Sábado, 17 de enero de 2004
La fiesta de Sylvia era en el Spread Eagle, uno de nuestros bares favoritos, que había sido el escenario de muchas grandes noches a lo largo de los años. Sylvia había tenido un rollo visto y no visto con el jefe, más bien no visto que visto, pero habían logrado seguir siendo amigos entre discusión y discusión.
Cogimos un taxi hasta allí y Lee estaba de mal humor.
—Oye, no tenemos que quedarnos mucho rato si no te gusta. En serio. Solo un par de horas, ¿vale?
—Ya, lo que tú digas.
Si no hubiera sido por lo guapo que estaba, lo habría mandado a la mierda. No era capaz de decidir si lo prefería con traje, afeitado y oliendo divinamente o en vaqueros y con necesidad de un baño. Esa noche estaba entre los dos extremos, llevaba vaqueros y una camisa azul marino que hacía que sus ojos fueran más brillantes y azules que nunca, y —al menos— estaba limpia. Mientras íbamos hacia la puerta, abriéndonos paso entre el barullo que venía del interior, me agarró de la mano y me la apretó.
Y todo por ese estúpido vestido.
Cuando salió de la ducha, después de haberse secado con la toalla y completamente desnudo, entrando lentamente en mi habitación con ese aire arrogante de confianza que solo un hombre con su físico podía transmitir, yo estaba serpenteando para meterme en el vestido de terciopelo negro.
—¿Te vas a poner eso?
Deslizó las manos alrededor de mi cintura, presionando todo su cuerpo contra mí.
—Obviamente —respondí, divertida.
—¿Y por qué no el rojo?
—Porque solo vamos a ir al Spread Eagle. Es un bar. Y tampoco es muy pijo. No puedo llevar un vestido rojo de satén, iría demasiado arreglada.
Enterró la cara en mi cuello y pasó la lengua por mi piel, respirando en mi oreja y haciendo que se me pusiera de punta todo el vello del cuerpo.
—Ponte el rojo —dijo en voz baja.
—Lee, no puedo. En serio. ¿Qué tiene de malo este?
—No tiene nada de malo. Es precioso. Tú eres preciosa. Pero te queda bien el rojo.
—También me queda bien el negro —dije, contemplando nuestro reflejo en la puerta con espejo del armario—. ¿No?
Me pasó la mano por la parte de arriba de la pierna y me la acarició hacia la parte delantera, lo que hizo que me derritiera. Luego me subió con la otra mano el vestido y, antes de que me diera cuenta, me había tirado sobre la cama y había vuelto a quitarme el vestido por la cabeza. Caí de espaldas sobre el edredón, riendo, mientras me hacía pedorretas en la barriga desnuda y se peleaba con las mangas para quitármelas.
Dejé que me desnudara. Le permití que dedicara toda su atención a mi cuerpo durante otra media hora y, cuando se vistió y bajó, volví a ponerme el vestido negro y estuve lista justo cuando el taxi llegó. No me habló en todo el camino hasta el bar.