Sábado, 22 de diciembre de 2007

Hoy ha hecho muy buen tiempo. Lo considero una señal. Y, por supuesto, es un día impar, lo que significa que salir a tomar una copa es una idea maravillosa.

Me estaba esperando cuando llamé a su puerta. Le sugerí avisarlo cuando estuviera lista, así no tendría que esperar otra media hora a que lo revisara todo. Había acabado con las comprobaciones y habían ido bien.

—¿Qué tal el hombro? —le pregunté.

—Mejor —dijo. No tenía puesto el cabestrillo—. Al menos las pastillas lo engañan.

High Street estaba aún abarrotada de consumidores que aprovechaban los últimos días de compras antes de Navidad, pero Stuart me llevó por una calle secundaria y luego por un estrecho callejón. Había un bar al final del pasaje con un nombre reconfortante: The Rest Assured. Fuera había una pizarra que anunciaba «buena comida» y Stuart me abrió la puerta.

Acababa de abrir y éramos los primeros clientes. El bar era pequeño, con dos hondos sofás al lado de una chimenea abierta que mordisqueaba un periódico hecho una bola, antes de atacar a los troncos que habían apilado cuidadosamente encima. Había luces de Navidad alrededor de la barra y un abeto de verdad en la esquina, decorado con gusto en color plata y blanco. Gracias a Dios, al menos allí no había villancicos.

Me pidió una copa de vino y me hundí en uno de los sofás, cerca del fuego. Saqué las manos para calentarlas, pero este todavía no despedía demasiado calor.

—Pareces cansado —le dije cuando se sentó frente a mí—. ¿Has dormido mucho?

—No demasiado, para ser sincero. Pero estoy acostumbrado. Cuando llego de trabajar, me suele costar quedarme dormido.

Bebí un trago de vino y sentí que se me subía a la cabeza casi instantáneamente. ¿Qué había en él que hacía que me sintiera lo suficientemente segura como para pensar en tomarme una copa?

—He estado practicando lo de la respiración profunda —dije—. Había un capítulo entero sobre ella en ese montón de cosas que me diste.

Stuart se inclinó hacia delante y puso su Guinness sobre la mesa, entre ambos.

—¿En serio? Eso promete. Solo tienes que practicar hasta que se convierta en algo natural y puedas hacerlo cuando lo necesites, sin pensar demasiado.

Asentí.

—Nunca se me ha dado muy bien relajarme, pero por ahora la cosa va bien.

Stuart levantó el vaso.

—Por un nuevo comienzo, entonces.

Se hizo el silencio. Estaba empezando a entrarme el sueño.

—¿Has tenido algún problema más con aquel jefe de ventas idiota? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Por suerte no lo he visto. No tengo ni idea de lo que le voy a decir cuando se crucen nuestros caminos, pero ya me preocuparé por ello cuando pase. —Me quedé pensando en ello un momento—. Nunca te he dado las gracias de verdad por… Bueno, ya sabes. Por quitármelo de encima. Y por ser tan honesto conmigo con las cosas. Si no hubiera pasado, probablemente estaría todavía hecha una piltrafa en algún sitio. Al menos tengo la sensación de estar progresando.

Él sonrió.

—No hay de qué. De todos modos, soy yo el que debería darte las gracias.

—¿A mí? ¿Por qué?

Él suspiró y me observó unos instantes como si estuviera valorando si decir lo que estaba pensando.

—No estaba en mi mejor momento anímicamente cuando me mudé. No quería irme de mi última casa, de hecho, pero no tuve más remedio. Sin embargo, en este edificio, no sé, me siento como en casa. Y creo que eso tiene mucho que ver contigo.

—¿Conmigo? Pero ¿por qué?

Él se encogió de hombros y me di cuenta de que parecía sentirse un poco incómodo.

—No tengo ni idea. Simplemente…, tengo ganas de verte. —Se echó a reír, claramente un poco avergonzado, y de pronto me di cuenta de que le gustaba. Es decir, le gustaba de verdad, y estaba intentando decírmelo sin asustarme.

Quería decirle que apenas me conocía, pero no era verdad. Sabía mucho más de mí que cualquiera de mis compañeros de trabajo, y ya no me quedaban amigos.

Con un hilo de voz que parecía salido de ultratumba, me oí decir:

—Me haces sentir segura.

El ambiente cambió un poco después de aquello. No sé si fue porque había bebido demasiado —casi una copa entera, por el amor de Dios— o por el hecho de que el bar de repente se llenara y la barra estuviera abarrotada de gente. Stuart se me quedó mirando durante largo rato y yo le sostuve la mirada.

Alguien vino a recoger los vasos y se rompió el hechizo.

—¿Otra copa? —preguntó Stuart y, aunque yo ya me estaba levantando para ir a buscar las bebidas, él me indicó que volviera a sentarme.

El sofá era cómodo, podría haberme quedado dormida en él fácilmente.

—¿Hay alguien aquí sentado? —preguntó una voz. Era una chica que iba acompañada por una señora. Madre e hija, de expedición de compras, a juzgar por las bolsas.

—Sí, pero pueden sentarse ahí, hay sitio —dije dando unas palmaditas en el sofá que había a mi lado, mientras me preguntaba cuánto tiempo podría aguantar antes de que tal exposición al público general me pasara factura.

Cogí la chaqueta de Stuart del sofá de enfrente y la doblé sobre el respaldo del sillón que estaba a mi lado. Tuve que luchar contra la necesidad de olerla y eso me hizo esbozar una sonrisa tonta. Madre mía, ya estaba borracha. Solo podía beber una copa más. Solo una más.

Stuart regresó tras lo que me pareció una eternidad, miró de refilón a las dos mujeres que estaban hablando sobre alguien llamado Frank y el terrible error que había cometido al dejar a Juliette, y se sentó a mi lado. No era un sofá grande.

Era una prueba, en realidad. Si podía hacer aquello, si podía dejar que se sentara tan cerca de mí, en público, si podía mantener una conversación —o algo por el estilo— con ese hombre al que apenas conocía todavía y que, aun así, instintivamente me gustaba y en el que confiaba, entonces tal vez pudiera pasar algo. En un futuro.

—¿Todo bien? —me preguntó.

«¿En relación a qué?», me gustaría decir, pero se refería al hecho de que estuviera sentada tan cerca de él que su muslo rozaba el mío. Quitando a Robin, que se había abalanzado sobre mí y a Stuart mientras me cuidaba durante el ataque de pánico, era la primera vez que tenía contacto físico con un hombre desde él.

—Estoy bien —respondí, preguntándome cuán coloradas tendría las mejillas—. Solo me preguntaba… Cómo es posible que me sienta tan… No sé. Solo cuando estoy contigo dejo de tener miedo. Me asusta todo el mundo. Cualquiera. Y, aun así, cuando tú estás, no tengo miedo. Y eso que no sé nada de ti.

Se bebió la mitad de la pinta de un trago y la dejó con decisión sobre la mesa, delante de él.

—Me alegro de que no tengas miedo cuando estás conmigo. No tienes por qué tenerlo. —Me cogió la mano y la sujetó. Observé mi mano dentro de la suya, preguntándome cómo era posible que siguiera teniendo las manos tan frías cuando el resto de mi ser experimentaba tal sensación de calidez y pensé, abstraída, que tenía las manos grandes y fuertes y las uñas cortas. Busqué el pánico, pero no estaba. El corazón me latía bastante rápido, pero no de miedo.

—En cuanto a lo de no saber nada de mí… Bueno, tengo que contarte algunas cosas. Hace tiempo que quiero hacerlo, pero no he tenido la oportunidad. Así que ahí van.

Yo estaba a punto de decir algo sobre el hecho de que nunca le dejaba meter baza cuando me veía, pero por suerte logré mantener la boca cerrada.

—Antes de mudarme aquí, vivía en Hampstead con mi novia, Hannah. En realidad era mi prometida, supongo, no mi novia. Creía que éramos felices pero, al parecer, no era así.

Se detuvo súbitamente y observó mi mano cerrada alrededor de la suya. Le di un pequeño apretón.

—¿Qué pasó?

—Salía con otro. Con un compañero de trabajo. Se quedó embarazada y abortó. Solo lo supe después de que sucediera. Fue… difícil.

—Es horrible —dije, y lo sentí, sentí el dolor que emanaba de él como una fragancia.

Me acarició suavemente con el pulgar la parte de arriba de la mano, lo que hizo que me estremeciera.

—Así que supongo que aún no estás demasiado preparado para otra relación, ¿no? —dije sin rodeos, intentando suavizarlo un poco con una sonrisa. «Nada como sacar el tema una misma», me dije. Dios sabía de lo que sería capaz con unas cuantas copas más.

Por suerte, me devolvió la sonrisa.

—Pues la verdad es que no. —Se terminó la pinta, volvió a mirar nuestras manos y dijo—: Aunque algo me dice que tú tampoco estás demasiado preparada.

Negué con la cabeza. Pensé y pensé sobre ello y finalmente lo único que pude decir fue:

—No sé si llegaré a estarlo nunca.

—¿Fue desagradable? —preguntó.

Asentí. Nunca había hablado de ello con nadie, aparte de con la policía. En aquel momento me ofrecieron asesoramiento, pero lo único que yo quería hacer era correr. Correr y correr rápido, sin volver a echar la vista atrás.

No se me pasó por la cabeza ni un instante que fuera a hablar de ello ahora, pero empezó a emerger de mis labios como si alguna otra persona lo estuviera diciendo y yo simplemente me encontrara allí recostada, escuchando.

—Me agredieron.

Se quedó un momento callado, antes de hablar.

—¿Encontraron a la persona que lo hizo?

Asentí.

—Está en la cárcel. Lo condenaron a tres años.

—¿Tres años? No es mucho.

Me encogí de hombros.

—Solo es tiempo, ¿no? ¿Qué más da tres años que treinta? Podrían no haberlo pillado nunca. Al menos me ha dado tiempo a escapar.