Domingo, 16 de noviembre de 2003

Al final no fue en el River, sino otra vez en el gimnasio.

El viernes por la noche había sido un poco patético, la verdad. Demasiadas noches seguidas saliendo sin tiempo para recuperarme. Todo aquello me estaba pasando factura y me sentía cansada, irracionalmente abatida y en absoluto dispuesta a ir a la caza de porteros sexis. Después de tres copas en el Pitcher and Piano y otras dos en el Queen’s Head, ya no podía más. Sam me miró como si estuviera bromeando cuando le dije que me iba a casa. El sábado lo pasé recuperándome, viendo películas en el sofá.

El domingo por la mañana me levanté a las diez y, por primera vez en semanas, me sentía como nueva. Allá fuera brillaba el sol y el aire era fresco y vigorizante, perfecto para ira a correr. Eso sería lo que haría, luego iría a comprar algo de comida sana y me acostaría temprano.

Unos cuantos pasos sobre el pavimento helado echaron por tierra aquel plan. Así que metí ropa limpia en la bolsa y conduje cuatro kilómetros hasta el gimnasio.

Esa vez lo reconocí antes de que me viera. Estaba de pie al lado de la piscina, ajustándose las gafas de nadar. Sin molestarme en preocuparme por si podría ver a través de la cristalera el sitio desde donde me lo estaba comiendo con los ojos, observé cómo se metía en el agua y se alejaba del borde nadando a crol, con un estilo sereno y fluido. El agua apenas se movía mientras se deslizaba por ella. Lo vi hacer dos largos, hipnotizada por su ritmo, hasta que alguien estuvo a punto de caerse encima de mi bolsa del gimnasio y rompió el hechizo.

Una vez en los vestuarios, guardé la bolsa en una taquilla, saqué el reproductor MP3 y lo sujeté con la correa al brazo. Mientras iba hacia la sala de musculación, me miré en uno de los espejos. Tenía las mejillas encendidas y mi mirada me hizo pararme en seco. «Madre mía», pensé, incapaz de borrar aquella sonrisa tonta de la cara, «es sexy a rabiar».