Viernes, 27 de febrero de 2004
El viernes por la noche, a las nueve, Lee y yo estábamos en el centro de la ciudad. Me había prometido que más tarde podríamos ir a The Red Divine y quedar con las chicas, que también habían salido.
Nunca antes había deseado tanto que llegara una noche y la había temido en igual medida. Finalmente iba a ver el interior de The Red Divine, iba a pasar una noche bailando y bebiendo y hablando con mis amigas, y al mismo tiempo Lee iba a estar pegado a mí todo el rato. Quería estar con él, pero no esa noche.
Cuando llegamos al club ya eran más de las once. A pesar de la cola que serpenteaba casi hasta la esquina de Bridge Street, el portero vio a Lee y nos hizo una señal para que entráramos por la puerta VIP. De camino se produjeron innumerables apretones de manos y palmadas en la espalda y saludos en general entre Lee y los cinco o seis gorilas trajeados que trabajaban en la puerta. Yo mantuve la boca cerrada y me quedé diligentemente a un lado, helada y temblando.
Por alguna razón, no había habido ninguna discusión sobre lo que me iba a poner esa noche. Elegí un vestido negro corto con tirantes finos y un adorno de brillantes en los bajos. Él lo miró y dijo: «Puedes ponértelo siempre y cuando lleves medias». Me pareció bien, de todos modos hacía demasiado frío para ir sin ellas.
Me quité la chaqueta y la dejé en el guardarropa. Lee había regresado para hablar con alguien más en la puerta, un hombre más bajo con barba que acababa de llegar. Pensé que debía de ser el dueño; había visto su foto en el periódico. ¿Barry? ¿Brian? Algo así.
Me planteé atravesar las puertas de espejos, más allá de las cuales todo parecía ser ruido, luces y aire caliente, buscar a las chicas, pedir una copa y empezar a relajarme sin él, pero pronto cambié de idea. Sería mejor que esperara.
Al cabo de un rato vino a recogerme, me cogió del brazo, me dio un beso en lo alto de la mejilla y me guio a través de aquellas hermosas puertas de espejo.
El club era grande, pero aparentemente íntimo, había varias salas con pistas de baile y barras escondidas en extraños lugares, lo que implicaba que, aunque el local era enorme y estaba lleno de gente, resultaba curiosamente acogedor. Habían conservado gran parte de la estructura de la iglesia, había algunos bancos pegados a las paredes, arcos que conducían de una zona a otra y, como Sylvia había dicho, una vidriera gigante iluminada que daba a una de las barras. Más allá, el espacio se abría bruscamente en lo que en su momento debió de haber sido la nave y el DJ ocupaba el sitio del altar. La sala estaba inundada de un sonido y unas luces fantásticas, y de gente bailando; sobre sus cabezas dos trapecistas dejaban un rastro de tela de seda roja que se podía tocar con la mano, mientras dos bailarines con monos rojos y cuernos se balanceaban adelante y atrás, siguiendo con una precisión increíble el ritmo principal. Alrededor de la parte superior de aquel espacio emergían balcones entre los arcos de piedra, donde la gente estaba con sus copas apoyada en barandillas cromadas, observando a los que bailaban abajo.
Mientras nos abríamos camino entre la multitud de cuerpos, el corazón me latía al ritmo de la música. Busqué y busqué a las chicas. Lee no me soltó la mano hasta que llegamos a una de las tranquilas barras, donde pidió dos copas mientras yo le daba la espalda, deseando ir a buscar sitio para bailar y relajarme.
Noté un golpecito en el hombro: era Claire, por fin. Le di un abrazo.
—Esto es genial, ¿verdad? —dijo, gritándome al oído.
—¡Y que lo digas! ¿Dónde está Louise? —respondí también a gritos.
Claire se encogió de hombros y señaló vagamente hacia la pista de baile principal.
—¿Dónde está Lee? —gritó.
Señalé detrás de mí, hacia la barra. Él había visto a Claire y le estaba haciendo con las manos señales de «¿Quieres una copa?».
Ella negó con la cabeza y levantó una botella con una pajita que sobresalía por la parte superior.
—Es una monada, ¿verdad? —me dijo a gritos al oído.
Poco después, llegó con las copas. Yo me tomé casi la mitad de la mía al momento, le pasé el vaso a Lee y cogí a Claire de la mano.
—¿Bailamos?
Lo miré para pedirle permiso. No estaba sonriendo, pero tampoco dijo nada. Sabía que estaría observando todos mis movimientos.
Claire y yo nos abrimos camino por la pista principal. Bailar hizo que me sintiera mejor. Por una fracción de segundo, después de un par de canciones, hasta olvidé que Lee estaba ahí. Por un momento, volví a estar sola, las cosas volvieron a ser como antes, cuando podía bailar como quería, hablar con cualquiera, ligar, charlar y beber hasta apenas poder mantenerme en pie, si eso era lo que me apetecía.
Entonces alcé la vista hacia los balcones y ahí estaba, casi invisible con su traje negro en el sombrío hueco, iluminado fugazmente por las luces antes de volver a sumirse en la oscuridad. Habría preferido que estuviera hablando con alguien, echando un vistazo general a la sala, o al menos que tuviera pinta de estar divirtiéndose. Pero se limitaba a clavar la vista… en mí.
Le dirigí una sonrisa que no me devolvió. Puede que en realidad no estuviera mirándome a mí.
Empecé a sentirme un poco intranquila.
Louise, que nos había encontrado en la pista de baile, me estaba observando. Me cogió del brazo y me gritó algo al oído, pero no oí ni una palabra por el volumen de la música.
Aunque no fue necesario, porque de repente, detrás de mí, alguien me agarró por la cintura y empezó a frotarse de forma provocadora contra mi espalda. Me llevé un susto tremendo, miré hacia atrás por encima del hombro y vi que era Darren, uno de los amigos del trabajo de Louise con el que había tenido un pequeño rollo el año anterior. Me besó fugazmente en algún sitio sobre la oreja y parecía encantado de verme, pero su sonrisa se desvaneció en cuestión de segundos cuando me vio la cara.
Logré esbozar una sonrisa, me alejé un poco de él y seguí bailando. Darren continuó bailando cerca de nosotras, lo cual, teniendo en cuenta lo abarrotada que estaba la pista de baile en aquel momento, era en realidad muy cerca. Cuando me sentí con el coraje suficiente, levanté la vista hacia el balcón.
Había desaparecido.
Por un momento me pregunté si aquella sería mi oportunidad.
—Lou —grité—, ¿dónde está el baño?
—¿Qué? —Hizo bocina con una mano detrás de la oreja como si sirviera para algo.
La cogí de la mano y empecé a tirar de ella para sacarla de la pista de baile conmigo hacia el extremo, pero ya era un poco tarde. Entre la multitud de cuerpos que me presionaban por todos lados, de pronto sentí que alguien me tocaba de forma demasiado íntima, un brazo que se enroscaba como una serpiente alrededor de mi cuerpo, una firme mano que se posaba en mi pecho, echándome hacia atrás, un aliento cálido en la nuca, de repente su lengua en mi piel, su voz alta y aun así apenas audible en mi oído.
—¿Adónde vas?
Louise me soltó la mano mientras la inercia de los bailarines la volvía a meter en la multitud, mientras yo bailaba un momento con mi amante, que seguía agarrándome desde atrás, lo que me impedía verle la cara. A pesar de todos los cuerpos que había alrededor, sentía cada parte del suyo contra mí, lo conocía a la perfección. Eché la cabeza hacia atrás para recostarla sobre su hombro y con la mano que tenía libre me separó el pelo del cuello para poder besarme y morderme. Mi largo cabello se enredó en su puño como una gruesa cuerda negra que me echaba la cabeza hacia atrás para dejar más piel a la vista, hasta que lo único que pude ver fueron las luces giratorias que se movían por el techo abovedado allá en lo alto. Los trapecios gemelos que iban y venían zumbando me hicieron sentir como si estuviera dando vueltas.
Las rodillas me empezaron a fallar. Lee me arrastró fuera de la multitud, hacia un pasillo estrecho, a un rincón oscuro. La gente iba de aquí para allá, gritando por encima del ruido, riendo, ignorándonos por completo. Me empujó contra la pared con toda su corpulencia, ahuecando una mano sobre mi mejilla mientras me besaba. Con la otra me sujetaba ambas muñecas sobre la cabeza, presionándome contra la áspera pared de piedra. Noté que se me clavaba algo y me revolví contra él. Él me apretó con más fuerza las muñecas. No quería que me besara. Sentía claustrofobia y pánico.
—Chúpamela —me dijo en voz baja, contra el cuello.
—No —dije en voz tan baja que no me oyó.
Intentó que me pusiera de rodillas, pero me resistí. De repente su mano se volvió firme sobre mi mejilla y me iluminó con la luz de la otra sala.
—No me encuentro bien —grité.
Me miró, incrédulo.
—Creo que necesito vomitar —dije.
Debió de creerme, porque me llevó por el pasillo donde estaban los baños y me soltó tan bruscamente que la inercia me lanzó contra la puerta.
Allí dentro había un silencio sorprendente, la música era solo un martilleo grave que venía de muy lejos. Estaba lleno de chicas que se arremolinaban alrededor de los espejos y los lavabos, sirviéndose crema hidratante de los botes, a pesar del aire húmedo.
El cubículo del fondo estaba libre y entré en él dando traspiés, cerré la puerta y eché el pestillo. Me senté y me eché a llorar. Me temblaban las piernas. Me doblé sobre las rodillas en una tensa bola y lloré mientras me mecía.
Pasaron varios minutos, o puede que fueran segundos. Deseaba estar en cualquier otro lugar del planeta menos allí. Cogí un poco de papel de baño del dispensador y me limpié las mejillas, observé el rímel negro, el lápiz de ojos y la humedad, observé la forma en que me temblaba la mano que tenía colgando. ¿Qué me pasaba? ¿Cuándo había empezado todo a ir tan mal?
—¡Catherine! —oí la voz de Louise, gritando, y luego unos golpecitos en la puerta del cubículo—. ¿Estás ahí, cielo? Déjame entrar. ¿Estás bien?
Extendí la mano, abrí el pestillo y ella entró, me vio la cara y cerró de nuevo la puerta tras ella. Se agachó a mi lado en el baño, me cogió la mano entre las suyas y la sujetó, intentando que dejara de temblar.
—¿Qué pasa, cielo? ¿Cuál es el problema?
—No me… No me siento bien —dije, echándome a llorar de nuevo.
Me envolvió en sus brazos y hundí la cara en su pelo. Olía a perfume, a laca y a sudor. Yo la quería y deseaba que fuera Sylvia al mismo tiempo.
—No pasa nada, no pasa nada —canturreó, meciéndome con suavidad. Cogió un poco más de papel de baño y me limpió la cara—. ¿Quieres que vaya a avisar a Lee? ¿Que le diga que te lleve a casa?
Negué con la cabeza con tal fuerza que el cubículo empezó a girar a mi alrededor.
—No —dije—. Estoy bien. Solo necesito un minuto.
Me retiró el pelo de la cara, intentando que la mirara a los ojos.
—¿Qué pasa, cielo? No eres tú misma, está claro. ¿Qué sucede?
—Todo está yendo mal —logré decir antes de que las lágrimas volvieran—. No puedo… más.
Otro golpe en la puerta.
—¿Lou? Soy yo. Dejadme entrar. —Era Claire.
Louise abrió la puerta y Claire entró también, apretándose detrás de la puerta para volver a cerrarla. Éramos tres apretujadas en un cubículo para uno. Cómo había pasado el tiempo. El hecho de pensar que estaba ahí de vuelta con mis chicas me hizo esbozar una débil sonrisa.
—¿Lo ves? Eso está mejor —dijo Claire—. Solo me necesitabas a mí, ¿no, amor? Louise, eres un desastre. Ven aquí, cielo. —Apartó a Louise de un codazo y me envolvió en uno de sus orgullosos pechos extragrandes cien por cien naturales hasta que, literalmente, no pude respirar.
—Déjala, se está asfixiando, ¿no lo ves?
Al final, acabamos las tres casi echándonos unas risas. Yo había dejado de llorar y ya no tenía náuseas. Nos dimos un abrazo de grupo, abrimos la puerta y salimos en manada.
—Necesitamos unos retoques —dijo Louise, rebuscando en su diminuto bolso el maquillaje de emergencia. Ambas se quedaron mirando mi desastre de cara.
—¿Qué pasa? —preguntó Claire—. Sabes que puedes contárnoslo. Sea lo que sea, cielo. Lo superaremos, ¿a que sí?
—Es que… No lo sé. No estoy segura. El trabajo es un poco mierda, últimamente. Estoy cansada todo el rato. No duermo demasiado bien. Bueno, y Lee… No estoy segura de lo de Lee.
—¿Qué son esas marcas?
Claire me había cogido las manos y estaba observando las marcas rojas que tenía en las muñecas bajo la fría luz del techo. En el punto en que me había apretado contra la áspera piedra había algunos arañazos largos y pequeños puntitos e hilos de sangre.
—No lo sé —respondí—, debo de haberme arañado.
Louise y Claire intercambiaron sendas miradas durante una fracción de segundo mientras yo me quedaba allí quieta, dejando que Louise me pintara con lápiz de ojos la parte inferior de los párpados.
—Así: tan guapa como siempre —dijo al cabo de un rato y me giró hacia el espejo.
Por un momento no me reconocí a mí misma.
—Vamos, Lee se estará preguntando qué hacemos aquí dentro —dijo Claire—. Le dije que solo iba a entrar para buscaros.
—¿Está esperando? —pregunté.
—Sí, está ahí fuera. Fue a buscarme. Me dijo que te encontrabas mal.
—Ah. —No me moví.
—Tienes mucha suerte con él, Catherine —dijo Claire, volviendo a darme un abrazo—. Está buenísimo y está claro que te quiere mucho. Ojalá encontrase a alguien como él.
—Es un poco… intenso, a veces —dije.
De repente el baño volvía a estar lleno de mujeres que se empujaban las unas a las otras alrededor del lavabo, mientras se gritaban.
Louise me dio un beso en la mejilla.
—¿No es lo que siempre hemos querido? ¿Alguien que nos mire directamente a los ojos? ¿Alguien que espere en la puerta del baño a que volvamos? Estamos demasiado acostumbradas a todo lo contrario de la intensidad, Catherine. Estamos demasiado acostumbradas a tíos que no valen una mierda. Tú tienes a alguien que no solo merece la pena, sino que eres total y absolutamente su prioridad número uno. Para él no existe el mundo más allá de ti. ¿Tienes idea de lo increíble que eso es? ¿Encontrar a un tío así?
No tenía respuesta para aquello, desde luego, pero no necesitaban ninguna: ya se estaban abriendo camino entre las lentejuelas, los tacones y los minivestidos negros para ir hacia la puerta donde, como habían dicho, él estaría esperando.
Esbocé la mejor sonrisa que pude, puse un pie delante del otro y empecé a pensar en lo que podría pasar más tarde y en cómo podría minimizar los daños.