Miércoles, 23 de enero de 2008

El autobús avanzaba lentamente entre el tráfico del final de la tarde. Era de noche, pero la ciudad resplandecía con los escaparates de las tiendas y los semáforos, había destellos por todas partes que se reflejaban en las calles mojadas por la lluvia. Dentro del autobús el ambiente era cálido y húmedo, las ventanas estaban empañadas y olía a cientos de personas y a tapicería mugrienta.

No me gusta usar el teléfono en el autobús, pero me moría por llamarlo. Hablé en voz baja.

—Hola, soy yo.

Su voz sonaba muy, pero que muy lejana.

—¿Cómo ha ido?

—Bien. Bueno, la verdad es que ha sido difícil. Pero lo he hecho. Me va a mandar a Alistair. Y me ha dado unas pastillas.

—¿Qué son?

—No lo sé, tengo la receta en el bolso. Ha dicho que eran IS algo.

—ISRS. Inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina.

—Como se diga. Dijo que creía que tenía estrés postraumático, además de TOC.

—Eso es bueno.

—¿Ah, sí?

—Quiero decir que es bueno que crea eso. Yo también lo pensaba. Pero no es mi papel asesorarte.

—No. ¿Qué tal el trabajo? ¿Cómo ha ido la presentación?

—Bien, creo. De todos modos, ya ha pasado.

Nos despedimos.

El hombre del otro lado del pasillo me estaba observando. No se parecía ni remotamente a Lee, pero aun así me hizo sentirme inquieta. Era joven, con un pelo lacio toscamente recortado alrededor de las orejas y tenía postillas en la boca y en la nariz. Sus ojos vacíos con oscuros círculos debajo me miraban fijamente.

En la siguiente parada se bajó algo más de gente y me planteé salir del autobús y recorrer andando el resto del camino. El hombre del otro lado del pasillo se puso de pie también y, como pensé que iba a salir, me quedé donde estaba. En lugar de ello, se quedó de pie en el pasillo un momento hasta que el vehículo empezó a moverse de nuevo y luego se sentó en el asiento que estaba enfrente del mío.

Despedía un olor a moho, como cuando la ropa se queda húmeda en la lavadora un par de días. Tenía granos en la nuca y cada pocos segundos se sorbía la nariz, no para limpiarla, sino como si estuviera olfateando el aire.

En la siguiente parada me bajé. Creí que me seguiría, pero no lo hizo. Me quedé de pie en la parada del autobús bajo la lluvia, viendo cómo este se alejaba, observando al hombre a través de la ventana y aquellos ojos, que todavía estaban clavados en mí.