Jueves, 25 de diciembre de 2003

Me sonó el móvil cuando todavía estábamos enredados el uno en el otro. Me resultó sencillo silenciarlo, concentrándome en el cuerpo de Lee y en su ritmo. Él hizo una mueca y me di cuenta de que estaba tenso, distraído.

—Puto teléfono —murmuró, pasándose una mano por la frente.

—No te preocupes —dije—. Déjalo. No pares.

Aquello le cambió el humor. Me separó violentamente, me agarró del pelo y me hizo girar sobre mí misma para ponerme boca abajo. Grité por aquel repentino dolor, pero a él le dio igual y me penetró abruptamente por detrás. Yo me resistí, pero él me tiró de la cabeza hacia atrás y siguió, con más fuerza.

Solo duró un minuto más. Oí el ruido que hacía cuando se corría, luego se desembarazó de mí y se levantó de la cama inmediatamente, entró en el baño y cerró la puerta tras él con tal fuerza que la ventana tembló.

El cuero cabelludo me hormigueaba en el sitio donde me había tirado del pelo mientras permanecía tumbada, escuchando cómo el corazón me latía en el pecho. ¿De qué coño iba todo aquello? Oí el sonido de la ducha.

Cuando el teléfono volvió a sonar, respondí.

—¡Cariño! Feliz Navidad —era Sylvia.

—Hola, amor, ¿cómo estás?

—No lo suficientemente borracha. ¿Y tú?

—Solo son las doce y media —dije, mirando el reloj—. ¿Ya has empezado?

—Claro. No me digas que aún estás en la cama.

—Podría ser.

—Bueno —dijo enfurruñada—, probablemente yo también lo estaría si tuviera a Lee para hacerme compañía.

—Todo tuyo —le dije—. Esta mañana está de mala leche.

—Hum —respondió—. ¿Quieres que me pase por ahí y le dé unos azotes para que aprenda?

—No, no te preocupes —dije, riéndome solo con imaginármelo—. ¿Qué vas a hacer?

—Pues ya sabes, cosas… Mi madre quiere que la ayude a preparar la comida. Quiero salir y estrenar mi ropa nueva. Lo mismo de siempre.

Colgué unos minutos después y me puse unos vaqueros raídos, una sudadera y unos calcetines calentitos. Abajo la cocina estaba hecha un desastre, llena de migas de pan tostado y bolsitas de té usadas en el fregadero.

Estaba en plena limpieza, cantando los villancicos que sonaban en la radio, cuando Lee bajó. Solo llevaba puestos unos vaqueros. Tenía el torso tenso y la piel húmeda. Me agarró, me rodeó la cintura con los brazos y me sobresaltó.

—¿Estás bien? —pregunté.

Él enterró la cara en mi cuello.

—Sí —dijo—. Salvo por lo de ese puto teléfono. ¿Quién era?

—Sylvia.

—Debí suponerlo.

—Me has hecho daño, ¿sabes?

Me volví en el círculo de sus brazos para mirarlo de frente.

—¿A qué te refieres?

—Me has tirado del pelo y me ha dolido mucho.

Sonrió de un modo extraño y me frotó la coronilla.

—Lo siento. ¿No te gusta hacerlo en plan duro?

Lo consideré.

—No lo sé —dije—. No así de duro.

Me soltó y retrocedió.

—A todas las mujeres les gusta hacerlo en plan duro —dijo—. Las que digan que no están mintiendo.

—¡Lee!

Pero él se echó a reír y se fue a la sala. Pensé que tal vez solo estaba bromeando, después de todo, que no lo pensaba de verdad. Pero el cuero cabelludo todavía me hormigueaba.