Jueves, 8 de abril de 2004

Creía que estaba trabajando, pero llegó borracho. Entró con su llave mientras yo estaba sentada viendo las noticias en la televisión. Por un fugaz momento me alegré: de nuevo quería verlo, deseaba que las cosas volvieran a ser como deberían, quería que estuviéramos tranquilos, felices, que nos divirtiéramos como una pareja.

Pero él entró a trompicones, cruzó el umbral casi cayéndose y, mientras me levantaba del asiento para recibirlo, su puño me golpeó en una mejilla con tal fuerza que me hizo salir volando hacia atrás y chocar contra la mesa auxiliar.

Estaba tan atónita que ni me moví, me quedé allí tirada unos instantes, mirando la alfombra que tenía pegada a la cara y preguntándome qué demonios había pasado. Entonces sentí un dolor insoportable en la cabeza mientras él agarraba un mechón de mi pelo y tiraba de mí para ponerme de rodillas.

—Zorra —dijo, respirando con fuerza—, puta zorra… Puta zorra redomada.

Con la mano izquierda me dio un bofetón y la mejilla me escoció. Habría vuelto a caerme de espaldas si no fuera porque seguía agarrándome por el pelo.

—¿Qué he hecho? —aullé.

—No lo pillas, ¿verdad, puta zorra? —Su voz era glacial y él despedía olor a cerveza.

Entonces me soltó el pelo y, antes de que me diera tiempo de caerme de espaldas o de ponerme en pie, levantó la rodilla y me dio con ella en la nariz con tal fuerza que noté que me la rompía. Grité e intenté alejarme arrastrándome, intenté ponerme de pie, todavía aturdida. Las lágrimas me rodaban por las mejillas y se mezclaban con la sangre que me brotaba de la nariz y del labio partido.

—Eres mía —dijo—. Eres mi maldita puta y haces lo que yo te diga. ¿Entendido?

Gemí, aferrándome a la pata de la mesa del comedor con dedos resbaladizos y con los ojos cerrados. Noté que me agarraba de nuevo del pelo, separándome de un tirón de la mesa, y oí una voz que debía de ser mía, suplicándole.

—Déjame, por favor, por favor…

Se desabrochó los pantalones con la mano izquierda y fue tambaleándose hacia el sofá, tirando de mí como si fuera una muñeca de trapo mientras yo intentaba desesperadamente ponerme en pie para acabar con la presión que sentía en el cuero cabelludo.

Con un suspiro, se sentó pesadamente en el sofá con los vaqueros a mitad del muslo y la polla dura —como si el hecho de verme destrozada y sangrando le excitara—, e hizo que se la chupara.

Sollozando, con las manos y la boca llenas de sangre, hice lo que me mandó. Tenía ganas de arrancarle el puto rabo de un mordisco y escupírselo a la cara. Quería usar el puño y golpearle tan fuerte en las pelotas que se las tuvieran que extirpar con cirugía del suelo pélvico.

—Mírame. ¡Puta zorra, he dicho que me mires!

Levanté la vista hacia su cara y vi dos cosas que me aterrorizaron. Lo primero, su sonrisa, aquella mirada en sus ojos que me decían que estaba haciendo conmigo lo que quería y que aquello no iba a acabar. Y lo segundo, la navaja de mango negro que sujetaba a unos cuantos centímetros de mi cara.

—Hazlo bien —dijo—, y puede que no te rebane la puta nariz.

Lo hice bien, lo hice lo mejor que pude, mientras la sangre, los mocos y las lágrimas rodaban de mi cara a su entrepierna, así que no me hirió. Al menos no entonces.

Tengo que escapar. Tengo que asegurarme de poder largarme sin que él se dé cuenta, porque solo tendré una oportunidad.