Lunes, 7 de diciembre de 2003
Al final llegué a casa a las siete menos cuarto. Me retrasé porque tuve que ocuparme de un procedimiento conciliatorio contra un miembro del equipo de la oficina de Londres del que, no sé por qué, acabé siendo responsable.
La mesa estaba totalmente puesta, había vino, Lee trajinaba en la cocina y todo estaba impoluto. No tenía ni idea de cómo hacía eso, cocinar sin ir acumulando platos sucios. Me besó en la mejilla. Además de estar haciendo la cena, acababa de salir de la ducha y tenía la mejilla húmeda, afeitada y perfumada.
—Siento llegar tarde —dije.
—No pasa nada. Ya está listo. Siéntate.
Esta vez había pollo picante con ensalada, hierbas aromáticas frescas, pan caliente y Sancerre frío.
—He hecho unas cuantas llamadas —dijo mientras masticaba—. No hay problema para lo del jueves. Puede que vaya un poco justo de tiempo, así que seguramente será mejor que nos veamos allí.
—Ah. Vale.
Se hizo el silencio mientras bebía.
—¿Estás segura?
—¿De qué?
—De que quieres que conozca a tus amigos.
—Claro. ¿Por qué no iba a estarlo?
Se encogió de hombros, mirándome fijamente.
—Me cuesta mucho. Conocer gente. Solo para que lo sepas.
—No me pareces del tipo de persona que tiene problemas para relacionarse con la gente.
—Entonces es que aún no me conoces demasiado bien.
Hubo un largo silencio.
—Me gustaría saber a qué te dedicas —dije.
Dejó de comer y me observó durante un buen rato.
—Ya lo sabes casi todo —dijo—. Trabajo en el sector de la seguridad.
—Eso podría ser cualquier cosa. Estoy preocupada.
—No tienes por qué preocuparte —dijo en tono amable—. Simplemente tengo que tener cuidado, eso es todo. Es mejor para ti no saber nada.
—¿No confías en mí?
Sus ojos se nublaron.
—Yo podría preguntarte lo mismo.
Llegados a aquel punto, cedí.
—Oye, no tenemos por qué ir. A casa de Maggie, me refiero. En serio. Si prefieres que no…
—No hay problema —dijo—. Iremos.
—Lee, solo es una cena. No es ninguna prueba.
Él siguió masticando y después bajó el cuchillo y el tenedor.
—¿Postre?
El postre resultó consistir en fresas de invernadero y moscatel que comimos y bebimos en la cama. Él no volvió a hablar sobre la cena en casa de Maggie ni sobre su trabajo, y yo tampoco. Me perdí en su sabor, en la sensación de sus manos calientes sobre mi piel desnuda, consciente de que al día siguiente por la mañana él se habría ido y yo volvería a estar sola.