Domingo, 23 de mayo de 2010

Sam Hollands me estaba esperando fuera.

—Buenos días —dijo, mientras me sentaba en el asiento del copiloto—. Bonito día para una excursión misteriosa. ¿Adónde has dicho que íbamos?

—A Saint Albans.

Nos dirigimos a la calle principal.

—Te agradezco mucho esto. Sé que, seguramente, tendrás cosas mejores que hacer en tu día libre, Sam.

—Vuelve a contármelo. ¿Has recibido una carta?

—Me estaba esperando cuando llegué a casa del trabajo anoche. Nada indicaba la desagradable sorpresa que contenía el sobre era normal y corriente, tenía mi nombre y mi dirección escritas a máquina por fuera, un sello de clase uno y el matasellos estampado.

Querida Catherine:

He estado pensando mucho en ti. Quería decirte que siento todo lo que ha pasado. Me arrepiento de muchas cosas y tengo un regalo para ti que espero que haga mejorar las cosas.

Tienes que ir al polígono industrial Farley Road, al norte de Saint Albans. La nave 23 está justo en el extremo norte. Si aparcas delante de la nave, podrás rodear el edificio por un lateral. En la parte de atrás hay un espacio abierto con árboles. Sigue la hilera de árboles hasta el final y encontrarás lo que he dejado allí para ti.

Espero que hagas esta última cosa por mí y lo consideres mi manera de pedirte perdón.

—¿Eso es todo?

—¿Qué?

—Parece una forma bastante brusca de terminar una carta. Bueno, la gente que empieza una carta con «Querido fulanito», suele acabarla diciendo «Con cariño de menganito», ¿no?

Estábamos en la M1, en dirección a la M25. El tráfico del otro lado de la autopista pasaba a nuestro lado como una exhalación. Me mordí el labio.

—¿Cathy?

—Había algunas frases más en otra página. Cosas personales.

—¿Qué tipo de cosas personales?

—Nada que vaya a cambiar las cosas. De verdad.

—Cathy.

—De todas formas la he tirado. Me deshice de ella anoche.

—¿Qué opina Stuart de todo esto?

—Está fuera un par de días. Ha ido a un nuevo hospital enorme que hay en Bélgica a una conferencia.

Sam siguió mirando al frente y expresó su desaprobación por medio de la firme línea de su boca. Debería habérselo contado todo, por supuesto, pero ¿para qué? Esas cosas, una vez que se sueltan, no hay marcha atrás. Y Sylvia ya había tenido bastante. Estaba empezando a volver a ser una persona normal, emergiendo de su mortaja como una mariposa, pero sus alas aún estaban húmedas y todavía no había alzado el vuelo.

—¿Qué crees que será? —preguntó Sam.

—No lo sé. No creo que sea nada bueno, digámoslo así.

—Yo tampoco. Me alegro de que me llamaras.

—No sabía si sería una trampa.

—Bueno, todavía está a buen recaudo en la cárcel, así que no tienes que preocuparte por que vaya a estar allí esperándonos. He llamado esta mañana.

—No es una carta desde la cárcel —dije.

—Ya me he dado cuenta. Debió de pedirle a alguien que la pasara a escondidas afuera. Pase lo que pase, presentaré un informe de inteligencia sobre eso.

Salimos de la autopista y oímos que el navegador vía satélite de Sam nos decía con voz tranquila que giráramos a la izquierda en el siguiente cruce, luego a la derecha y que continuáramos recto durante tres kilómetros y ochocientos metros.

—¿Y cómo está Stuart?

—Bien. Estamos bien.

—¿Qué tal la vida de casada?

Me eché a reír.

—No muy diferente a la de antes. De todos modos, solo han pasado cinco meses, danos tiempo.

—¿Todavía nada de niños?

—Aún no. ¿No me digas que se te ha despertado el instinto maternal?

—A mí no, pero a Jo sí. Nos vamos a casar el año que viene, creo.

—Sam, no me lo habías dicho.

—Bueno, llevamos juntas diez años, ya va siendo hora.

—¿Se lo has pedido a ella?

—Aún no.

—Deberías lanzarte y hacerlo. Merece la pena. ¿Podemos ir a la boda?

—Claro que sí. Se lo iba a decir a Sylvia, también.

—Le encantará.

—En fin, ya estamos aquí.

—El polígono industrial de Farley estaba desierto, había largas calles anchas sin tráfico alguno y la basura volaba a través de las carreteras llenas de baches. Pasamos por delante de una furgoneta de kebabs que tenía las persianas bajadas. La mitad de las naves estaban vacías y toda la zona tenía un aspecto desolado. La nave 23 no era ninguna excepción. Estaba lo más alejada posible, al girar la última esquina. Era como el fin del mundo.

Sam aparcó el coche delante de ella.

—Por allí, mira.

Entre las malas hierbas que crecían alrededor del edificio, un estrecho sendero polvoriento serpenteaba entre la reja metálica y la pared de la nave industrial. Había ortigas que picaban y nos llegaban a la altura del pecho, inclinándose hacia nosotras con la brisa. Sam pasó la primera, abriéndose paso por el camino, con una mano en la pared de la nave. Un conejo se escabulló por el sendero, delante de nosotras, y me hizo dar un salto.

En la parte de atrás de la nave, el estrecho espacio de pronto se ensanchaba y se convertía en una parcela de terreno yermo. Caminamos por una amplia extensión de cemento donde las malas hierbas crecían en las grietas. El sol brillaba sobre nuestras cabezas y un pájaro cantaba allá en lo alto. Estaba completamente desierto, no había una sola persona a la vista.

—Y ahora, ¿qué?

Me protegí los ojos del sol y miré alrededor, hacia los árboles que él había descrito, y lo vi, un destello de color en un paisaje gris, marrón y verde.

—Ahí está. ¿Lo ves?

Era un trozo de tela roja, escarlata, como una bandera, y a medida que nos acercábamos revoloteaba hacia nosotras como si tuviera vida propia. Yo ya sabía lo que era, pero, aun así, me impactó verlo. Noté que los ojos se me llenaban de lágrimas que empezaron a derramarse antes de que pudiera contenerlas. Era como ver un viejo amigo, y una pesadilla.

—¿Qué es? —preguntó Sam.

—Mi vestido.

Tenía los bordes harapientos y estaba lleno de polvo y suciedad, pero aun así lo reconocí. Estaba cortado en jirones, para que sus extremos desnudos se deshilacharan y ondearan al viento. Debía de llevar allí algún tiempo.

—¿Eso es todo? ¿Solo un viejo vestido?

Estaba sujeto al suelo pedregoso con una herrumbrosa pala vieja que habían puesto sobre él y había un montoncito de piedras colocadas encima, como un túmulo, como una tumba.

—No —dije—. Es una lápida.

Sam lo vio solo unos instantes después que yo. En el fondo de la zanja, el movimiento captó mi atención mientras el viento hacía ondear un mechón de cabello oscuro. Al principio parecía artificial, como arpillera deshilachada, y la piel parecía lona vieja. Y, entonces, surgió la repentina blancura del hueso y ya no hubo lugar a dudas.

—Mierda, mierda. —Sam cogió el móvil y llamó para pedir refuerzos, mientras yo caía de rodillas en medio del suelo seco y las piedras, pasando los dedos por el suave tejido en busca de consuelo.

—Creo que se llamaba Naomi —dije.

Siento lo que le hice a Sylvia y a la anciana que vivía en el piso de abajo. No significaban nada para mí, solo un medio para encontrarte. Deberías darte cuenta de que nada ni nadie me impedirá jamás que deje de buscarte, Catherine. Te he dejado este regalo como señal de que estoy preparado para asumir la culpa de todo. Pero eso no me detendrá. Por mucho tiempo que pase, te esperaré. Un día seré libre y te encontraré y podremos estar juntos. Espérame, Catherine.

Te quiero.

Lee