Jueves, 28 de febrero de 2008
Hoy he sufrido otro ataque de pánico.
No fue ni de lejos tan fuerte como otros que he tenido, y no creo que ningún ataque de pánico vuelva a ser tan fuerte como el que tuve el día de Nochebuena, cuando hablé por primera vez con Sam Hollands, pero justo cuando estaba empezando a pensar que aquellas pastillas estaban haciendo efecto y que estaba mejorando en lo que a la ansiedad se refería, sucedió algo que desequilibró la balanza.
Fui en autobús todo el camino hasta Park Grove, que quedaba justo a la vuelta de la esquina de casa. Di el rodeo habitual por el callejón de la parte de atrás y levanté un momento la vista hacia mis cortinas, para comprobar cada cuadrado de cristal de las puertas del balcón y asegurarme de que las cortinas pendían correctamente. Observé la cancela del jardín, sujeta a las bisagras. No cabía duda de que algún animal la estaba usando como lugar de paso: la hierba estaba machacada formando un sendero y había mechones de pelo grisáceo enganchados en la áspera madera. No parecía que hubieran forzado la puerta. Si alguien había estado en mi balcón, debía de haber saltado por encima del muro. Levanté la vista hacia él. Mediría bastante más de un metro ochenta de alto, era sólido y no parecía fácil trepar por él.
Me puse a pensar de nuevo en la señora Mackenzie y en lo que me había dicho de que había visto algo fuera. Tal vez se refería a que había visto algo que la había asustado y que eso le había hecho caer. Observé a conciencia sobre la cancela las ventanas del bajo y las puertas de su patio. No me pareció que les pasara nada. El piso de abajo estaba a oscuras, como lo habíamos dejado.
Stuart ya estaba en casa, arriba, preparando la cena. Yo fui a quitarme la indumentaria de trabajo y a coger ropa limpia para el día siguiente.
Comprobar la puerta de la calle sin la interrupción de la señora Mackenzie se me hacía raro, en cierto modo. No me había dado cuenta de hasta qué punto ella se había convertido en parte de aquel ritual en particular. Eso por no hablar del sonido de la televisión, ahogado por la puerta de su casa.
Esa noche, hacer las comprobaciones me pareció una lata, sobre todo porque Stuart estaba arriba y cada minuto que yo pasaba abajo, trasteando con mis puertas y mis ventanas, era un minuto desperdiciado.
Fui directamente a la habitación antes de que diera al traste con la comprobación. Hasta tardé un momento en darme cuenta.
Las cortinas estaban abiertas.
Al principio la sorpresa fue como un cubo de agua helada. Noté que el corazón empezaba a golpearme el pecho con tal fuerza que lo podía oír por detrás del rugido de la sangre en mis oídos. No fui capaz de respirar durante un momento, y luego empecé a respirar con rapidez y violencia. Llegué al punto de notar que la cabeza me daba vueltas hasta que me centré y empecé a respirar hondo. Lentamente. Inspirar, mantener y exhalar.
Es algo que se me da muy bien. Y la racionalización también. No ha entrado nadie. Estás a salvo. No ha entrado nadie, simplemente dejaste las cortinas abiertas la última vez que estuviste aquí. Respira. Respira hondo.
Estaba empezando a amanecer cuando me levanté. Esa mañana abrí las cortinas del cuarto de Stuart para dejar entrar la luz. La última vez que había estado en mi casa había sido… ¿Cuándo? ¿El lunes por la mañana? Todavía era totalmente de día cuando me fui del piso, cuando subí arriba para tener la cena lista antes de que él llegara de trabajar. ¿Y mientras estaba fuera, en el callejón, mirando hacia las ventanas, hacía solo unos minutos? ¿Entonces estaban abiertas? Traté de visualizarlas, pero no estaba segura. Había mirado hacia el balcón y luego hacia el piso de la señora Mackenzie. Ni siquiera recordaba haber mirado hacia la ventana del dormitorio. Seguramente me habría dado cuenta si las hubiera dejado abiertas, ¿no?
Las había dejado abiertas. Nadie había entrado allí, simplemente las había dejado abiertas. Era la única explicación posible.
Podría haber aceptado aquello, que aún había luz y que por eso no había cerrado las cortinas, si no fuera por el hecho de que todas las otras cortinas del piso —a excepción de las del balcón, que estaban abiertas exactamente lo justo— estaban cerradas.
Quizá ni siquiera había estado en mi dormitorio el lunes por la mañana. ¿Había comprobado el piso adecuadamente el lunes? ¿O tenía tanta prisa que me había saltado el dormitorio y las cortinas estaban abiertas desde la última vez que había estado allí? Intenté hacer memoria y recordar qué había hecho el lunes, pero me liaba con el miércoles y el lunes anterior. Seguí respirando hasta que empecé a sentir que podía moverme. Fui hacia las cortinas y me quedé mirando un rato el jardín, para ver si había algo diferente. Los narcisos crecían caprichosamente fuera de los parterres y la hierba estaba demasiado alta. Nada parecía diferente ni fuera de lugar en el jardín. Nada de qué preocuparse.
Comprobé la ventana, palpando todo el perímetro. Allí tampoco había nada raro. Cerré las cortinas y me cambié, diciéndome a mí misma todo el rato que era tonta, que era estúpida. Los vaqueros estaban sobre la cama, doblados exactamente como yo los había dejado. Me los puse y busqué una camiseta limpia. Del armario cogí una blusa lavada para el día siguiente, una falda larga y los zapatos de tacón de color azul marino que combinaban con ella, lo doblé todo en un pulcro montón con los zapatos en equilibrio arriba del todo.
Metí la ropa en una bolsa de papel y la dejé al lado de la puerta del piso antes de empezar a recorrer de nuevo la casa para comprobar que todo estuviera asegurado. Esa vez lo hice correctamente. Dejé las cortinas cerradas, todas las cortinas cerradas salvo la del comedor, la estancia que se veía desde el callejón trasero. Las dejé abiertas exactamente hasta la mitad, dejando que el tejido colgara de la manera exacta que sabía que reconocería.
Lo cierto era que me sentía bien mientras me disponía a subir las escaleras que llevaban al piso de Stuart. Me sentí bien durante la cena, mientras le contaba que había estado a punto de perder el control en mi cuarto solo porque había olvidado que esa semana había dejado las cortinas abiertas. Nos reímos de ello y me sentí bien. Me sentí bien hasta que nos acurrucamos en el sofá del salón de Stuart, viendo una comedia y riéndonos hasta que las lágrimas rodaron por mis mejillas.
Me sentía bien hasta que metí las manos en los bolsillos del pantalón para buscar un clínex y en lugar de ello saqué un cuadrado irregular, de unos ocho centímetros de ancho, de tela roja de satén.
Después de aquello, dejé de sentirme bien.