Miércoles, 12 de diciembre de 2007
Me desperté y, por un instante, no tenía ni idea de dónde me encontraba. Parecía estar enterrada bajo un montón de abrigos, como si hubiera habido una fiesta loca y hubiera caído en coma etílico en la cama del piso de arriba.
La impresión me hizo emitir un grito ahogado. Intenté ponerme de pie, pero me enredé en un montón de mantas y abrigos, me caí de rodillas en la alfombra con un estruendo y me levanté en el momento en que una figura entraba corriendo en mi campo de visión periférica. Aquello me hizo gritar, pero de verdad.
—¿Cathy?
Era Stuart. De un golpe de vista vi que solo llevaba puestos unos bóxer y que tenía el brazo malo en cabestrillo.
Era el salón de Stuart y yo estaba acurrucada en el sofá. Todavía llevaba puesta la ropa del trabajo; la falda y la blusa estaban terriblemente arrugadas, según parecía, y mis zapatos, tirados de lado en el suelo. También en el suelo había una manta de lana hecha una maraña, encima, mi abrigo negro de lana y la chaqueta marrón de Stuart, además de una especie de pesada cazadora para climas extremos de las que te pondrías para escalar una montaña.
El corazón me latía con fuerza y respiraba aceleradamente.
—¿Qué…, qué estoy haciendo aquí?
—No pasa nada —dijo él—. Te has quedado dormida. No quería despertarte.
El reloj de la pared de la cocina marcaba las seis y media y fuera empezaba a haber luz.
No recordaba haberme quedado dormida. Solo haber estado allí sentada en el sofá con Stuart, viendo un DVD de un cómico que él había visto cuando había estado en Australia, riéndome y luego llorando de tanto reír.
Mi respiración se ralentizó y mi corazón finalmente la siguió.
—Será mejor que me vaya —dije.
—Lo siento —se disculpó Stuart—. No pretendía asustarte.
Lo miré de arriba abajo. Seguía de pie en la cocina con los bóxer: debería sentirme agradecida porque no durmiera desnudo.
Cogí los zapatos y me los puse con dificultad, sin haber recuperado aún del todo el equilibrio. Rescaté el abrigo de entre la maraña de mantas y volví a amontonar el resto en una gran pila, sobre el sofá.
—Siento…, ya sabes…, haber montado este escándalo —dije finalmente—. ¿Qué tal el brazo? ¿Bien?
—Me duele muchísimo, la verdad. Me voy a tomar unas cuantas pastillas más ahora mismo.
—Será mejor que me vaya —repetí.
—Vale.
Me dejó salir y miré hacia atrás para echarle un último vistazo, pensando en que había sido una gilipollez de idea que no me hubiera despertado la noche anterior mientras que, al mismo tiempo, me lo imaginaba saliendo a todo correr de la habitación al oírme gritar.