, Sylvia me contó que se había despertado tras una noche especialmente salvaje en la ciudad en medio de la cama de matrimonio de Stevie y Elaine, hecha un ovillo entre ambos.
El timbre sonó y todos me miraron, expectantes. Les dirigí a todos una mirada que decía que, por favor, se comportaran, pero cuando abrí la puerta de la entrada vi que eran Sam y Sean.
—Vaya, ¿no ha venido? —dijo Sam cuando llegó al salón.
—No me jodáis —dije—. En serio, ¿queréis pasar un poco del tema, chicos?
Lamenté haber dicho aquello en el momento de soltarlo. ¿Por qué estaba tan tensa? Eran mis mejores amigos, al menos las chicas, gente con la que, prácticamente, había pasado toda la vida. Llevábamos años tonteando con las relaciones, demasiado tiempo, y si alguno de ellos hubiera aparecido en casa de Maggie con alguien remotamente serio, probablemente yo también habría sentido tanta curiosidad como ellos.
—Sylvia —dijo Sam—, ¿esa cosa es de cebra de verdad?
—Claro que no, cariño, me la compré en Harrogate.
—Si tiene pelo.
Maggie hizo lo que pudo para retrasar la cena, pero después de media hora Max empezó a refunfuñar, así que todos nos sentamos hablando a la vez y empezamos a pasarnos pan, vino, cucharas y cuencos de verdura. Yo me senté tristemente en silencio al lado del único sitio vacío, echándome cucharadas de comida en el plato y deseando ser otra persona.